Prólogo de Jordi Costa. El Aleph, Barcelona, 2006. 174 pp. 16 €
Pedro M. Domene
El prologuista de este pequeño (por el formato), singular y curioso libro, Jordi Costa, afirma que Escritores contra escritores dibuja una posible historia secreta de la literatura a través de rencillas, descalificaciones y desafíos; por otra parte, añade que —en realidad— su autor, Albert Angelo, da voz a muchos de los tótems a los que las doctas academias otorgan el calificativo de clásicos, y de esta única manera se conocen algunas de las fobias de los más interesantes escritores de los últimos siglos. Exabruptos y descalificaciones ofrecen al curioso lector la sublimada visión de rencillas entre quienes se consideran las Blancanieves de todos los saraos literarios. Visto así, el libro brinda el aliciente para que podamos meternos de lleno entre sus páginas porque, cuando vamos al índice, la nómina encontrada desde la A a la Y reproduce los nombres de no pocos autores de la literatura universal que, considerados como «escritores políticamente correctos», forman parte de un Pressing Catch de las Letras; es decir, el club de aquellos sujetos que, durante años, han desarrollado un lenguaje fundamentado en la descalificación, en la puñalada barroca, el exabrupto con filigrana discursiva o lo que podríamos calificar como «partirse la cara hasta que uno de los dos muerda la lona que le otorga el oprobio público». Y aún así, por siempre jamás, los escritores no dejarán de ser aquellos aduladores que consideran su ego como el único punto de partida para expresar lo que llevan dentro; sólo quienes no aparecen en este libro, por uno u otro motivo, seguirán siendo esos muertos de hambre, esos buscavidas o esos cantamañanas que, por mucho que se afanen, seguirán sin lograr vivir del difícil arte de la escritura.
Tampoco hay que olvidar que «en literatura no hay nada escrito» y aunque no lo parezca, escribir es un arte, ser escritor es ser un artista y, por consiguiente, sujeto a esos posibles éxitos que otorga la vida; quizá por eso un fracaso, de vez en cuando, cura el ego y ofrece a los amigos motivo para la tristeza pero, a los enemigos —indudablemente— más páginas para un libro como el presente. Indudablemente también, la literatura, como ha señalado un escritor que no aparece en la nómina de Escritores contra escritores, sea esa extraña máquina que traga, que absorbe y convierte a los escritores en vampiros (el citado es Bernard Henri Lévy). Y, aún insistiendo más, quizá los malos escritores son los que intentan expresar sus débiles ideas en el lenguaje de los buenos. Ordenados alfabéticamente, no se salvan los nombres de Isabel Allende, Jane Austen, en reiteradas opiniones de Kingsley Amis y Mark Twain, quien afirma algo así como que «la simple omisión de los libros de Jane Austen haría una librería bastante decente de una que no tuviese un solo libro». O nuestro Pío Baroja, recordado en estos días a los cincuenta años de su desaparición, contra quien Ortega y Gasset arremete hasta el extremo de afirmar que «leemos página tras página y vamos adquiriendo la condición de que no interesa al autor (...) ni el arte de la novela, ni en arte en general». Los reiterados ataques de Gore Vidal a Truman Capote, de quien llegó a afirmar que «su muerte fue una buena maniobra profesional». Incluso nuestro Nobel más polémico, Camilo José Cela, calificado de plúmbeo por Marsé o chulapo descarado y castizo por Benet; y tampoco Miguel de Cervantes ha escapado a furibundas opiniones de contemporáneos; por ejemplo Lope, que afirmaba «de poetas, no digo: buen siglo este. Muchos están en ciernes para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote», y posteriores como Nabokov, que llegó a escribir: «recuerdo con deleite la vez en que, para gran turbación de mis colegas más conservadores, hice trizas el Don Quijote, ese viejo libro crudo y cruel, ante seiscientos estudiantes en el Memorial Hall». O, para finalizar, el inmortal Julio Cortázar, a quien su paisano César Aira vapulea, afirmando que «el mejor Cortázar es un mal Borges». Disculpen tanta enumeración, pero al menos una pequeña muestra servirá para abrir el apetito ante semejante festín; o si alguien, por otro lado, piensa que no merece la pena seguir tras esta breve selección, porque tal vez el zoológico está ya muy lleno para incluir más fieras, sí estamos seguros de que no por ofensivo resulta menos excitante, aunque por motivos extraliterarios. No se olviden, tampoco, de aquello que afirmaba Mauriac: «un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón que un pésimo vino también puede llegar a ser un buen vinagre».
Una bibliografía mínima y unas fuentes sin datos adjuntos, completan el volumen de perlas ensangrentadas como afirma el prologuista.
Pedro M. Domene
El prologuista de este pequeño (por el formato), singular y curioso libro, Jordi Costa, afirma que Escritores contra escritores dibuja una posible historia secreta de la literatura a través de rencillas, descalificaciones y desafíos; por otra parte, añade que —en realidad— su autor, Albert Angelo, da voz a muchos de los tótems a los que las doctas academias otorgan el calificativo de clásicos, y de esta única manera se conocen algunas de las fobias de los más interesantes escritores de los últimos siglos. Exabruptos y descalificaciones ofrecen al curioso lector la sublimada visión de rencillas entre quienes se consideran las Blancanieves de todos los saraos literarios. Visto así, el libro brinda el aliciente para que podamos meternos de lleno entre sus páginas porque, cuando vamos al índice, la nómina encontrada desde la A a la Y reproduce los nombres de no pocos autores de la literatura universal que, considerados como «escritores políticamente correctos», forman parte de un Pressing Catch de las Letras; es decir, el club de aquellos sujetos que, durante años, han desarrollado un lenguaje fundamentado en la descalificación, en la puñalada barroca, el exabrupto con filigrana discursiva o lo que podríamos calificar como «partirse la cara hasta que uno de los dos muerda la lona que le otorga el oprobio público». Y aún así, por siempre jamás, los escritores no dejarán de ser aquellos aduladores que consideran su ego como el único punto de partida para expresar lo que llevan dentro; sólo quienes no aparecen en este libro, por uno u otro motivo, seguirán siendo esos muertos de hambre, esos buscavidas o esos cantamañanas que, por mucho que se afanen, seguirán sin lograr vivir del difícil arte de la escritura.
Tampoco hay que olvidar que «en literatura no hay nada escrito» y aunque no lo parezca, escribir es un arte, ser escritor es ser un artista y, por consiguiente, sujeto a esos posibles éxitos que otorga la vida; quizá por eso un fracaso, de vez en cuando, cura el ego y ofrece a los amigos motivo para la tristeza pero, a los enemigos —indudablemente— más páginas para un libro como el presente. Indudablemente también, la literatura, como ha señalado un escritor que no aparece en la nómina de Escritores contra escritores, sea esa extraña máquina que traga, que absorbe y convierte a los escritores en vampiros (el citado es Bernard Henri Lévy). Y, aún insistiendo más, quizá los malos escritores son los que intentan expresar sus débiles ideas en el lenguaje de los buenos. Ordenados alfabéticamente, no se salvan los nombres de Isabel Allende, Jane Austen, en reiteradas opiniones de Kingsley Amis y Mark Twain, quien afirma algo así como que «la simple omisión de los libros de Jane Austen haría una librería bastante decente de una que no tuviese un solo libro». O nuestro Pío Baroja, recordado en estos días a los cincuenta años de su desaparición, contra quien Ortega y Gasset arremete hasta el extremo de afirmar que «leemos página tras página y vamos adquiriendo la condición de que no interesa al autor (...) ni el arte de la novela, ni en arte en general». Los reiterados ataques de Gore Vidal a Truman Capote, de quien llegó a afirmar que «su muerte fue una buena maniobra profesional». Incluso nuestro Nobel más polémico, Camilo José Cela, calificado de plúmbeo por Marsé o chulapo descarado y castizo por Benet; y tampoco Miguel de Cervantes ha escapado a furibundas opiniones de contemporáneos; por ejemplo Lope, que afirmaba «de poetas, no digo: buen siglo este. Muchos están en ciernes para el año que viene, pero ninguno hay tan malo como Cervantes ni tan necio que alabe a Don Quijote», y posteriores como Nabokov, que llegó a escribir: «recuerdo con deleite la vez en que, para gran turbación de mis colegas más conservadores, hice trizas el Don Quijote, ese viejo libro crudo y cruel, ante seiscientos estudiantes en el Memorial Hall». O, para finalizar, el inmortal Julio Cortázar, a quien su paisano César Aira vapulea, afirmando que «el mejor Cortázar es un mal Borges». Disculpen tanta enumeración, pero al menos una pequeña muestra servirá para abrir el apetito ante semejante festín; o si alguien, por otro lado, piensa que no merece la pena seguir tras esta breve selección, porque tal vez el zoológico está ya muy lleno para incluir más fieras, sí estamos seguros de que no por ofensivo resulta menos excitante, aunque por motivos extraliterarios. No se olviden, tampoco, de aquello que afirmaba Mauriac: «un mal escritor puede llegar a ser un buen crítico, por la misma razón que un pésimo vino también puede llegar a ser un buen vinagre».
Una bibliografía mínima y unas fuentes sin datos adjuntos, completan el volumen de perlas ensangrentadas como afirma el prologuista.
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