Península. Barcelona, 2006. 480 pp. 20€
Julián Díez
A la hora de afrontar un libro de viajes, el lector intuye con cierta rapidez qué clase de viajero es el relator. Entre los notorios viajeros modernos, existen algunos perfiles bien definidos. Está el viajero que ya sabe lo que va a encontrar y busca confirmación a sus tesis, a lo Robert Kaplan; el viajero ingenuo que nos admite sus pequeñas torpezas y nos hace partícipe de sus desventuras, a la manera de José Ovejero o William Dalrymple; el viajero que actúa a modo de cámara como Paul Theroux o Christopher Isherwood; y el viajero de punto místico que interpreta casi todo lo que ve como Javier Reverte o Juan Goytisolo.
Jordi Esteva no acaba de inclinarse por ninguno de estos modelos, aunque comparta inquietudes con este último, se limite a escuchar como el tercero, se equivoque e improvise como el segundo y viaje en busca de satisfacer pulsiones previas como el primero. En los años setenta, partió a hacer un trabajo como fotógrafo en Sudán, y siguió sus impulsos para descubrir una faceta del pueblo árabe poco conocida: su condición marinera, que llevó a los habitantes de la península Arábiga a controlar el comercio entre Europa y China durante varios siglos.
Esteva recorre, en suma, las costas de Simbad. Escucha y suma vivencias en un territorio en el que raramente pensamos —las costas sur de Arabia, Omán, Yemen, Etiopía, Kenya, Zanzíbar…—, pero que de inmediato podemos identificar como parte evocadora de nuestros sueños infantiles. Asistimos también, en los primeros capítulos, a la progresiva maduración del fotógrafo Esteva como profesional que luego conseguiría prestigio internacional empeñándose en recoger lo que está más allá de lo obvio, y sumergiéndose de una manera que los actuales medios de comunicación —desinteresados por tener contenidos originales caros cuando pueden tener sensacionalismo barato— raramente pagan a sus colaboradores.
El principal acierto de este libro, que en ocasiones resulta algo moroso en la enumeración de circunstancias políticas, viejas historias y leyendas, está en la capacidad retratista de Esteva, plasmada en elementos que van mucho más allá de los visuales que serían propios de alguien de su profesión. En su relato, el viajero nos detalla muchas texturas, muchos sabores, muchos olores, recogiendo un mundo intensamente real y hoy, posiblemente, víctima de ese islamismo que él deja entrever como emergente en algunos momentos. Como fruto de esa sensorialidad, Esteva consigue hacer entender al lector unas buenas razones para su entusiasmo por el mundo que nos está descubriendo, y al que ha dedicado una parte sustancial de su vida profesional.
Aunque demasiado extenso, el libro es sin duda evocador y hermoso, con páginas que hacen suspirar por volver a echarse a la carretera con sólo una mochila a la espalda. También nos retrata un mundo diferente al nuestro, personas distintas, momentos singulares. Obtenida esa magia, el balance sólo puede ser satisfactorio.
Julián Díez
A la hora de afrontar un libro de viajes, el lector intuye con cierta rapidez qué clase de viajero es el relator. Entre los notorios viajeros modernos, existen algunos perfiles bien definidos. Está el viajero que ya sabe lo que va a encontrar y busca confirmación a sus tesis, a lo Robert Kaplan; el viajero ingenuo que nos admite sus pequeñas torpezas y nos hace partícipe de sus desventuras, a la manera de José Ovejero o William Dalrymple; el viajero que actúa a modo de cámara como Paul Theroux o Christopher Isherwood; y el viajero de punto místico que interpreta casi todo lo que ve como Javier Reverte o Juan Goytisolo.
Jordi Esteva no acaba de inclinarse por ninguno de estos modelos, aunque comparta inquietudes con este último, se limite a escuchar como el tercero, se equivoque e improvise como el segundo y viaje en busca de satisfacer pulsiones previas como el primero. En los años setenta, partió a hacer un trabajo como fotógrafo en Sudán, y siguió sus impulsos para descubrir una faceta del pueblo árabe poco conocida: su condición marinera, que llevó a los habitantes de la península Arábiga a controlar el comercio entre Europa y China durante varios siglos.
Esteva recorre, en suma, las costas de Simbad. Escucha y suma vivencias en un territorio en el que raramente pensamos —las costas sur de Arabia, Omán, Yemen, Etiopía, Kenya, Zanzíbar…—, pero que de inmediato podemos identificar como parte evocadora de nuestros sueños infantiles. Asistimos también, en los primeros capítulos, a la progresiva maduración del fotógrafo Esteva como profesional que luego conseguiría prestigio internacional empeñándose en recoger lo que está más allá de lo obvio, y sumergiéndose de una manera que los actuales medios de comunicación —desinteresados por tener contenidos originales caros cuando pueden tener sensacionalismo barato— raramente pagan a sus colaboradores.
El principal acierto de este libro, que en ocasiones resulta algo moroso en la enumeración de circunstancias políticas, viejas historias y leyendas, está en la capacidad retratista de Esteva, plasmada en elementos que van mucho más allá de los visuales que serían propios de alguien de su profesión. En su relato, el viajero nos detalla muchas texturas, muchos sabores, muchos olores, recogiendo un mundo intensamente real y hoy, posiblemente, víctima de ese islamismo que él deja entrever como emergente en algunos momentos. Como fruto de esa sensorialidad, Esteva consigue hacer entender al lector unas buenas razones para su entusiasmo por el mundo que nos está descubriendo, y al que ha dedicado una parte sustancial de su vida profesional.
Aunque demasiado extenso, el libro es sin duda evocador y hermoso, con páginas que hacen suspirar por volver a echarse a la carretera con sólo una mochila a la espalda. También nos retrata un mundo diferente al nuestro, personas distintas, momentos singulares. Obtenida esa magia, el balance sólo puede ser satisfactorio.
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