Trad. Roger Wolfe. Anagrama, Barcelona, 2006. 112 pp. 12 € / Trad. Rodrigo Olavarría. Anagrama, Barcelona, 2006. 96 pp. 11€
Doménico Chiappe
La canción en prosa de un desesperado: unas cartas de alguien que huye de sí mismo, en una espiral de violencia. Burroughs escribe metódicamente a un admirador, un discípulo, Ginsberg, sus experiencias tras la droga suramericana y los encuentros sexuales ciegos.
En Panamá conoce a “la gente más guarra del hemisferio”: así en ese tono están escritas las misivas; en Colombia, los policías “parecen los desechos resultantes de la radiación nuclear”. Allí se topa con un experto en ayahuasca, un breve mentor sepultado por la burocracia. Descripciones que aún hoy siguen vigentes en el continente: “me abrí paso entre cajas y animales disecados y muestras botánicas. Todas esas cosas las andan moviendo continuamente de una sala para otra, sin ningún motivo aparente. De los despachos sale corriendo gente reclamando algún objeto del montón de basura del vestíbulo, para que se lo lleven otra vez a su despacho. Los bedeles están todos por ahí sentados encima de cajas, fumando y saludando a todo el mundo, llamándole ‘doctor”.
Pero en sus cartas, también deja testimonio de un mundo que perdió la inocencia: “Las grandes organizaciones criminales son raras en Sudamérica”. En 1953 no había nacido lo que se conoció como los carteles de Cali y Medellín, sostenidas por una droga que el poeta perseguía como paréntesis de su expedición: cocaína.
Un Burroughs aventurero, que viaja con una pistola escondida en el equipaje (ya ha asesinado a su mujer), logra un acercamiento a un mundo anti-postal y verídico de los países que visita, con una meta poco sólida: probar la droga selvática, sin un límite claro. Tiene su primer encuentro con la Ayahuasca en Bogotá: “no tuve visiones”. Un segundo encuentro, más efectivo: soñó con una ciudad. “Dicen que cuando tomas la ayahuasca sueñas con una ciudad”. Un tercer encuentro: “estaba completamente insensible, como cubierto de capas de algodón”, nervioso y deseoso de que el efecto remita. Un cuarto, preparado al estilo Vaupés: fogonazos azules nada espectaculares. Poco a poco se interna en ese mundo chamánico, de trances misteriosos. Adquiere, después de infructuosas diligencias y exhaustas correrías, la droga, que aprende a preparar.
En Lima se descubre como ese desesperado que resuma cada línea: “Este miedo me ha perseguido por toda Sudamérica. Una horrible sensación enferma de desolación final”. Poco después regresa a Estados Unidos.
Los relatos de Burroughs cautivan a Allen. Ya en Aullido, esa poesía potente de la generación Beat, hecho para gritar y cantar, como se aprecia gracias a la edición bilingüe de Anagrama (“I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked dragging themselves through the negro streets at dawn looking for an angry fix”), Allen resalta a aquellos compañeros de movimiento y sexualidad, componente fundamental de su poesía y también de Las cartas de la Ayahuasca (“que mordieron detectives en el cuello y chillaron con deleite en autos de policías por no cometer más crimen que su propia salvaje pederastia e intoxicación”): Burroughs y Neal Cassady.
La influencia de Burroughs, de sus viajes y odiseas, queda plasmada. Para el momento en que los poemas del libro Aullido se hacen públicos, Burroughs “está en Tánger no creo que vuelva esto es siniestro”. Cuatro años después de Aullido, que le catapulta como una voz poética de Norteamérica, y siete años después de recibir la primera carta de la ayahuasca, Allen se decide a ir tras los pasos de su amigo, tras la droga sudamericana.
Emprende el viaje iniciático y escribe a Burroughs desde Perú, sobre sus encuentros con la ayahuasca: “empecé a ver o sentir el Gran Ser, o una especie de sensación de Ello, que se aproximaba como una gran vagina mojada”. Un gran ser que dibuja, al igual que otro espectro llamado El Vomitador. Allen prefirió escribir enloquecidos poemas bajo el efecto de la droga, que Burroughs contestaba en paterno: “Querido Allen: no hay nada que temer”. Un intercambio epistolar que descubre por qué Allen y Burroughs, poetas que se convertían a sí mismos en personajes, estaban presentes en la poesía del otro, como en sus propias vidas.
Doménico Chiappe
La canción en prosa de un desesperado: unas cartas de alguien que huye de sí mismo, en una espiral de violencia. Burroughs escribe metódicamente a un admirador, un discípulo, Ginsberg, sus experiencias tras la droga suramericana y los encuentros sexuales ciegos.
En Panamá conoce a “la gente más guarra del hemisferio”: así en ese tono están escritas las misivas; en Colombia, los policías “parecen los desechos resultantes de la radiación nuclear”. Allí se topa con un experto en ayahuasca, un breve mentor sepultado por la burocracia. Descripciones que aún hoy siguen vigentes en el continente: “me abrí paso entre cajas y animales disecados y muestras botánicas. Todas esas cosas las andan moviendo continuamente de una sala para otra, sin ningún motivo aparente. De los despachos sale corriendo gente reclamando algún objeto del montón de basura del vestíbulo, para que se lo lleven otra vez a su despacho. Los bedeles están todos por ahí sentados encima de cajas, fumando y saludando a todo el mundo, llamándole ‘doctor”.
Pero en sus cartas, también deja testimonio de un mundo que perdió la inocencia: “Las grandes organizaciones criminales son raras en Sudamérica”. En 1953 no había nacido lo que se conoció como los carteles de Cali y Medellín, sostenidas por una droga que el poeta perseguía como paréntesis de su expedición: cocaína.
Un Burroughs aventurero, que viaja con una pistola escondida en el equipaje (ya ha asesinado a su mujer), logra un acercamiento a un mundo anti-postal y verídico de los países que visita, con una meta poco sólida: probar la droga selvática, sin un límite claro. Tiene su primer encuentro con la Ayahuasca en Bogotá: “no tuve visiones”. Un segundo encuentro, más efectivo: soñó con una ciudad. “Dicen que cuando tomas la ayahuasca sueñas con una ciudad”. Un tercer encuentro: “estaba completamente insensible, como cubierto de capas de algodón”, nervioso y deseoso de que el efecto remita. Un cuarto, preparado al estilo Vaupés: fogonazos azules nada espectaculares. Poco a poco se interna en ese mundo chamánico, de trances misteriosos. Adquiere, después de infructuosas diligencias y exhaustas correrías, la droga, que aprende a preparar.
En Lima se descubre como ese desesperado que resuma cada línea: “Este miedo me ha perseguido por toda Sudamérica. Una horrible sensación enferma de desolación final”. Poco después regresa a Estados Unidos.
Los relatos de Burroughs cautivan a Allen. Ya en Aullido, esa poesía potente de la generación Beat, hecho para gritar y cantar, como se aprecia gracias a la edición bilingüe de Anagrama (“I saw the best minds of my generation destroyed by madness, starving hysterical naked dragging themselves through the negro streets at dawn looking for an angry fix”), Allen resalta a aquellos compañeros de movimiento y sexualidad, componente fundamental de su poesía y también de Las cartas de la Ayahuasca (“que mordieron detectives en el cuello y chillaron con deleite en autos de policías por no cometer más crimen que su propia salvaje pederastia e intoxicación”): Burroughs y Neal Cassady.
La influencia de Burroughs, de sus viajes y odiseas, queda plasmada. Para el momento en que los poemas del libro Aullido se hacen públicos, Burroughs “está en Tánger no creo que vuelva esto es siniestro”. Cuatro años después de Aullido, que le catapulta como una voz poética de Norteamérica, y siete años después de recibir la primera carta de la ayahuasca, Allen se decide a ir tras los pasos de su amigo, tras la droga sudamericana.
Emprende el viaje iniciático y escribe a Burroughs desde Perú, sobre sus encuentros con la ayahuasca: “empecé a ver o sentir el Gran Ser, o una especie de sensación de Ello, que se aproximaba como una gran vagina mojada”. Un gran ser que dibuja, al igual que otro espectro llamado El Vomitador. Allen prefirió escribir enloquecidos poemas bajo el efecto de la droga, que Burroughs contestaba en paterno: “Querido Allen: no hay nada que temer”. Un intercambio epistolar que descubre por qué Allen y Burroughs, poetas que se convertían a sí mismos en personajes, estaban presentes en la poesía del otro, como en sus propias vidas.
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