Sin heroísmos, por favor, Raymond Carver
Traducción de Jaime Priede. Bartleby Editores. Velilla de San Antonio (Madrid), 2005. 240 págs. 15 €
Hay una serie de artistas, entre los que me incluyo, que considera la vida como una larga enfermedad. Bueno, no hay que echarse a llorar, al fin y al cabo todos vamos a morir. Algún día, ¿no?
Pero en ese ínterin que es la vida, en la putada que es la vida, si uno lo piensa bien, podemos hacer un buen montón de cosas. Hay quienes acumulan dinero trabajando. Para comprarse un coche caro, vivir en un bonito chalé, coleccionar experiencias agradables es necesario emplear un considerable número de horas y un buen esfuerzo. La vida pasa casi sin darnos cuenta. Y eso está bien.
Otros se lanzan a la aventura de huir hacia adelante, desafiando a la muerte. Envueltos en los vivos colores de su indumentaria, se arrojan al vacío desde puentes y aviones, atraviesan ríos de aguas bravas, descienden gargantas de las que, hasta ahora, la gente sólo había querido salir. ¿Por qué lo hacen?, nos preguntamos. Mi amigo Hugo, que lleva más de diez años introduciéndose en grietas, flotando en corrientes de aire cálido, dejándose tragar por la aparente y turbia calma del mar, dice que se siente vivo. Vivo. ¿Y por qué no?
Las formas y procedimientos de los que se sirven los hombres para sentirse vivos son numerosos y variados.
Uno de ellos es, sin duda, la escritura.
Dice Carver, en uno de los ensayos recogidos en Sin heroísmos, por favor, acerca de Sherwood Anderson —el escritor norteamericano que escribió ese otro magnífico libro que es Winesburg, Ohio—, que “Anderson siempre consideró la escritura como una forma de terapia y por eso siguió escribiendo.” Que escribir le ayudaba a vivir.
Estoy segura de que Anderson pensaba así. Sólo hay que leer sus relatos. En uno de ellos, una mujer que malvive en un pueblo acosada por la soledad y la pérdida de la juventud, se salva de la muerte por una cosa tan insólita como pasearse desnuda bajo la lluvia. La misma vida de Anderson puede dar fe de que pensaba así. Conoció el éxito y la fama con su primer libro, Winesburg, Ohio, para después de eso pasar a ser pasto de la crítica más sañuda que prácticamente lo arrinconó. No tuvo una buena vida, diría cualquiera. ¿O sí? Escribió, ¿no? Y mucho. Y bien.
Eso parece querer decir Carver en su libro, Sin heroísmos, por favor, donde se recogen buena parte de sus primeros relatos, poemas y críticas. Sólo hay que leer este pequeño texto -en realidad, una reseña a la edición de la Correspondencia Selecta de Anderson- para darse cuenta de que él también pensaba igual. Que la escritura es una forma de terapia contra la larga enfermedad de la vida. Que ayuda a vivir.
Repasemos, si no, su biografía. Carver se casó muy joven, tenía diecinueve años, con Maryann Burk de sólo dieciséis; y no fue precisamente un matrimonio feliz. Continuamente se trasladaban de ciudad, ciudades pequeñas y anónimas, en las que no se podía echar raíces. Escribía por las noches. Tuvo una serie de trabajos para los que nadie se especializa. Nadie realiza un master en vigilar parkings nocturnos, ni en barrer. Sus relatos dan buena cuenta de noticias al respecto: Duane trabaja en un motel. Bill en una fábrica. Earl es vendedor. Su mujer y él discutían a menudo, lo cual no es razón para que empezara necesariamente a beber; pero lo hizo. Carver fue alcohólico. Bebió durante años, de Paradise a Eureka, de Cupertino a Dallas, donde acabó por conocer a Tess Gallager, a la que amó. En muchos casos, parece que Carver hacía más por morir que por vivir.
Menos cuando escribía.
Sin duda, Carver no pensaba en morir cuando escribió:
Oía los latidos de mi corazón. Oía el corazón de los demás. Oía el ruido humano que hacíamos allí sentados, sin movernos, ninguno lo más mínimo, ni siquiera cuando la cocina quedó a oscuras.
Un escritor no es ni más ni menos que el hombre que trabaja para ganar dinero o que el que se lanza desde un avión. Es diferente, eso sí. El hombre que escribe agarra la vida por donde es menos aprehensible, por su inasibilidad más íntima, y la retiene. Y cuando la tiene así, bien cogida –como le pasa a Carver en sus tremendos relatos–, durante ese segundo de inefable placer en el que cree haber encontrado la respuesta al dolor, durante ese segundo nada más, se siente vivo. La vida fluye por sus venas como un torrente impetuoso. Como algo que pasa, lleno de pulsión.
Y pasa, sí. Y entonces el dolor regresa y el escritor vuelve de nuevo a ser consiente de la enfermedad.
Y vuelta a empezar.
¿De qué procedimientos y actividades nos servimos para sentirnos vivos? ¿Cómo hacemos para escapar a la enfermedad, la larga y trágica enfermedad de la vida?
Vivir es el antídoto, y escribir es una forma como otra cualquiera de vivir.
Como otra cualquiera, sí.
Pero diferente.
3 comentarios:
Describir la vida tal vez no era el objetivo de Carver. Su placer era escribirla.
Es agradable venir a beber un libro cada día.
Cordiales saludos.
Me ha encantado tu crítica. Creo que todos hemos necesitado creer que la vida merece la pena alguna vez y lo hemos logrado en ese microsegundo que tú describes. Sí el libro contiene tanta pasión como tu crítica quedo satisfecho. Gracias.
Por eso me encanta noctámbulos, Cristina, porque haces lo mismo que dices en este artículo.
¿Para cuándo otro libro de relatos?
Saludos de un alumno de Ángel.
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