Prólogo de Alberto Manguel. Trad. Silvia Alemanya. Mondadori, Barcelona, 2006. 368 pp. 18€
Elia Barceló
Hacía más de veinte años que no había releído la novela que nos ocupa. Creo recordar que la leí por primera vez en la adolescencia —en español; posiblemente en una edición de bolsillo de la editorial Bruguera— y más tarde, ya de adulta, en inglés; pero no puedo precisar mis impresiones de entonces, salvo que el monstruo de Frankenstein pasó, como no podía ser de otro modo, a ocupar un lugar importante en mi galería de imágenes básicas.
Acabo de releer ahora Frankenstein o el moderno Prometeo y, con la distancia que dan los años y los conocimientos adquiridos en las tres décadas pasadas, he hecho una lectura totalmente diferente, me temo, de la lectura adolescente ingenua —concentrada en las peripecias de la trama— y de la segunda —concentrada en el deslumbramiento de ser capaz de entender la lengua inglesa de principios del siglo XIX.
En estos momentos, Frankenstein, la novela, se me ha revelado como un espejo estructural del mismo monstruo, porque el texto en sí es realmente también un engendro compuesto de pedazos arrancados de distintos sistemas, cosidos con pasión y con deseo de infundirles vida, pero donde se aprecian perfectamente las costuras, más bien los costurones, que lo afean notablemente. El texto vive, como el monstruo, pero no ha sido el suyo un crecimiento orgánico, sino una composición voluntaria y voluntariosa a la que la autora ha conseguido infundirle una vida que todavía palpita, pero que está llena de contradicciones ideológicas y de soluciones narrativas bastante torpes.
No soy partidaria de explicar los aciertos y los fallos de un texto a partir de la vida de su autor; sin embargo, en Frankenstein se aprecia con gran claridad el conflicto mental de Mary Shelley, atrapada entre su educación ilustrada —producto de las ideas de su padre, el infuyente filósofo utopista y anárquico William Godwin, que sin embargo repudió a su hija por vivir de acuerdo con las ideas que él mismo le había inculcado, al irse a vivir con Shelley, el poeta, sin pasar por la vicaría— y las tendencias románticas en boga en su propia época y compartidas por sus amigos Byron, Polidori y Shelley, que se convertiría en su propio esposo.
A lo largo de la novela nos encontramos con que tanto los narradores como los diferentes personajes centrales justifican machaconamente el injustificable comportamiento de Víctor Frankenstein, con un empecinamiento digno de mejor causa; mientras que al monstruo no lo justifica nadie y se ve obligado a exponer sus ideas y sentimientos —perfectamente lógicos y comprensibles para un lector moderno—, sin que nadie le dé nunca la razón ni, lo que es más triste y precipita la catástrofe, sin que nadie le muestre jamás un mínimo de afecto o de comprensión.
Me figuro que la trama de la novela es sobradamente conocida, pero quizá no esté de más hacer un sucinto resumen para refrescarla al lector interesado:
La novela se abre con una serie de cartas que el explorador británico Robert Walton, que acaba de emprender una expedición buscando el Polo Norte, escribe a su hermana, en una fecha imprecisa del siglo XVIII. En estas cartas le narra su casi milagroso encuentro, en medio de los hielos, con el señor Víctor Frankenstein, ginebrino y filósofo natural.
A partir de este momento, el narrador principal cambia y es el mismo Frankenstein quien narra su terrible historia a Walton: cómo nació en una respetada y armónica familia —tan idílica que casi resulta empalagosa y falsa al lector moderno—, cómo se trasladó a Ingolstadt a estudiar filosofía natural y cómo concibió la idea de intentar crear la vida a partir de materia orgánica ya muerta y usando la electricidad como activador del nuevo ser. Narra la creación de esa criatura que, a partir de este momento, siempre va a ser llamada “el monstruo”, su terror al enfrentarse con su fealdad, su irresponsable abandono de la creación y todos los problemas y catástrofes derivados de ello.
Más adelante, durante la única conversación prolongada que sostienen la criatura y su creador, el “monstruo” se convierte en narrador de su propia historia y el lector asiste al proceso por el cual la criatura natural e inocente, abandonada por su “padre”, adquiere trabajosamente los conocimientos necesarios para comprender el juego social y las reglas morales, es rechazado de nuevo a causa de su fealdad por las personas en quienes había puesto sus esperanzas, y acaba convirtiéndose en un asesino, matando a todos los seres queridos de Frankenstein.
Cuando éste termina de narrar su historia a Walton, muere sin haber logrado dar caza al “monstruo”. Tras una pequeña conversación entre la criatura y Walton, la primera se interna en los hielos del norte buscando la muerte y el segundo regresa a Inglaterra sin haber podido culminar con éxito su expedición.
A lo largo de las más de trescientas páginas de la novela, Frankenstein (que ni es doctor, ni llega a terminar sus estudios; ni es médico, sino filósofo) se nos presenta como un señorito mimado, irresponsable, estúpido, arrogante, ambicioso y extremadamente cobarde, que rechaza a su criatura sin llegar a conocerla siquiera. En la página 125, después de describir en un párrafo la fealdad del nuevo ser, resume: “Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí huyendo de la celda y me refugié en mi dormitorio...”. No habrá más justificaciones racionales a lo largo del texto que nos permitan seguir la evolución de los sentimientos de Frankenstein. La criatura es fea, por tanto no tiene derecho a nada. Ni siquiera cuando admite la conversación con su “monstruo” y éste se muestra como un ser sensible, razonable y cultivado, está Frankenstein dispuesto a concederle algo de razón (claro que, para entonces, la criatura ya ha matado al hermano pequeño de su creador).
La idea clásica de que la belleza engendra bondad y lo feo es reflejo de lo malo parece estar firmemente arraigada en el pensamiento tanto de Frankenstein, como de Walton, como de los demás personajes principales. Pero eso no sería todo lo malo. Lo peor es que parece que Mary Shelley, a pesar de haber dado voz al “monstruo”, también lo ve así, ya que en ningún momento se presenta una opinión discrepante. El “hombre natural”, el “buen salvaje” de las utopías rousseaunianas, se convierte en un asesino de inocentes por la maldad y el rechazo de la sociedad bienpensante y, paradójicamente, la autora termina por culparlo a él, ya que el narrador inicial, Walton, al final de la novela, sigue considerando a Frankenstein un caballero terriblemente desgraciado, pero noble y bueno. Y eso después de saber, como el lector, que entre otras cosas, no movió un dedo para salvar de la muerte a Justine, que fue ejecutada por el asesinato del hermano pequeño de Frankenstein, siendo inocente, por miedo a empañar su propio buen nombre y el de toda la familia Frankenstein. Antes que confesar su culpa, prefiere ir sacrificando a sus parientes y amigos, e incluso a su esposa recién casada, ya que su egoísmo es tan grande que cuando el “monstruo”, que ya ha cometido varios asesinatos, le amenaza diciendo “Estaré en tu boda”, a Frankestein ni siquiera se le pasa por la cabeza que esa amenaza no va dirigida contra él, sino contra Elisabeth.
Frankenstein le niega a la criatura todo lo que en derecho natural le corresponde: alimento, apoyo, formación, afecto, una compañera, hasta un nombre propio. Todos los personajes de la novela tienen nombre, salvo la creación. Por eso, en justicia, el “monstruo” se ha apropiado del nombre de su creador para pasar al archivo mental de mitos modernos y, cuando se habla de Frankenstein, ya nadie piensa en Víctor, el cobarde.
Lo triste es que la autora considera a Víctor Frankenstein el moderno prometeo.
La traducción de Silvia Alemany que ahora nos presenta Mondadori es cuidada y fiel al original, sin que por ello se note que procede del inglés; es una buena prosa romántica que se lee fluidamente y con agrado, salvo por el uso del sustantivo “desespero” en lugar del correcto “desesperación” y alguna que otra pequeñez similar. El trabajo del corrector no ha sido todo lo exacto que habría sido de desear, ya que, por dar un ejemplo, en la página 218, en el diálogo de la criatura con el padre ciego, éste dice “yo soy afortunado”, cuando debería decir lo contrario: “I also am unfortunate”, “Yo también soy desgraciado”.
A cambio, tiene auténticos aciertos como el de la primera frase que pronuncia el “monstruo” y que en otras traducciones se desdibuja: “Pardon this intrusion”, dice el original; y en la traducción de Silvia Alemany leemos: “Perdone la intromisión”, que es mucho más adecuado que el simple “perdone”, de otras traducciones. Aunque, quizá, más conveniente al papel de la criatura en la historia y en el mundo, sería “Perdone esta intrusión”, porque de hecho, el “monstruo” es un intruso, EL intruso, el ser que no pertenece a nada ni a nadie, que está de más en todas partes, que nadie reconoce como un igual.
El prólogo de Alberto Manguel es, sin duda, interesante, y hará las delicias de los cinéfilos, porque se concentra sobre todo en las versiones cinematográficas de la obra, más que en el texto de la novela original.
Si el lector aún no conoce Frankenstein (o sólamente por las películas basadas en la novela, y que no siempre tienen mucho en común con ella), es una obra altamente recomendable que no debería faltar en la lista de una persona culta, ya que invita, como pocas, a la reflexión y la toma de postura sobre temas fundamentales en la experiencia humana: la vida, la responsabilidad, el contrato social...
Y para el lector que crea conocerla o la haya leído hace tiempo, también la recomiendo porque con frecuencia uno cree saber ciertas cosas de una novela que, en una nueva lectura, cambian, se corrigen o se alteran profundamente
Cada momento histórico tiene sus mitos, y resulta interesante comprobar que, al parecer, hace doscientos años, la fealdad llevaba al rechazo social y el rechazo al crimen, que siempre era injustificable, mientras que ahora los lectores llegamos a identificarnos con Hannibal Lecter porque, a pesar de que es un psicópata, un asesino y un caníbal, es un ser cultivado, elegante, rico y gourmet. El “monstruo” de Frankenstein habría sido más feliz en nuestra época.
Elia Barceló
Hacía más de veinte años que no había releído la novela que nos ocupa. Creo recordar que la leí por primera vez en la adolescencia —en español; posiblemente en una edición de bolsillo de la editorial Bruguera— y más tarde, ya de adulta, en inglés; pero no puedo precisar mis impresiones de entonces, salvo que el monstruo de Frankenstein pasó, como no podía ser de otro modo, a ocupar un lugar importante en mi galería de imágenes básicas.
Acabo de releer ahora Frankenstein o el moderno Prometeo y, con la distancia que dan los años y los conocimientos adquiridos en las tres décadas pasadas, he hecho una lectura totalmente diferente, me temo, de la lectura adolescente ingenua —concentrada en las peripecias de la trama— y de la segunda —concentrada en el deslumbramiento de ser capaz de entender la lengua inglesa de principios del siglo XIX.
En estos momentos, Frankenstein, la novela, se me ha revelado como un espejo estructural del mismo monstruo, porque el texto en sí es realmente también un engendro compuesto de pedazos arrancados de distintos sistemas, cosidos con pasión y con deseo de infundirles vida, pero donde se aprecian perfectamente las costuras, más bien los costurones, que lo afean notablemente. El texto vive, como el monstruo, pero no ha sido el suyo un crecimiento orgánico, sino una composición voluntaria y voluntariosa a la que la autora ha conseguido infundirle una vida que todavía palpita, pero que está llena de contradicciones ideológicas y de soluciones narrativas bastante torpes.
No soy partidaria de explicar los aciertos y los fallos de un texto a partir de la vida de su autor; sin embargo, en Frankenstein se aprecia con gran claridad el conflicto mental de Mary Shelley, atrapada entre su educación ilustrada —producto de las ideas de su padre, el infuyente filósofo utopista y anárquico William Godwin, que sin embargo repudió a su hija por vivir de acuerdo con las ideas que él mismo le había inculcado, al irse a vivir con Shelley, el poeta, sin pasar por la vicaría— y las tendencias románticas en boga en su propia época y compartidas por sus amigos Byron, Polidori y Shelley, que se convertiría en su propio esposo.
A lo largo de la novela nos encontramos con que tanto los narradores como los diferentes personajes centrales justifican machaconamente el injustificable comportamiento de Víctor Frankenstein, con un empecinamiento digno de mejor causa; mientras que al monstruo no lo justifica nadie y se ve obligado a exponer sus ideas y sentimientos —perfectamente lógicos y comprensibles para un lector moderno—, sin que nadie le dé nunca la razón ni, lo que es más triste y precipita la catástrofe, sin que nadie le muestre jamás un mínimo de afecto o de comprensión.
Me figuro que la trama de la novela es sobradamente conocida, pero quizá no esté de más hacer un sucinto resumen para refrescarla al lector interesado:
La novela se abre con una serie de cartas que el explorador británico Robert Walton, que acaba de emprender una expedición buscando el Polo Norte, escribe a su hermana, en una fecha imprecisa del siglo XVIII. En estas cartas le narra su casi milagroso encuentro, en medio de los hielos, con el señor Víctor Frankenstein, ginebrino y filósofo natural.
A partir de este momento, el narrador principal cambia y es el mismo Frankenstein quien narra su terrible historia a Walton: cómo nació en una respetada y armónica familia —tan idílica que casi resulta empalagosa y falsa al lector moderno—, cómo se trasladó a Ingolstadt a estudiar filosofía natural y cómo concibió la idea de intentar crear la vida a partir de materia orgánica ya muerta y usando la electricidad como activador del nuevo ser. Narra la creación de esa criatura que, a partir de este momento, siempre va a ser llamada “el monstruo”, su terror al enfrentarse con su fealdad, su irresponsable abandono de la creación y todos los problemas y catástrofes derivados de ello.
Más adelante, durante la única conversación prolongada que sostienen la criatura y su creador, el “monstruo” se convierte en narrador de su propia historia y el lector asiste al proceso por el cual la criatura natural e inocente, abandonada por su “padre”, adquiere trabajosamente los conocimientos necesarios para comprender el juego social y las reglas morales, es rechazado de nuevo a causa de su fealdad por las personas en quienes había puesto sus esperanzas, y acaba convirtiéndose en un asesino, matando a todos los seres queridos de Frankenstein.
Cuando éste termina de narrar su historia a Walton, muere sin haber logrado dar caza al “monstruo”. Tras una pequeña conversación entre la criatura y Walton, la primera se interna en los hielos del norte buscando la muerte y el segundo regresa a Inglaterra sin haber podido culminar con éxito su expedición.
A lo largo de las más de trescientas páginas de la novela, Frankenstein (que ni es doctor, ni llega a terminar sus estudios; ni es médico, sino filósofo) se nos presenta como un señorito mimado, irresponsable, estúpido, arrogante, ambicioso y extremadamente cobarde, que rechaza a su criatura sin llegar a conocerla siquiera. En la página 125, después de describir en un párrafo la fealdad del nuevo ser, resume: “Incapaz de soportar el aspecto del ser que había creado, salí huyendo de la celda y me refugié en mi dormitorio...”. No habrá más justificaciones racionales a lo largo del texto que nos permitan seguir la evolución de los sentimientos de Frankenstein. La criatura es fea, por tanto no tiene derecho a nada. Ni siquiera cuando admite la conversación con su “monstruo” y éste se muestra como un ser sensible, razonable y cultivado, está Frankenstein dispuesto a concederle algo de razón (claro que, para entonces, la criatura ya ha matado al hermano pequeño de su creador).
La idea clásica de que la belleza engendra bondad y lo feo es reflejo de lo malo parece estar firmemente arraigada en el pensamiento tanto de Frankenstein, como de Walton, como de los demás personajes principales. Pero eso no sería todo lo malo. Lo peor es que parece que Mary Shelley, a pesar de haber dado voz al “monstruo”, también lo ve así, ya que en ningún momento se presenta una opinión discrepante. El “hombre natural”, el “buen salvaje” de las utopías rousseaunianas, se convierte en un asesino de inocentes por la maldad y el rechazo de la sociedad bienpensante y, paradójicamente, la autora termina por culparlo a él, ya que el narrador inicial, Walton, al final de la novela, sigue considerando a Frankenstein un caballero terriblemente desgraciado, pero noble y bueno. Y eso después de saber, como el lector, que entre otras cosas, no movió un dedo para salvar de la muerte a Justine, que fue ejecutada por el asesinato del hermano pequeño de Frankenstein, siendo inocente, por miedo a empañar su propio buen nombre y el de toda la familia Frankenstein. Antes que confesar su culpa, prefiere ir sacrificando a sus parientes y amigos, e incluso a su esposa recién casada, ya que su egoísmo es tan grande que cuando el “monstruo”, que ya ha cometido varios asesinatos, le amenaza diciendo “Estaré en tu boda”, a Frankestein ni siquiera se le pasa por la cabeza que esa amenaza no va dirigida contra él, sino contra Elisabeth.
Frankenstein le niega a la criatura todo lo que en derecho natural le corresponde: alimento, apoyo, formación, afecto, una compañera, hasta un nombre propio. Todos los personajes de la novela tienen nombre, salvo la creación. Por eso, en justicia, el “monstruo” se ha apropiado del nombre de su creador para pasar al archivo mental de mitos modernos y, cuando se habla de Frankenstein, ya nadie piensa en Víctor, el cobarde.
Lo triste es que la autora considera a Víctor Frankenstein el moderno prometeo.
La traducción de Silvia Alemany que ahora nos presenta Mondadori es cuidada y fiel al original, sin que por ello se note que procede del inglés; es una buena prosa romántica que se lee fluidamente y con agrado, salvo por el uso del sustantivo “desespero” en lugar del correcto “desesperación” y alguna que otra pequeñez similar. El trabajo del corrector no ha sido todo lo exacto que habría sido de desear, ya que, por dar un ejemplo, en la página 218, en el diálogo de la criatura con el padre ciego, éste dice “yo soy afortunado”, cuando debería decir lo contrario: “I also am unfortunate”, “Yo también soy desgraciado”.
A cambio, tiene auténticos aciertos como el de la primera frase que pronuncia el “monstruo” y que en otras traducciones se desdibuja: “Pardon this intrusion”, dice el original; y en la traducción de Silvia Alemany leemos: “Perdone la intromisión”, que es mucho más adecuado que el simple “perdone”, de otras traducciones. Aunque, quizá, más conveniente al papel de la criatura en la historia y en el mundo, sería “Perdone esta intrusión”, porque de hecho, el “monstruo” es un intruso, EL intruso, el ser que no pertenece a nada ni a nadie, que está de más en todas partes, que nadie reconoce como un igual.
El prólogo de Alberto Manguel es, sin duda, interesante, y hará las delicias de los cinéfilos, porque se concentra sobre todo en las versiones cinematográficas de la obra, más que en el texto de la novela original.
Si el lector aún no conoce Frankenstein (o sólamente por las películas basadas en la novela, y que no siempre tienen mucho en común con ella), es una obra altamente recomendable que no debería faltar en la lista de una persona culta, ya que invita, como pocas, a la reflexión y la toma de postura sobre temas fundamentales en la experiencia humana: la vida, la responsabilidad, el contrato social...
Y para el lector que crea conocerla o la haya leído hace tiempo, también la recomiendo porque con frecuencia uno cree saber ciertas cosas de una novela que, en una nueva lectura, cambian, se corrigen o se alteran profundamente
Cada momento histórico tiene sus mitos, y resulta interesante comprobar que, al parecer, hace doscientos años, la fealdad llevaba al rechazo social y el rechazo al crimen, que siempre era injustificable, mientras que ahora los lectores llegamos a identificarnos con Hannibal Lecter porque, a pesar de que es un psicópata, un asesino y un caníbal, es un ser cultivado, elegante, rico y gourmet. El “monstruo” de Frankenstein habría sido más feliz en nuestra época.
1 comentario:
Gracias, Elia, porque me han entrado ganas de volver a leerlo y comprobar si estoy totalmente de acuerdo contigo o sólo casi del todo. Desde luego la enunciación de la trama podía haber dado para una visión más extraña y subjetiva, para una perla literaria. Lástima que no fuera así.
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