Trad. Flora Casas. Lumen, Barcelona, 2007. 528 pp. 19,90 €
Leah Bonnín
Aunque después de la publicación de las traducciones de dos de sus novelas policíacas, El misterio del Bellona Club (2004) y Veneno mortal (2006) nos estamos habituando a la presencia literaria de Dorothy L. Sayers (1893-1956), no está de más recordar, ahora que se acaba de estrenar un nuevo título de la biblioteca que le dedica la editorial Lumen, Cinco pistas falsas (2007), que, como dice en el prólogo P.D. James, esta escritora consiguió que la novela policíaca «pasara de ser un rompecabezas ingenioso a una rama de la narrativa intelectualmente respetable», sin olvidar, por supuesto, que se trata de un género destinado básicamente al ocio, es decir, a conseguir que el lector pase un buen rato.
Teóloga, ensayista, dramaturga y traductora —su Divina Comedia todavía es considerada como la mejor traducción al inglés de la obra de Dante—, Dorothy L. Sayers fue una escritora cabal y una mujer que tuvo una juventud turbulenta y una vejez teológicamente apasionada. Influida por los clásicos, dicen los críticos que por Wilkie Collins y, por supuesto, Shakespeare, a quien rinde no pocos tributos, la abuela de las más prestigiosas “damas negras” (desde Patricia Highsmith a P.D. James) es una novelista que se preocupa por los detalles y no deja nada al azar. En sus novelas hay descripciones muy minuciosas de las circunstancias, de los paisajes, de la indumentaria que visten sus personajes, de los horarios de los trenes, de los útiles de pintura, del tipo de pinceles, de todo aquello, en fin, que acabará por constituirse en el detalle, a veces inadvertido, que ayudará a descubrir la autoría del crimen.
Como en otras ocasiones, el encargado de resolver el misterio de Cinco pistas falsas es el protagonista y detective de las ficciones de Dorothy L. Sayers, lord Peter Winsey, segundo hijo del duque de Denver, inteligente políglota, gastrónomo, virtuoso pianista, amante de los libros, soltero, dandi y seductor profesional. Al final de sus vacaciones en Escocia, en la comarca de Galloway, habitada por no pocos pintores y pescadores («Si vives en Galloway, o pintas o pescas. Claro que esepodría inducir a error, ya que la mayoría de los pintores son pescadores en su tiempo libre»), la policía local le pide ayuda para esclarecer el caso del asesinato de Campbell, un pintor problemático, patán, borracho y pendenciero, que despierta las antipatías de la mayoría de sus colegas y que se ha metido en líos por cortejar a la esposa de otro pintor. Aparentemente, Campbell resbaló y se dio el golpe en la cabeza que le ocasionó la muerte mientras pintaba un cuadro junto al río. Aparentemente, porque, después de examinar la zona donde fue hallado el cadáver y a pesar de que todo parece coincidir con las suposiciones, lord Peter Winsey se da cuenta que, entre todos los útiles de pintura de Campbell, falta un tubo de color blanco ceniza.
Seis pintores se convierten en sospechosos del asesinato. Unos viven en Kirkcudbright: Michael Waters, que se había peleado con Campbell la noche anterior, en la taberna del pueblo; Hugh Farren, porque siente celos de las atenciones que su mujer le dispensaba al asesinado y Mathew Gowan, por el rencor debido a haber sido insultado en público por él. Otros viven en Gatehouse-of-Fleet: Jock Graham, por antiguas rencillas y Henry Strachan y Ferguson, por haberse peleado con Campbell por distintas razones. A partir de la lista, lord Peter Wimsey se entrevista con todos los sospechosos y se da cuenta de que, a pesar de que ninguno de ellos posee una coartada, pueden ser descartados.
La novela se desarrolla con el recuento de esas entrevistas, así como por las investigaciones que llevan a cabo los policías locales —el inspector Macpherson y el sargento Dalziel— encargados del caso: horarios de trenes, comprobación de billetes que atestiguan los movimientos de los sospechosos, hallazgo de una bicicleta utilizada, testimonios... De todo aquello que ha acabado por convertirse en retórica de género. En definitiva, el relato de una serie de detalles, a veces francamente tedioso, aunque necesario, que terminará cuando, por sugerencia de Winsey, se representará in situ el modo como tuvo lugar ese “asesinato” que, por cierto, se aleja bastante de las suposiciones iniciales. Como no podía ser de otro modo tratándose de un relato de suspense.
Leah Bonnín
Aunque después de la publicación de las traducciones de dos de sus novelas policíacas, El misterio del Bellona Club (2004) y Veneno mortal (2006) nos estamos habituando a la presencia literaria de Dorothy L. Sayers (1893-1956), no está de más recordar, ahora que se acaba de estrenar un nuevo título de la biblioteca que le dedica la editorial Lumen, Cinco pistas falsas (2007), que, como dice en el prólogo P.D. James, esta escritora consiguió que la novela policíaca «pasara de ser un rompecabezas ingenioso a una rama de la narrativa intelectualmente respetable», sin olvidar, por supuesto, que se trata de un género destinado básicamente al ocio, es decir, a conseguir que el lector pase un buen rato.
Teóloga, ensayista, dramaturga y traductora —su Divina Comedia todavía es considerada como la mejor traducción al inglés de la obra de Dante—, Dorothy L. Sayers fue una escritora cabal y una mujer que tuvo una juventud turbulenta y una vejez teológicamente apasionada. Influida por los clásicos, dicen los críticos que por Wilkie Collins y, por supuesto, Shakespeare, a quien rinde no pocos tributos, la abuela de las más prestigiosas “damas negras” (desde Patricia Highsmith a P.D. James) es una novelista que se preocupa por los detalles y no deja nada al azar. En sus novelas hay descripciones muy minuciosas de las circunstancias, de los paisajes, de la indumentaria que visten sus personajes, de los horarios de los trenes, de los útiles de pintura, del tipo de pinceles, de todo aquello, en fin, que acabará por constituirse en el detalle, a veces inadvertido, que ayudará a descubrir la autoría del crimen.
Como en otras ocasiones, el encargado de resolver el misterio de Cinco pistas falsas es el protagonista y detective de las ficciones de Dorothy L. Sayers, lord Peter Winsey, segundo hijo del duque de Denver, inteligente políglota, gastrónomo, virtuoso pianista, amante de los libros, soltero, dandi y seductor profesional. Al final de sus vacaciones en Escocia, en la comarca de Galloway, habitada por no pocos pintores y pescadores («Si vives en Galloway, o pintas o pescas. Claro que ese
Seis pintores se convierten en sospechosos del asesinato. Unos viven en Kirkcudbright: Michael Waters, que se había peleado con Campbell la noche anterior, en la taberna del pueblo; Hugh Farren, porque siente celos de las atenciones que su mujer le dispensaba al asesinado y Mathew Gowan, por el rencor debido a haber sido insultado en público por él. Otros viven en Gatehouse-of-Fleet: Jock Graham, por antiguas rencillas y Henry Strachan y Ferguson, por haberse peleado con Campbell por distintas razones. A partir de la lista, lord Peter Wimsey se entrevista con todos los sospechosos y se da cuenta de que, a pesar de que ninguno de ellos posee una coartada, pueden ser descartados.
La novela se desarrolla con el recuento de esas entrevistas, así como por las investigaciones que llevan a cabo los policías locales —el inspector Macpherson y el sargento Dalziel— encargados del caso: horarios de trenes, comprobación de billetes que atestiguan los movimientos de los sospechosos, hallazgo de una bicicleta utilizada, testimonios... De todo aquello que ha acabado por convertirse en retórica de género. En definitiva, el relato de una serie de detalles, a veces francamente tedioso, aunque necesario, que terminará cuando, por sugerencia de Winsey, se representará in situ el modo como tuvo lugar ese “asesinato” que, por cierto, se aleja bastante de las suposiciones iniciales. Como no podía ser de otro modo tratándose de un relato de suspense.
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