Bartleby Editores, Madrid, 2006. 64 pp. 10 €
Alejandro Luque
Quienes seguimos desde hace algunos años la poesía de Francisca Aguirre vivimos cada nuevo libro suyo como un acontecimiento. En medio de tanta y tanta chatarra anegando los anaqueles de las librerías, muy pocos nombres nos parecen, por sí solos, un sello de garantía. El de Paquita —como se la conoce familiarmente en el mundillo— es uno de esos raros casos. Sus poemarios, descatalogados o dispersos, fueron felizmente reunidos en el volumen Ensayo general. Poesía completa 1966-2000 por Calambur, y constituyen una de las obras más coherentes, bellas y poderosas que ha dado la lírica española en mucho tiempo. Dos textos en prosa, Espejito, espejito y Que planche Rosa Luxemburgo, consonantes con las motivaciones y desgarros de su poesía, redondean el círculo de una producción a la que, en un recuento riguroso, habría que añadir una formidable labor crítica, sobre todo en Cuadernos Hispanoamericanos.
Por todo ello, me parece extraño, sospechoso, inquietante, el silencio que ha rodeado la salida a la luz de La herida absurda, su último poemario. Apenas he podido ver alguna reseña en internet, poco más. Puede que la editorial no haya promocionado el libro como dios manda, o que los suplementos, con su conocida lentitud e indolencia, no hayan tenido tiempo de reaccionar. Pero en un momento como el actual, en que la joven poesía hecha por mujeres goza de una enorme atención mediática, y las autoras veteranas son objeto de una justa y necesaria reivindicación, creo que algo marcha mal cuando un libro como el que nos ocupa no es recibido como el maná sobre el pueblo de Israel.
Hay mucha tela que cortar en este poemario engañosamente breve —apenas 60 páginas—, pero apuntemos sólo algunos detalles. Para empezar, la música. La música por todas partes. La vida es una herida absurda, dice el tango de Cátulo Castillo que no sólo presta su título al libro, sino también cierta manera de mirar a los ojos de la vida con una mezcla de desengaño, ironía y esa lucidez de madrugada que transcribe las verdades en un sermón de vino. La Tocata en el estilo de Corelli de Santiago de Murcia es la belleza triste pero inderrotable, obstinada como ella sola, frente al espanto. Otra guitarra, la de Paco de Lucía, tiene un parecido eco de milagro, de conjuro mágico y redentor: «Amanece el destino con esta música/ con su extraño cortejo de impiedades,/ de grietas que respiran y se quejan,/ y no saben qué hacer con el vacío,/ con la vida que empuja y no consuela...»
Alejandro Luque
Quienes seguimos desde hace algunos años la poesía de Francisca Aguirre vivimos cada nuevo libro suyo como un acontecimiento. En medio de tanta y tanta chatarra anegando los anaqueles de las librerías, muy pocos nombres nos parecen, por sí solos, un sello de garantía. El de Paquita —como se la conoce familiarmente en el mundillo— es uno de esos raros casos. Sus poemarios, descatalogados o dispersos, fueron felizmente reunidos en el volumen Ensayo general. Poesía completa 1966-2000 por Calambur, y constituyen una de las obras más coherentes, bellas y poderosas que ha dado la lírica española en mucho tiempo. Dos textos en prosa, Espejito, espejito y Que planche Rosa Luxemburgo, consonantes con las motivaciones y desgarros de su poesía, redondean el círculo de una producción a la que, en un recuento riguroso, habría que añadir una formidable labor crítica, sobre todo en Cuadernos Hispanoamericanos.
Por todo ello, me parece extraño, sospechoso, inquietante, el silencio que ha rodeado la salida a la luz de La herida absurda, su último poemario. Apenas he podido ver alguna reseña en internet, poco más. Puede que la editorial no haya promocionado el libro como dios manda, o que los suplementos, con su conocida lentitud e indolencia, no hayan tenido tiempo de reaccionar. Pero en un momento como el actual, en que la joven poesía hecha por mujeres goza de una enorme atención mediática, y las autoras veteranas son objeto de una justa y necesaria reivindicación, creo que algo marcha mal cuando un libro como el que nos ocupa no es recibido como el maná sobre el pueblo de Israel.
Hay mucha tela que cortar en este poemario engañosamente breve —apenas 60 páginas—, pero apuntemos sólo algunos detalles. Para empezar, la música. La música por todas partes. La vida es una herida absurda, dice el tango de Cátulo Castillo que no sólo presta su título al libro, sino también cierta manera de mirar a los ojos de la vida con una mezcla de desengaño, ironía y esa lucidez de madrugada que transcribe las verdades en un sermón de vino. La Tocata en el estilo de Corelli de Santiago de Murcia es la belleza triste pero inderrotable, obstinada como ella sola, frente al espanto. Otra guitarra, la de Paco de Lucía, tiene un parecido eco de milagro, de conjuro mágico y redentor: «Amanece el destino con esta música/ con su extraño cortejo de impiedades,/ de grietas que respiran y se quejan,/ y no saben qué hacer con el vacío,/ con la vida que empuja y no consuela...»
Bach acude también desde el fondo de la memoria, dibujando en el pentagrama esa isla utópica adonde escapar sin que nada ni nadie pueda impedirlo: «Por eso, cuando mi pobre corazón se asorda/ aquella niña vuelve a Brandenburgo.»
Hay en este libro, en efecto, mucha memoria doliente, pero nada autocompasiva: «Yo recuerdo mi infancia y no sé cómo/ casi siempre termino recogiendo escombros...» Hay mucha rabia, pero sin ceguera, pues a la hora de apretar puños y dientes, el verso siempre encuentra en la mesita de noche los calmantes vitaminados del amor y del humor para conservar su justa temperatura. Hay verdades clamorosas, mensajes directos como puñetazos, pero ninguna caída en lo prosaico: «Un corazón ahogado por el odio,/ envuelto en su coraza transparente,/ no es más que una cebolla en el mercado,/ un vegetal dispuesto a provocar lágrimas...»
Hay en este libro, en efecto, mucha memoria doliente, pero nada autocompasiva: «Yo recuerdo mi infancia y no sé cómo/ casi siempre termino recogiendo escombros...» Hay mucha rabia, pero sin ceguera, pues a la hora de apretar puños y dientes, el verso siempre encuentra en la mesita de noche los calmantes vitaminados del amor y del humor para conservar su justa temperatura. Hay verdades clamorosas, mensajes directos como puñetazos, pero ninguna caída en lo prosaico: «Un corazón ahogado por el odio,/ envuelto en su coraza transparente,/ no es más que una cebolla en el mercado,/ un vegetal dispuesto a provocar lágrimas...»
Hay, en fin, mucha memoria literaria, pero la poesía de Francisca Aguirre puede ser cualquier cosa menos libresca. Por su faena transitan discretamente los maestros y los amigos, don Antonio Machado, Luis Rosales, lo mejorcito del 50 español e hispanoamericano, incluso un imprevisto Onetti que parece cantar con Aguirre a dos voces: «La verdad es a veces peor que la mentira,/ porque de la verdad nadie nos salva,/ ¿quién podría salvarnos de ese escarnio?»
Francisca Aguirre es esposa del también poeta Félix Grande y madre de la también poeta Guadalupe Grande. Pero entre otras muchas cosas es una escritora con un caudal intelectivo que vale por varias licenciaturas, una capacidad para cocinar palabras que ya quisiera Arguiñano, y una humanidad que no le cabe en el pecho ni siquiera después de haber dejado de fumar. Y disculpen si me excedo en el entusiasmo, pero ya he señalado arriba lo que supone cada nuevo libro suyo: un acontecimiento.
Recuerdo que, cuando a Félix le concedieron el Premio Nacional de las Letras, El País le pidió precisamente a Paco de Lucía que escribiera una semblanza. Aun reconociendo que no es un lector acreditado, el guitarrista quiso acordarse de Paca, e incluso llegó a proponer que al año siguiente le dieran ese premio a ella. Han pasado tres o cuatro desde entonces, ¿a qué esperan para hacerle caso al sabio de Algeciras?
Francisca Aguirre es esposa del también poeta Félix Grande y madre de la también poeta Guadalupe Grande. Pero entre otras muchas cosas es una escritora con un caudal intelectivo que vale por varias licenciaturas, una capacidad para cocinar palabras que ya quisiera Arguiñano, y una humanidad que no le cabe en el pecho ni siquiera después de haber dejado de fumar. Y disculpen si me excedo en el entusiasmo, pero ya he señalado arriba lo que supone cada nuevo libro suyo: un acontecimiento.
Recuerdo que, cuando a Félix le concedieron el Premio Nacional de las Letras, El País le pidió precisamente a Paco de Lucía que escribiera una semblanza. Aun reconociendo que no es un lector acreditado, el guitarrista quiso acordarse de Paca, e incluso llegó a proponer que al año siguiente le dieran ese premio a ella. Han pasado tres o cuatro desde entonces, ¿a qué esperan para hacerle caso al sabio de Algeciras?
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