Montesinos. Barcelona. 2006. 337 pp. 21 €
Marta Sanz
Decir Wilkie Collins (1824-1889) es mucho más que aludir a uno de los más brillantes autores de entretenimiento de la historia de la Literatura. Decir Wilkie Collins es hablar del autor de novelones como La dama de blanco, La piedra lunar o Armandale, y de exquisitas miniaturas como La mano muerta. Y lo primero unido a lo segundo significa que Collins es uno de esos escritores que consigue mantener en vilo al lector de antes y al de ahora, asumiendo riesgos que no caen nunca en la repentización de frases hechas y fundan una nueva relación entre el texto y su lector: La dama de blanco es un ejercicio de multiperspectivismo que no se queda en artilugio, sino que consigue hacer pasar desapercibida su carpintería y colocar al lector en “otro sitio” —uno del que no quiere salir— desde el que ha de enfrentarse, también de otro modo, a conceptos como la verdad, la mentira, la verosimilitud, la voz, la legitimidad o la intención de los relatos.
Leyendo a Collins, se entiende el significado del ansia y de la voracidad: una necesidad de sangre que me lleva a felicitarme a mí misma cuando encuentro una obra, que aún no he tenido el gusto de leer, firmada por este autor que colaboró con Dickens. Con Collins me siento más lectora que nunca y me doy cuenta de que a veces existe una fractura insalvable entre lo que uno desea leer y lo que se pone a escribir y de que quizás sea hora de tratar a nuestros lectores como nos gustaría que nos trataran a nosotros mismos y, a la vez, pedir a ciertos escritores que no se dirijan a nosotros como si fuéramos rain man, un autista, que espera siempre comprarse las camisetas en el mismo almacén y cumplir con los mismos ritos diarios para no ser presa de un desconcierto incómodo, casi aniquilador.
La hija de Jezabel es, por supuesto, una novela de misterio y de envenenamientos borgianos —no de Borges, sino de los Borgia—, recubierta por el caparazón sentimental de un amor socialmente difícil; un historia de misterio, en la que tememos que pase lo que efectivamente pasa y asistimos impotentes a la comprobación de nuestras peores y mejores sospechas: el tempo lento de las escenas culminantes contrasta con la vertiginosidad con la que el pasado y el presente cristalizan en el entramado narrativo; así ocurre en la resucitación de la viuda Wagner, donde Collins se adelanta a Valle o a Buñuel y, con una capacidad increíble para convertir el lenguaje en un instrumento de visualización, nos presenta: un depósito de cadáveres, una mujer muerta, un loco que jura que esa mujer va a despertar, el borracho vigilante de la morgue y, con ellos, Madame Fontaine, verdugo y víctima, angustiada, los cuatro encerrados, como si todo diera vueltas bajo el peso de la noche, los vapores del coñac y la terrible inminencia de una campanilla que anunciará que la muerta se ha levantado... Madame Fontaine es una Jezabel que, a diferencia de su referente bíblico, está hecha de claroscuros y es vulnerable tanto a causa de sus deudas, como de su instinto maternal: el amor de su hija, Mina, no la hace buena, pero la desarma; a veces, la repele. Los malvados de las novelas de Collins —como el Conde Fosco, de La dama de blanco— están tan bien pintados, con sus matices y sus veladuras, que resultan mucho más “ejemplares” —¿dignos de imitación?— que los buenos: esto proporciona una curiosa lectura moral de la obra de Collins. Otro personaje femenino, la viuda Wagner es el reverso claro de la Fontaine y, al mismo tiempo, un preanuncio de ese modelo de mujer eficaz, competitiva, inteligente, decidida y filantrópica en el que supongo que aspiran a convertirse ciertas empresarias contemporáneas que impostan los valores de un machismo y de un capitalismo tan salvajes, como indisolubles. La viuda Wagner, con su ética protestante, es implacable frente a las mentiras en las que Madame Fontaine va enredando a todos y a sí misma, apretando cada vez más el nudo sobre el inexistente huesecillo de su nuez. La viuda Wagner representa un modelo de bondad intransigente, quizás un poco repugnantito para la sensibilidad del lector contemporáneo —al menos de esta lectora— que se siente más solidario con las turbiedades de Madame Fontaine... Qué bien describe Collins sus bajadas de párpados, ésas que vuelven loco al entrañabilísimo señor Engelmann. Madame Fontaine es la manipulación, el secreto, el negro, las arañas; la viuda Wagner es el mirar a los ojos de frente, la obcecación, el fuerte apretón de manos, las promesas cumplidas, la luz, un símbolo del bien puritano que se encarna en una mujer emprendedora. Me da la impresión de que la una y la otra eran personajes pavorosos tanto para Collins —quien al menos se atrevió con ellas y con su atrevimiento las justificó en tiempos difíciles para las mujeres—, como para sus coetáneos, más aficionados a féminas como la dulce y sosísima Mina, con su cabecita bien amueblada, pero no molesta. La viuda Wagner tiene dos excentricidades simpáticas: pretende implantar el trabajo femenino en su empresa y adopta a un loco, Jack Straw, que se comporta como un perro y como un perro la vela en las puertas de la muerte. La eficientita señora, tan querida por Straw; por el narrador del relato, el señor David Glenney; y por el mismísimo Collins es una abanderada del cambio en el papel de la mujer y en las terapias psiquiátricas. Ésas son las dos píldoras sociales de la novela de Collins: una más de sus virtudes, junto con el entretenimiento y con la intrepidez literaria.
Marta Sanz
Decir Wilkie Collins (1824-1889) es mucho más que aludir a uno de los más brillantes autores de entretenimiento de la historia de la Literatura. Decir Wilkie Collins es hablar del autor de novelones como La dama de blanco, La piedra lunar o Armandale, y de exquisitas miniaturas como La mano muerta. Y lo primero unido a lo segundo significa que Collins es uno de esos escritores que consigue mantener en vilo al lector de antes y al de ahora, asumiendo riesgos que no caen nunca en la repentización de frases hechas y fundan una nueva relación entre el texto y su lector: La dama de blanco es un ejercicio de multiperspectivismo que no se queda en artilugio, sino que consigue hacer pasar desapercibida su carpintería y colocar al lector en “otro sitio” —uno del que no quiere salir— desde el que ha de enfrentarse, también de otro modo, a conceptos como la verdad, la mentira, la verosimilitud, la voz, la legitimidad o la intención de los relatos.
Leyendo a Collins, se entiende el significado del ansia y de la voracidad: una necesidad de sangre que me lleva a felicitarme a mí misma cuando encuentro una obra, que aún no he tenido el gusto de leer, firmada por este autor que colaboró con Dickens. Con Collins me siento más lectora que nunca y me doy cuenta de que a veces existe una fractura insalvable entre lo que uno desea leer y lo que se pone a escribir y de que quizás sea hora de tratar a nuestros lectores como nos gustaría que nos trataran a nosotros mismos y, a la vez, pedir a ciertos escritores que no se dirijan a nosotros como si fuéramos rain man, un autista, que espera siempre comprarse las camisetas en el mismo almacén y cumplir con los mismos ritos diarios para no ser presa de un desconcierto incómodo, casi aniquilador.
La hija de Jezabel es, por supuesto, una novela de misterio y de envenenamientos borgianos —no de Borges, sino de los Borgia—, recubierta por el caparazón sentimental de un amor socialmente difícil; un historia de misterio, en la que tememos que pase lo que efectivamente pasa y asistimos impotentes a la comprobación de nuestras peores y mejores sospechas: el tempo lento de las escenas culminantes contrasta con la vertiginosidad con la que el pasado y el presente cristalizan en el entramado narrativo; así ocurre en la resucitación de la viuda Wagner, donde Collins se adelanta a Valle o a Buñuel y, con una capacidad increíble para convertir el lenguaje en un instrumento de visualización, nos presenta: un depósito de cadáveres, una mujer muerta, un loco que jura que esa mujer va a despertar, el borracho vigilante de la morgue y, con ellos, Madame Fontaine, verdugo y víctima, angustiada, los cuatro encerrados, como si todo diera vueltas bajo el peso de la noche, los vapores del coñac y la terrible inminencia de una campanilla que anunciará que la muerta se ha levantado... Madame Fontaine es una Jezabel que, a diferencia de su referente bíblico, está hecha de claroscuros y es vulnerable tanto a causa de sus deudas, como de su instinto maternal: el amor de su hija, Mina, no la hace buena, pero la desarma; a veces, la repele. Los malvados de las novelas de Collins —como el Conde Fosco, de La dama de blanco— están tan bien pintados, con sus matices y sus veladuras, que resultan mucho más “ejemplares” —¿dignos de imitación?— que los buenos: esto proporciona una curiosa lectura moral de la obra de Collins. Otro personaje femenino, la viuda Wagner es el reverso claro de la Fontaine y, al mismo tiempo, un preanuncio de ese modelo de mujer eficaz, competitiva, inteligente, decidida y filantrópica en el que supongo que aspiran a convertirse ciertas empresarias contemporáneas que impostan los valores de un machismo y de un capitalismo tan salvajes, como indisolubles. La viuda Wagner, con su ética protestante, es implacable frente a las mentiras en las que Madame Fontaine va enredando a todos y a sí misma, apretando cada vez más el nudo sobre el inexistente huesecillo de su nuez. La viuda Wagner representa un modelo de bondad intransigente, quizás un poco repugnantito para la sensibilidad del lector contemporáneo —al menos de esta lectora— que se siente más solidario con las turbiedades de Madame Fontaine... Qué bien describe Collins sus bajadas de párpados, ésas que vuelven loco al entrañabilísimo señor Engelmann. Madame Fontaine es la manipulación, el secreto, el negro, las arañas; la viuda Wagner es el mirar a los ojos de frente, la obcecación, el fuerte apretón de manos, las promesas cumplidas, la luz, un símbolo del bien puritano que se encarna en una mujer emprendedora. Me da la impresión de que la una y la otra eran personajes pavorosos tanto para Collins —quien al menos se atrevió con ellas y con su atrevimiento las justificó en tiempos difíciles para las mujeres—, como para sus coetáneos, más aficionados a féminas como la dulce y sosísima Mina, con su cabecita bien amueblada, pero no molesta. La viuda Wagner tiene dos excentricidades simpáticas: pretende implantar el trabajo femenino en su empresa y adopta a un loco, Jack Straw, que se comporta como un perro y como un perro la vela en las puertas de la muerte. La eficientita señora, tan querida por Straw; por el narrador del relato, el señor David Glenney; y por el mismísimo Collins es una abanderada del cambio en el papel de la mujer y en las terapias psiquiátricas. Ésas son las dos píldoras sociales de la novela de Collins: una más de sus virtudes, junto con el entretenimiento y con la intrepidez literaria.
2 comentarios:
"A veces existe una fractura insalvable entre lo que uno desea leer y lo que se pone a escribir". Felicidades: ésta es una de las frases más lúcidas que he leído en una crítica.
Qué casualidad querida Marta, estos días estoy pensando en comprar algo de Wilkie Collins, o "La piedra lunar" o "La dama de blanco".
Enigma (Carlos)
Publicar un comentario