1.
Guillermo Ruiz Villagordo
La principal reacción que provocó en mí la lectura de este libro fue la de sentirme un intruso. Acostumbrado como lector a que me preparen un terreno conocido o que pueda considerar propio con el objetivo de hacerme sentir cómodo, al introducirme en esta confesión sin oyentes no dejaba de preguntarme: “¿Quién me ha dado permiso para leer esto?”. Porque lo que Joan Didion nos ofrece es la crónica íntima de un año de su vida, el que siguió al repentino y fulminante infarto de su marido, el año del pensamiento mágico: aquél que encuadra el proceso mental por el que alguien que ha compartido dos tercios de su existencia con otra persona debe asumir que ésta no va a volver y que el futuro será algo distinto y desconocido a lo que enfrentarse en soledad. La misma autora descubre conforme avanza en la escritura, con la naturalidad de quien hace uso de las palabras como del aire, que el tema que le empuja a teclear inconscientemente no es otro que su propio duelo. Cualquiera que haya pasado por la muerte de alguien cercano reconocerá la mezcla de dolor y aturdimiento que constituyen ese desconsuelo sin fondo, así como muchas de sus vivencias, cargadas de una inocencia punzante que nos sobrecoge como espectadores. Como cuando después de hacerle oficial el fallecimiento de su marido en el hospital al que acaban de llegar responde con frases breves separadas por unos mecánicos “gracias”. O cuando, de vuelta en casa, se limita a enumerar sus pertenencias, sus restos. O cuando intuye signos en los días y los meses anteriores que pretendían avisarla de la inminencia del destino fatal, hasta llegar a imaginar que él mismo lo intuía y por ello iba delegando en ella algunas de sus funciones más definitorias, como encargarse de la conducción del coche por la noche. O cuando, de forma inesperada y constante, mínimos detalles (una calle, un libro, unas flores) sirven de detonantes de la memoria, que no se distingue del presente y confunde en un mismo plano la vida cotidiana y la vida desmantelada (la suya y la de su marido), la cordura y la locura. Por encima de ello está el pensamiento, insensatamente rebelde ante la realidad, que debe ser domado y encontrar un nuevo cauce por el que discurrir.
Pero ese duelo, aún siendo nuclear, es sólo una de las circunstancias que tambalea sus convicciones. La otra es la gripe evolucionada a neumonía y el posterior choque séptico que sufrió su única hija unos días antes de la muerte de su marido, que le haría entrar en coma durante cuatro semanas y que superaría para sufrir dos meses más tarde una hemorragia cerebral masiva de la que ya no se recuperaría pasado ese año del pensamiento mágico, quedando fuera (por deseo expreso de Didion) de los límites de este libro. La enfermedad de su hija será la confirmación de que creemos tener un control que en realidad nunca ha existido sobre lo que nos rodea, pero a la vez le servirá para detener ese proceso de duelo hasta encontrar de nuevo su lugar en el mundo.
Insistiré, porque me parece la clave que hace este texto tan especial: aunque la intención confesada de la autora era componer un ensayo (la inconfesada es que la propia actividad del escribir le permite no perder amarres con lo que una vez fue para ella la vida), el resultado se combina con una biografía perturbadora como pocas por su desarmante intimidad. Aunque no faltan referencias médicas y psiquiátricas, es el hecho de que investigue para intentar hallar explicación a lo que no la tiene, y no para transmitirnos esa información, lo que las sitúa en su justo lugar. Didion clasifica su dolor, lo analiza, trata de entenderlo para atacarlo, pero lo máximo que consigue es reconocerlo, sin más. Y, sin darse cuenta, sin fuerza ni razón para darse cuenta, lo destila de forma conmovedora en el arma más poderosa que aún la acompaña, la literatura, en un libro hermoso irremediablemente sin destino.
La principal reacción que provocó en mí la lectura de este libro fue la de sentirme un intruso. Acostumbrado como lector a que me preparen un terreno conocido o que pueda considerar propio con el objetivo de hacerme sentir cómodo, al introducirme en esta confesión sin oyentes no dejaba de preguntarme: “¿Quién me ha dado permiso para leer esto?”. Porque lo que Joan Didion nos ofrece es la crónica íntima de un año de su vida, el que siguió al repentino y fulminante infarto de su marido, el año del pensamiento mágico: aquél que encuadra el proceso mental por el que alguien que ha compartido dos tercios de su existencia con otra persona debe asumir que ésta no va a volver y que el futuro será algo distinto y desconocido a lo que enfrentarse en soledad. La misma autora descubre conforme avanza en la escritura, con la naturalidad de quien hace uso de las palabras como del aire, que el tema que le empuja a teclear inconscientemente no es otro que su propio duelo. Cualquiera que haya pasado por la muerte de alguien cercano reconocerá la mezcla de dolor y aturdimiento que constituyen ese desconsuelo sin fondo, así como muchas de sus vivencias, cargadas de una inocencia punzante que nos sobrecoge como espectadores. Como cuando después de hacerle oficial el fallecimiento de su marido en el hospital al que acaban de llegar responde con frases breves separadas por unos mecánicos “gracias”. O cuando, de vuelta en casa, se limita a enumerar sus pertenencias, sus restos. O cuando intuye signos en los días y los meses anteriores que pretendían avisarla de la inminencia del destino fatal, hasta llegar a imaginar que él mismo lo intuía y por ello iba delegando en ella algunas de sus funciones más definitorias, como encargarse de la conducción del coche por la noche. O cuando, de forma inesperada y constante, mínimos detalles (una calle, un libro, unas flores) sirven de detonantes de la memoria, que no se distingue del presente y confunde en un mismo plano la vida cotidiana y la vida desmantelada (la suya y la de su marido), la cordura y la locura. Por encima de ello está el pensamiento, insensatamente rebelde ante la realidad, que debe ser domado y encontrar un nuevo cauce por el que discurrir.
Pero ese duelo, aún siendo nuclear, es sólo una de las circunstancias que tambalea sus convicciones. La otra es la gripe evolucionada a neumonía y el posterior choque séptico que sufrió su única hija unos días antes de la muerte de su marido, que le haría entrar en coma durante cuatro semanas y que superaría para sufrir dos meses más tarde una hemorragia cerebral masiva de la que ya no se recuperaría pasado ese año del pensamiento mágico, quedando fuera (por deseo expreso de Didion) de los límites de este libro. La enfermedad de su hija será la confirmación de que creemos tener un control que en realidad nunca ha existido sobre lo que nos rodea, pero a la vez le servirá para detener ese proceso de duelo hasta encontrar de nuevo su lugar en el mundo.
Insistiré, porque me parece la clave que hace este texto tan especial: aunque la intención confesada de la autora era componer un ensayo (la inconfesada es que la propia actividad del escribir le permite no perder amarres con lo que una vez fue para ella la vida), el resultado se combina con una biografía perturbadora como pocas por su desarmante intimidad. Aunque no faltan referencias médicas y psiquiátricas, es el hecho de que investigue para intentar hallar explicación a lo que no la tiene, y no para transmitirnos esa información, lo que las sitúa en su justo lugar. Didion clasifica su dolor, lo analiza, trata de entenderlo para atacarlo, pero lo máximo que consigue es reconocerlo, sin más. Y, sin darse cuenta, sin fuerza ni razón para darse cuenta, lo destila de forma conmovedora en el arma más poderosa que aún la acompaña, la literatura, en un libro hermoso irremediablemente sin destino.
2.
Hilario Rodríguez
Hace mucho tiempo, cuando mi padre murió en un hospital de Barcelona, fui al día siguiente a recoger sus efectos personales en la habitación que había ocupado durante casi un año. Al entrar, encontré a una enfermera que preparaba la cama para un nuevo paciente; la había visto antes muy a menudo, entrando y saliendo. Quiso saber quién era. «El hijo de Hilario», le dije. Tuve que aclararle quién era Hilario; ya no se acordaba de él. Cuento este detalle por la importancia que tiene recordar la identidad o los rasgos de las personas que nos rodean, porque en cuanto las olvidamos es como si en realidad nosotros comenzásemos a borrarnos. Desaparecer. Quizás sea esto lo que explica la testaruda insistencia de la literatura y las artes en general para preservar la memoria. ¿Qué sería de nosotros si permitiésemos que todo aquello que nos ha precedido cayese en el olvido? ¿Tendríamos que comenzar partiendo de cero o nos disolveríamos de repente? Desde luego, nuestra relación con personas concretas es lo que nos convierte en personas concretas a nosotros mismos. Sin nuestros padres, por ejemplo, no seríamos hijos; y sin nuestros cónyuges, no seríamos maridos o mujeres…
Joan Didion, en su libro El año del pensamiento mágico, dice que «el matrimonio no es sólo tiempo; paradójicamente, es también la abolición del tiempo». A lo que se refiere es a que una mujer como ella, que estuvo casada más de cuatro décadas con el mismo hombre, no envejeció en todo ese periodo porque siempre se sintió querida y observada de idéntica manera. Si nuestros padres nos tratan como sus primogénitos tengamos la edad que tengamos, un compañero sentimental nos ve como su pareja perfecta, como el complemento que de verdad le proporciona un sentido a su vida y una dirección a su destino, al menos mientras no siente la necesidad de reemplazarnos por otra persona. Gracias a aquellos con quienes mantenemos algún tipo de lazo, mantenemos firme nuestra identidad. Al romperse una cualquiera de las relaciones humanas que ayudan a definirnos, algo propio se desvanece, muere.
El 30 de diciembre de 2003 Joan Didion y su esposo regresaron a casa después de haber pasado la tarde en el hospital, junto a su hija, que seguía en coma inducido a causa de una neumonía que había degenerado en un choque séptico. Meses más tarde, la escritora estadounidense recordaría aquella noche una y otra vez. La repentina muerte de su marido, el también novelista John Gregory Dunne, poco antes de que ambos comenzasen a cenar la cogió por sorpresa. Como un soldado que cae en la emboscada que le tiende un enemigo astuto y silencioso; como un animal que aún no sabe cuáles son las causas del dolor que le produce el cepo que acaba de cerrarse sobre una de sus pezuñas. Nada había preparado a Joan Didion para algo tan drástico como la muerte de John Gregory Dunne. No en aquel momento, no de aquella manera: con una copa de whisky en la mano, tras haber hecho un comentario inofensivo... Según Paul Auster, «cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos».
Como suele sucedernos con cualquier lectura de carácter confesional, El año del pensamiento mágico nos obliga a reparar en Joan Didion y en su obra precedente. Así, cuando intentamos trazar los rasgos de su último libro, intuimos menos a la autora de Democracy o The Last Thing He Wanted que a la de Slouching towards Bethlehem o, de forma muy especial, The White Album; notamos más a la ensayista que a la novelista. De nuevo la escritura se enfrenta a la tensión que puede haber entre la realidad y la ficción, entre la verdad y la mentira, entre el pensamiento mítico y el pensamiento científico, entre el pragmatismo y el idealismo... En este caso, dicha tensión se produce cuando Joan Didion renuncia a la belleza decorativa de su prosa, tan fría e inteligente como un bloque de oficinas diseñado por Mies van der Rohe o Le Corbusier para trabajar pero no para vivir, y se deja guiar de manera caótica por las emociones, como si se tratase de una poeta cuya urgencia declamatoria no le permite reparar demasiado en cuestiones métricas o versales, dejándose guiar por el instinto, de un modo similar a Walt Whitman, Antonin Artaud o Manuel Vilas. Por eso El año del pensamiento mágico nos recuerda lecturas como Esta salvaje oscuridad, de Harold Brodkey; Darkness Visible, de William Styron; El velo negro, de Ricky Moody; o Una pena en observación, de C. S. Lewis. En todas ellas, el poder del dolor o de los sentimientos basta para desequilibrar la escritura de autores muy metódicos y minuciosos, que de pronto se vuelven humanos ante nuestros ojos, poniendo de relieve lo inoperante que resulta el conocimiento en ciertas ocasiones, en las que vale de poco haber leído y aprendido. Aunque Joan Didion reconoce que «la información es control», también reconoce que las personas afectadas por una pérdida pueden perder habilidades cognitivas: muchas cometen errores en los negocios, otras se olvidan de su número de teléfono o aparecen en un aeropuerto sin ningún documento que sirva para identificarlos; y hay quienes se sienten enfermos, se desmayan o se mueren, como le sucede a Hermann Castorp en La montaña mágica, de Thomas Mann.
Una de las cosas que más sorprendió a Joan Didion durante su periodo de duelo fue su persistente control para no exteriorizar ningún sentimiento inadecuado. Quería hacer ver a sus amigos que tenía las riendas, que no necesitaba compasión. Además, su hija continuaba en coma y tenía que pensar en ella. Pero en realidad había algo que no acababa de funcionar. Sus lecturas de Sigmund Freud, Jane Austen y manuales de neuroanatomía no le ayudaban a entender, a expresarse. Eso le hizo pensar que la muerte (que, tal como describen ciertas imágenes medievales, fue en su día un acontecimiento didáctico que reunía a niños y mayores en torno al lecho de los moribundos) había sido apartada de la vida pública. Lo cierto es que cualquier emoción intensa expresada a la luz del día se confunde en seguida con el exhibicionismo. Con frecuencia, la sinceridad excesiva se reprime o se ataca, como le sucedió a Michel Leiris al publicar La edad del hombre, a Annie Ernaux al publicar La vergüenza o a Carlos Castilla del Pino al publicar Pretérito imperfecto.
Hasta la muerte de su esposo, Joan Didion jamás había tenido necesidades terapéuticas al leer o al escribir, y sólo se había limitado a aliviar su insaciable sed intelectual. Una pérdida tan importante, sin embargo, le hizo ver las cosas de manera diferente, sentirse radicalmente sola. Vulnerable. Comenzó a percibir las cosas como nunca antes las había percibido, y su pluma le dictó palabras diferentes, frases con la transparencia del agua y la profundidad del océano. Un libro.
Maurice Blanchot aseguró un día que jamás había escrito nada extraordinario, que lo extraordinario siempre comenzaba en el momento en que dejaba de escribir. La hija de Joan Didion murió poco después de la publicación de El año del pensamiento mágico, cuando había salido del coma y comenzaba a recuperar la salud.
Joan Didion, en su libro El año del pensamiento mágico, dice que «el matrimonio no es sólo tiempo; paradójicamente, es también la abolición del tiempo». A lo que se refiere es a que una mujer como ella, que estuvo casada más de cuatro décadas con el mismo hombre, no envejeció en todo ese periodo porque siempre se sintió querida y observada de idéntica manera. Si nuestros padres nos tratan como sus primogénitos tengamos la edad que tengamos, un compañero sentimental nos ve como su pareja perfecta, como el complemento que de verdad le proporciona un sentido a su vida y una dirección a su destino, al menos mientras no siente la necesidad de reemplazarnos por otra persona. Gracias a aquellos con quienes mantenemos algún tipo de lazo, mantenemos firme nuestra identidad. Al romperse una cualquiera de las relaciones humanas que ayudan a definirnos, algo propio se desvanece, muere.
El 30 de diciembre de 2003 Joan Didion y su esposo regresaron a casa después de haber pasado la tarde en el hospital, junto a su hija, que seguía en coma inducido a causa de una neumonía que había degenerado en un choque séptico. Meses más tarde, la escritora estadounidense recordaría aquella noche una y otra vez. La repentina muerte de su marido, el también novelista John Gregory Dunne, poco antes de que ambos comenzasen a cenar la cogió por sorpresa. Como un soldado que cae en la emboscada que le tiende un enemigo astuto y silencioso; como un animal que aún no sabe cuáles son las causas del dolor que le produce el cepo que acaba de cerrarse sobre una de sus pezuñas. Nada había preparado a Joan Didion para algo tan drástico como la muerte de John Gregory Dunne. No en aquel momento, no de aquella manera: con una copa de whisky en la mano, tras haber hecho un comentario inofensivo... Según Paul Auster, «cuando un hombre muere sin causa aparente, cuando un hombre muere simplemente porque es un hombre, nos acerca tanto a la frontera invisible entre la vida y la muerte que no sabemos de qué lado nos encontramos».
Como suele sucedernos con cualquier lectura de carácter confesional, El año del pensamiento mágico nos obliga a reparar en Joan Didion y en su obra precedente. Así, cuando intentamos trazar los rasgos de su último libro, intuimos menos a la autora de Democracy o The Last Thing He Wanted que a la de Slouching towards Bethlehem o, de forma muy especial, The White Album; notamos más a la ensayista que a la novelista. De nuevo la escritura se enfrenta a la tensión que puede haber entre la realidad y la ficción, entre la verdad y la mentira, entre el pensamiento mítico y el pensamiento científico, entre el pragmatismo y el idealismo... En este caso, dicha tensión se produce cuando Joan Didion renuncia a la belleza decorativa de su prosa, tan fría e inteligente como un bloque de oficinas diseñado por Mies van der Rohe o Le Corbusier para trabajar pero no para vivir, y se deja guiar de manera caótica por las emociones, como si se tratase de una poeta cuya urgencia declamatoria no le permite reparar demasiado en cuestiones métricas o versales, dejándose guiar por el instinto, de un modo similar a Walt Whitman, Antonin Artaud o Manuel Vilas. Por eso El año del pensamiento mágico nos recuerda lecturas como Esta salvaje oscuridad, de Harold Brodkey; Darkness Visible, de William Styron; El velo negro, de Ricky Moody; o Una pena en observación, de C. S. Lewis. En todas ellas, el poder del dolor o de los sentimientos basta para desequilibrar la escritura de autores muy metódicos y minuciosos, que de pronto se vuelven humanos ante nuestros ojos, poniendo de relieve lo inoperante que resulta el conocimiento en ciertas ocasiones, en las que vale de poco haber leído y aprendido. Aunque Joan Didion reconoce que «la información es control», también reconoce que las personas afectadas por una pérdida pueden perder habilidades cognitivas: muchas cometen errores en los negocios, otras se olvidan de su número de teléfono o aparecen en un aeropuerto sin ningún documento que sirva para identificarlos; y hay quienes se sienten enfermos, se desmayan o se mueren, como le sucede a Hermann Castorp en La montaña mágica, de Thomas Mann.
Una de las cosas que más sorprendió a Joan Didion durante su periodo de duelo fue su persistente control para no exteriorizar ningún sentimiento inadecuado. Quería hacer ver a sus amigos que tenía las riendas, que no necesitaba compasión. Además, su hija continuaba en coma y tenía que pensar en ella. Pero en realidad había algo que no acababa de funcionar. Sus lecturas de Sigmund Freud, Jane Austen y manuales de neuroanatomía no le ayudaban a entender, a expresarse. Eso le hizo pensar que la muerte (que, tal como describen ciertas imágenes medievales, fue en su día un acontecimiento didáctico que reunía a niños y mayores en torno al lecho de los moribundos) había sido apartada de la vida pública. Lo cierto es que cualquier emoción intensa expresada a la luz del día se confunde en seguida con el exhibicionismo. Con frecuencia, la sinceridad excesiva se reprime o se ataca, como le sucedió a Michel Leiris al publicar La edad del hombre, a Annie Ernaux al publicar La vergüenza o a Carlos Castilla del Pino al publicar Pretérito imperfecto.
Hasta la muerte de su esposo, Joan Didion jamás había tenido necesidades terapéuticas al leer o al escribir, y sólo se había limitado a aliviar su insaciable sed intelectual. Una pérdida tan importante, sin embargo, le hizo ver las cosas de manera diferente, sentirse radicalmente sola. Vulnerable. Comenzó a percibir las cosas como nunca antes las había percibido, y su pluma le dictó palabras diferentes, frases con la transparencia del agua y la profundidad del océano. Un libro.
Maurice Blanchot aseguró un día que jamás había escrito nada extraordinario, que lo extraordinario siempre comenzaba en el momento en que dejaba de escribir. La hija de Joan Didion murió poco después de la publicación de El año del pensamiento mágico, cuando había salido del coma y comenzaba a recuperar la salud.
17 comentarios:
Un libro magnífico.
José Antonio
Muy buena la idea de posar dos miradas sobre el mismo libro. Que se complementan y consiguen aumentar el interés por este libro. Todo lo que tenga que ver con el dolor interesa. Tememos el dolor y al mismo tiempo y quizás por eso nos atrae.
Gracias, Hilario J. Rodríguez.
Anónimo
Me llamo Rosa y leo vuestro blog casi desde que apareció. Quería deciros que casi siempre me gusta y que hoy me ha gustado especialmente.
Un saludo.
He leído este libro. Lo recomiendo.
Chusé
Estupenda recomendación. Muy buenos textos.
Jaime Recamar
Seguid así, lo estáis haciendo muy bien.
Cristal Oscuro
Me quito el sombrero ante Hilario J. Rodríguez. La reseña es espléndida.
Dos grandes textos.
Mari Carmen
Pregunta para alguno de los reseñistas: ¿qué lugar ocupa Joan Didion en las letras norteamericanas?
Hilario, dices que el marido también era escritor. ¿Has leído algo suyo? ¿Vale la pena?
Hugo Sierra
Unas reseñas increíbles, sobre todo la de Hilario.
Un saludo.
Bego
Me ha emocionado mucho el último texto sobre este libro. Me lo compro mañana mismo.
Thea
Increíbles reseñas, en especial la de Ruiz Villagordo.
Hilario es un monstruo. Sus reseñas, aquí, y sus artículos en todas partes, son de lo mejor que te puedes echar a la boca. Un eso fuerte y a seguir así.
¿Qué fue de Joan Didion después de la muerte de su hija?
El curioso de turno
Queridos amigos:
Ante todo, perdonad por la tardanza en contestar,pero he estado en otra galaxia, atendiendo a las mil cosas que siempre tengo pendientes.
Muchas gracias a Guillermo Ruiz Villagordo por su maravillosa reseña. Gracias también a todos los que habéis enviado muestras de ánimo y gratitud, que repartirmos entre Guillermo y yo, sin olvidarnos del resto de compañeros que hacen posible este blog.
Y un pequeño comentario para Hugo Sierra: Joan Didion es una escritora algo incómoda en las letras norteamericanas, no tanto por la calidad de su obra como por su autoridad intelectual, que siempre ha sido tan cuestionada como ahora lo es Hillary Clinton con respecto a su posible candidatura para las presidenciales (crucemos los dedos para que consiga el apoyo de su partido).
Joan Didion es, un poco, un producto de los sesenta, cuando escritores como Norman Mailer o Gore Vidal entraron con su obra en cuestiones relacionadas con la vida pública o con la política. Y, por desgracia, su obra se ha visto afectada por las deudas que ha ido adquiriendo con determinados momentos hoy ya olvidados (como las novelas en las que ella los recreó).
En cuanto al marido de Joan Didion, sólo sé que ha escrito novelas, ensayos y guiones, pero no he leído nada. Sé, eso sí, que era una de esas personas de inteligencia funcional, capaz de escribirte sobre la Guerra Civil o sobre los polvorones de la Estepa sin despeinarse y con más rigor que vigor, con más conocimiento que inteligencia, con más información que sabiduría... Quizás deberíamos darle una oportunidad para corroborar todo esto.
Un saludo a todos.
Hilario J. Rodríguez
Eres un flecha, Hilario.
Gracias por tu respuesta; ya me extrañaba que no te dignases dar siquiera signos de vida.
Si leo algo de Gregory, te dejo un comentario cuando saques alguna reseña nueva (pronto, ¿vale?).
Hugo Sierra
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