Trad. Francisco Ayala. Edhasa, Barcelona, 2006. 503 páginas, 23 €
María Pilar Queralt del Hierro
Leer a los clásicos es una práctica cada vez más olvidada. Relegados a las bibliotecas quedan sometidos a la categoría de objeto de estudio y solo una minoría disfruta de ellos por mero placer. De ahí que la decisión de Edhasa de reeditar Carlota en Weimar que Thomas Mann publicó en Estocolmo en 1939, cuando la II Guerra Mundial ya se dejaba entrever en el horizonte, sea una loable iniciativa.
Evidentemente no hace falta deshacerse en elogios sobre una novela de la que todo se ha dicho ya. Ni tampoco abundar en consideraciones sobre su calidad de sobras demostrada. Pero si es oportuno llamar la atención sobre la urgencia de su lectura o, mejor dicho, de su re-lectura. Porque Carlota en Weimar va mucho más allá de la anécdota argumental —el encuentro entre la Carlota de Werther y un Goethe de setenta y siete años, ya en la cima de su carrera— sino que avisa de los peligros de cualquier prejuicio cultural, deambula por los entresijos de la creación poética y obliga a la reflexión sobre el papel de la literatura en la sociedad y del creador ante cualquier interferencia política o económica.
No es difícil, pues, entender el porqué de su actualidad. La industria —sea editorial, cinematográfica o cultural en el más amplio sentido de la palabra— atenaza cada vez más al creador. La necesidad de hallar tras el resultado de la creación artística —llámese libro, película, cuadro, drama...— un rendimiento económico presiona a escritores, realizadores o artistas que, o bien ceden a los imperativos de la industria, o bien se arriesgan al anonimato por falta de vías de expresión o, en el peor de los casos, a la indigencia por falta de apoyo económico a su labor creativa.
Lejos quedan ya —centrándonos en el ámbito del libro— los editores-mecenas, la edición casi artesanal, o el apoyo a la innovación. El “producto” —que ya no libro— debe ser comercial, vendible y contar con un “target” —curioso término— de lectores cada vez más amplio. Y no tanto por aquello de que todo escritor quiere llegar a cuantos más lectores mejor, sino para satisfacer las aspiraciones económicas de los grandes grupos editoriales.
No se entienda con esta afirmación que menosprecio el libro de no-ficción, la novela de evasión o la de pretensiones divulgativas. Todo lo contrario. Soy la primera en ser consciente de que mi “producción” editorial no es más que un vehículo de docencia que busca acercar a mis lectores a la historia y enseñarla de forma amena y distraída; pero es escalofriante pensar cuantos creadores capaces de renovar el panorama literario actual son ignorados por falta de cauces para dar a conocer su obra.
La producción literaria de un país no puede estar en manos de los departamentos de marketing de las editoriales. Hacen falta editores que apuesten decididamente por sus autores y por la calidad de sus colecciones. Ello no va en contra de la industria sino a favor de la literatura y, a la larga, del nivel cultural de un país.
Replantearse la relación del creador con su “criatura”, revisar a los clásicos a la luz de la modernidad —lo que Carlota obliga a hacer a Goethe con su propia obra— y diferenciar textos de consumo (lo que no es sinónimo de falta de calidad) de la Literatura con mayúscula, es la tarea que debemos imponernos todos los que estamos vinculados a este mundo apasionante y apasionado del libro. Francisco Ayala, responsable de la traducción al español, definió Carlota en Weimar como “el buceo de un escritor —este caso Mann— a través del alma de su criatura, en los problemas psicológicos y literarios de la creación”. Ni se puede ni se debe decir más.
María Pilar Queralt del Hierro
Leer a los clásicos es una práctica cada vez más olvidada. Relegados a las bibliotecas quedan sometidos a la categoría de objeto de estudio y solo una minoría disfruta de ellos por mero placer. De ahí que la decisión de Edhasa de reeditar Carlota en Weimar que Thomas Mann publicó en Estocolmo en 1939, cuando la II Guerra Mundial ya se dejaba entrever en el horizonte, sea una loable iniciativa.
Evidentemente no hace falta deshacerse en elogios sobre una novela de la que todo se ha dicho ya. Ni tampoco abundar en consideraciones sobre su calidad de sobras demostrada. Pero si es oportuno llamar la atención sobre la urgencia de su lectura o, mejor dicho, de su re-lectura. Porque Carlota en Weimar va mucho más allá de la anécdota argumental —el encuentro entre la Carlota de Werther y un Goethe de setenta y siete años, ya en la cima de su carrera— sino que avisa de los peligros de cualquier prejuicio cultural, deambula por los entresijos de la creación poética y obliga a la reflexión sobre el papel de la literatura en la sociedad y del creador ante cualquier interferencia política o económica.
No es difícil, pues, entender el porqué de su actualidad. La industria —sea editorial, cinematográfica o cultural en el más amplio sentido de la palabra— atenaza cada vez más al creador. La necesidad de hallar tras el resultado de la creación artística —llámese libro, película, cuadro, drama...— un rendimiento económico presiona a escritores, realizadores o artistas que, o bien ceden a los imperativos de la industria, o bien se arriesgan al anonimato por falta de vías de expresión o, en el peor de los casos, a la indigencia por falta de apoyo económico a su labor creativa.
Lejos quedan ya —centrándonos en el ámbito del libro— los editores-mecenas, la edición casi artesanal, o el apoyo a la innovación. El “producto” —que ya no libro— debe ser comercial, vendible y contar con un “target” —curioso término— de lectores cada vez más amplio. Y no tanto por aquello de que todo escritor quiere llegar a cuantos más lectores mejor, sino para satisfacer las aspiraciones económicas de los grandes grupos editoriales.
No se entienda con esta afirmación que menosprecio el libro de no-ficción, la novela de evasión o la de pretensiones divulgativas. Todo lo contrario. Soy la primera en ser consciente de que mi “producción” editorial no es más que un vehículo de docencia que busca acercar a mis lectores a la historia y enseñarla de forma amena y distraída; pero es escalofriante pensar cuantos creadores capaces de renovar el panorama literario actual son ignorados por falta de cauces para dar a conocer su obra.
La producción literaria de un país no puede estar en manos de los departamentos de marketing de las editoriales. Hacen falta editores que apuesten decididamente por sus autores y por la calidad de sus colecciones. Ello no va en contra de la industria sino a favor de la literatura y, a la larga, del nivel cultural de un país.
Replantearse la relación del creador con su “criatura”, revisar a los clásicos a la luz de la modernidad —lo que Carlota obliga a hacer a Goethe con su propia obra— y diferenciar textos de consumo (lo que no es sinónimo de falta de calidad) de la Literatura con mayúscula, es la tarea que debemos imponernos todos los que estamos vinculados a este mundo apasionante y apasionado del libro. Francisco Ayala, responsable de la traducción al español, definió Carlota en Weimar como “el buceo de un escritor —este caso Mann— a través del alma de su criatura, en los problemas psicológicos y literarios de la creación”. Ni se puede ni se debe decir más.
1 comentario:
"Carlota en Weimar" ya fue editada por Edhasa en 1992. En la contraportada de aquella edición aparece un error que, curiosamente, se repite en este comentario (por lo que supongo que también se ha repetido en esta edición que se comenta). Y es que, en 1816, año en que se desarrolla la acción, Goethe no tenía setenta y siete años, sino sesenta y siete. Por lo demás, estoy plenamente de acuerdo con el contenido del comentario.
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