El Gaviero. Almería. 2006. 118 pp. 14 €
Guillermo Ruiz Villagordo
Cuando me llamaron para proponerme realizar una antología de la joven poesía andaluza, nada más colgar el teléfono ya era consciente de que dos nombres debían formar parte de ella (añado que también los seleccionaría para una supuesta antología nacional). Uno de ellos era Antonio Portela. La fuerza, el empuje del yo de su poemario ¿Estás seguro de que no nos siguen? me habían calado hondo, hasta el punto de poder recitar de memoria alguno de sus fragmentos. Pocas veces he encontrado tal autoafirmación y convencimiento en unos versos, menos aún con una sinceridad tan brutal como delicada.
Menciono esto en parte porque uno tiene su corazoncito e inexplicablemente este dato, su inclusión en esa antología, se ha obviado en su breve nota biobibliográfica (aún más inexplicablemente sólo ha sido convocado para otra más, Inéditos de Ignacio Elguero, y menos inexplicablemente —porque cincela con calma y lentitud su obra— sólo ha publicado el poemario ya mencionado y un par de plaquettes que no ofrecen material nuevo). Pero sobre todo para dar cuenta de que el pulso de la escritura poética de Portela me subyugó hasta el punto de hacerme fantasear con ser él, ya que a falta de estar metidos en su piel sólo nos permite a sus lectores atisbar cómo percibe y cómo medita, intuir los mecanismos básicos gracias a los que se mueve su inquieta conciencia.
El molde elegido para este su segundo libro (¿o fue éste el que eligió la forma en que presentarse?) es un diario, el de los meses que vivió becado en Roma. Sigue fiel, por tanto, a la composición de su particular autobiografía, pero este subgénero permite además que todo lo que el ciudadano Portela va narrando adquiera un aspecto más sólido, más real, ya que se va descubriendo, iluminando, progresivamente. Pero no nos engañemos: Portela es un poeta (él mismo declara que lo es, por encima de la noción de escritor, en estas páginas) y su particular éxtasis ante determinados monumentos o detalles minúsculos se expresa naturalmente con ese intuir más que saber, esa ingenuidad clarividente que conservan los elegidos. A ratos se asemeja al Juan Ramón que en Diario de un poeta recién casado recoge sus impresiones sobre Nueva York, pero lo atrayente es la combinación de esos momentos de plena prosa lírica con otros en los que retrata con notable terrenalidad y encanto a los diversos personajes secundarios que se cruzan por su camino, por no hablar del ir y venir del lenguaje más exquisito al más vulgar, marca de la casa. La impresión general es la de un libro de viajes en el que Portela hace de testigo parcial, en el sentido de que no busca lugares y situaciones concretas para analizar sino que más bien se las encuentra y las selecciona adaptándolas a su sensibilidad.
Por si no fuesen suficientes los vívidos frescos que nos presenta gracias a su innata capacidad de extraer imágenes evocadoras más allá de los límites físicos que nos proporcionaría mejor una simple (que no sencilla) fotografía, resulta que Portela posee un fino sentido para la ironía que es una de las mayores delicias de leerle, ya sea aplicado a la ciudad (como cuando al hablar del emplazamiento del Gianicolo hace decir a Garibaldi —o más bien a su estatua—: «Si he de morir en la batalla, quiero que sea frente al objetivo de las tiendas de recuerdos») o a diversos aspectos de su concepción artística (reconoce que «la mayoría de mis lecturas se han librado ya del copyright»). Hila muy fino Portela y obliga a sus lectores a seguir sus pasos.
Al llegar a la última página comprobamos cómo aquél que se proclamaba «griego en Roma» al comienzo de su aventura se convierte en «ciudadano romano» por derecho propio al volver a casa, eterna presencia de la ciudad de la que ya nos advirtió Cavafis. Está claro que el objetivo de su libro es, amén de dar bello testimonio de esa evolución personal y sus motivos, hacer que sus lectores aumenten el censo de esa capital del que fue el mayor Imperio al que poder cantar aún hoy.
Guillermo Ruiz Villagordo
Cuando me llamaron para proponerme realizar una antología de la joven poesía andaluza, nada más colgar el teléfono ya era consciente de que dos nombres debían formar parte de ella (añado que también los seleccionaría para una supuesta antología nacional). Uno de ellos era Antonio Portela. La fuerza, el empuje del yo de su poemario ¿Estás seguro de que no nos siguen? me habían calado hondo, hasta el punto de poder recitar de memoria alguno de sus fragmentos. Pocas veces he encontrado tal autoafirmación y convencimiento en unos versos, menos aún con una sinceridad tan brutal como delicada.
Menciono esto en parte porque uno tiene su corazoncito e inexplicablemente este dato, su inclusión en esa antología, se ha obviado en su breve nota biobibliográfica (aún más inexplicablemente sólo ha sido convocado para otra más, Inéditos de Ignacio Elguero, y menos inexplicablemente —porque cincela con calma y lentitud su obra— sólo ha publicado el poemario ya mencionado y un par de plaquettes que no ofrecen material nuevo). Pero sobre todo para dar cuenta de que el pulso de la escritura poética de Portela me subyugó hasta el punto de hacerme fantasear con ser él, ya que a falta de estar metidos en su piel sólo nos permite a sus lectores atisbar cómo percibe y cómo medita, intuir los mecanismos básicos gracias a los que se mueve su inquieta conciencia.
El molde elegido para este su segundo libro (¿o fue éste el que eligió la forma en que presentarse?) es un diario, el de los meses que vivió becado en Roma. Sigue fiel, por tanto, a la composición de su particular autobiografía, pero este subgénero permite además que todo lo que el ciudadano Portela va narrando adquiera un aspecto más sólido, más real, ya que se va descubriendo, iluminando, progresivamente. Pero no nos engañemos: Portela es un poeta (él mismo declara que lo es, por encima de la noción de escritor, en estas páginas) y su particular éxtasis ante determinados monumentos o detalles minúsculos se expresa naturalmente con ese intuir más que saber, esa ingenuidad clarividente que conservan los elegidos. A ratos se asemeja al Juan Ramón que en Diario de un poeta recién casado recoge sus impresiones sobre Nueva York, pero lo atrayente es la combinación de esos momentos de plena prosa lírica con otros en los que retrata con notable terrenalidad y encanto a los diversos personajes secundarios que se cruzan por su camino, por no hablar del ir y venir del lenguaje más exquisito al más vulgar, marca de la casa. La impresión general es la de un libro de viajes en el que Portela hace de testigo parcial, en el sentido de que no busca lugares y situaciones concretas para analizar sino que más bien se las encuentra y las selecciona adaptándolas a su sensibilidad.
Por si no fuesen suficientes los vívidos frescos que nos presenta gracias a su innata capacidad de extraer imágenes evocadoras más allá de los límites físicos que nos proporcionaría mejor una simple (que no sencilla) fotografía, resulta que Portela posee un fino sentido para la ironía que es una de las mayores delicias de leerle, ya sea aplicado a la ciudad (como cuando al hablar del emplazamiento del Gianicolo hace decir a Garibaldi —o más bien a su estatua—: «Si he de morir en la batalla, quiero que sea frente al objetivo de las tiendas de recuerdos») o a diversos aspectos de su concepción artística (reconoce que «la mayoría de mis lecturas se han librado ya del copyright»). Hila muy fino Portela y obliga a sus lectores a seguir sus pasos.
Al llegar a la última página comprobamos cómo aquél que se proclamaba «griego en Roma» al comienzo de su aventura se convierte en «ciudadano romano» por derecho propio al volver a casa, eterna presencia de la ciudad de la que ya nos advirtió Cavafis. Está claro que el objetivo de su libro es, amén de dar bello testimonio de esa evolución personal y sus motivos, hacer que sus lectores aumenten el censo de esa capital del que fue el mayor Imperio al que poder cantar aún hoy.
9 comentarios:
Maravillosa reseña sobre la obra de un poeta que merece ocupar un escalón superior.
Maravillosa reseña de la obra de un poeta sencillamente genial
No sé sí es más poeta el crítico o el poeta. Reseña 10.
No sé si es más poeta el crítico o el poeta. Pasión:10. Reseña:10.
Menos lobos, Caperucita.
La verdad es que el libro no me parece para tanto pero el crítico mucho menos. ¿Un crítico que empieza autocitándose?
Creo que tienes un concepto incorrecto de lo que es una autocita, a no ser que sepas perfectamente lo que significa y estés intentando desprestigiar pobre, muy pobremente.
Me encanta como escribe Antonio Portela...sabeis si tiene un blog o algun sitio parecido??? Gracias
un gran, grandísimo libro...
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