Lumen, Barcelona, 2006. 256 pp. 17€
María Pilar Queralt del Hierro
La contraportada avisa «si Dios está en los detalles, la buena literatura está ahí donde un autor consigue que lo cotidiano se convierta en materia literaria».Pues bien, ese es el caso de Gustavo Martín Garzo. El escritor vallisoletano es maestro indiscutible de la palabra pero también de convertir los detalles más vulgares o los gestos más habituales en un bisturí con el que diseccionar a sus protagonistas y reconvertirlos en clave literaria. Mi querida Eva pone especialmente de manifiesto esta cualidad : una copa de vino, una playa desierta, un chal que resbala desde un hombro femenino o la vulgaridad de un restaurante a orillas del mar tienen el poder de desvelar todo aquello que esconden o de lo qué huyen sus protagonistas. Es más, pueden llegar a evocar toda una época como en el caso de la madre y el hijo pelando guisantes, una escena inconcebible en la era de los congelados, que transporta al lector hasta aquel verano de los años sesenta que compartieron Eva, Daniel y Alberto. Pero, que nadie se engañe. Mi querida Eva no es una novela nostálgica ni abocada a la moda del revival, sino que habla de la intemporalidad de los sentimientos, del alcance del pasado y de las dificultades de hablar el mismo idioma en el amor.
A Daniel, un urólogo solitario, aséptico y triste, el reencuentro con Eva, médico como él y con la que compartió un verano adolescente, le dispara los resortes que le dan las claves de su madurez. Porque evocando aquel verano recobrará episodios olvidados de su infancia y dará respuesta a muchos interrogantes de su vida adulta. Entenderá por fin las circunstancias de su día a día y le dolerán como nunca las falsas urgencias cotidianas que le hicieron arrinconar algunos episodios del pasado. Por eso, la figura del fallecido Alberto se alzará entre Eva y él como el símbolo de lo que fueron y ya no son, de aquella parte de ellos mismos que ya nunca podrán recobrar e incluso del porqué de su incapacidad para amar.
La trama es aparentemente muy sencilla. Pero las múltiples lecturas, los equívocos que llevan a cambiar el curso de los acontecimientos y la dimensión psicológica de los personajes —excelente hallazgo la figura del fracasado boxeador y su enamorado lenguaje— le dan una enorme trascendencia. Si a ello unimos la prosa sobria y perfecta de Martín Garzo, no puede resultar más que una novela absolutamente redonda.
María Pilar Queralt del Hierro
La contraportada avisa «si Dios está en los detalles, la buena literatura está ahí donde un autor consigue que lo cotidiano se convierta en materia literaria».Pues bien, ese es el caso de Gustavo Martín Garzo. El escritor vallisoletano es maestro indiscutible de la palabra pero también de convertir los detalles más vulgares o los gestos más habituales en un bisturí con el que diseccionar a sus protagonistas y reconvertirlos en clave literaria. Mi querida Eva pone especialmente de manifiesto esta cualidad : una copa de vino, una playa desierta, un chal que resbala desde un hombro femenino o la vulgaridad de un restaurante a orillas del mar tienen el poder de desvelar todo aquello que esconden o de lo qué huyen sus protagonistas. Es más, pueden llegar a evocar toda una época como en el caso de la madre y el hijo pelando guisantes, una escena inconcebible en la era de los congelados, que transporta al lector hasta aquel verano de los años sesenta que compartieron Eva, Daniel y Alberto. Pero, que nadie se engañe. Mi querida Eva no es una novela nostálgica ni abocada a la moda del revival, sino que habla de la intemporalidad de los sentimientos, del alcance del pasado y de las dificultades de hablar el mismo idioma en el amor.
A Daniel, un urólogo solitario, aséptico y triste, el reencuentro con Eva, médico como él y con la que compartió un verano adolescente, le dispara los resortes que le dan las claves de su madurez. Porque evocando aquel verano recobrará episodios olvidados de su infancia y dará respuesta a muchos interrogantes de su vida adulta. Entenderá por fin las circunstancias de su día a día y le dolerán como nunca las falsas urgencias cotidianas que le hicieron arrinconar algunos episodios del pasado. Por eso, la figura del fallecido Alberto se alzará entre Eva y él como el símbolo de lo que fueron y ya no son, de aquella parte de ellos mismos que ya nunca podrán recobrar e incluso del porqué de su incapacidad para amar.
La trama es aparentemente muy sencilla. Pero las múltiples lecturas, los equívocos que llevan a cambiar el curso de los acontecimientos y la dimensión psicológica de los personajes —excelente hallazgo la figura del fracasado boxeador y su enamorado lenguaje— le dan una enorme trascendencia. Si a ello unimos la prosa sobria y perfecta de Martín Garzo, no puede resultar más que una novela absolutamente redonda.
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