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viernes, marzo 31, 2017

La esposa joven, Alessandro Baricco


Trad. Xavier González Rovira
Anagrama, Barcelona, 2016. 208 pp. 16,90 €

Santiago Pajares

Lo dije en reseñas anteriores y lo repito: No se puede escribir más bonito que Alessandro Baricco. Y este libro no es una excepción. Desde que el autor asombrase al mundo con la publicación de su novela corta Seda (aunque ya había escrito otras dos novelas antes), no ha dejado de desplegar su prodigiosa escritura. Siempre piezas cortas, pequeños relatos donde los personajes desgranan página a página su propia historia y el autor aprovecha para hablar de los temas que le interesan, de una forma que podría ser un ensayo convertido en novela.
En La esposa joven Alessandro Baricco nos relata la vida de una familia singular, metódica hasta el absurdo y que vive con una única regla: Evitar la noche. Por alguna razón, todos sus anteriores miembros han muerto de noche, así que en cuanto la oscuridad aparece, se recogen en las habitaciones de su villa a la espera de la claridad de un nuevo día. Todo parece marchar bien hasta que un nuevo elemento aparece en su puerta: La esposa joven. La futura mujer del hijo ha vuelto en el tiempo convenido después de que fijara el compromiso tres años antes, esperando encontrarse con su prometido, pero descubre que este todavía está residiendo en Inglaterra, así que tendrá que esperar junto a su nueva y extraña familia. Así la novela se convierte en una suerte de espera sobre lo que ha de llegar y no llega, y el autor nos brinda la oportunidad de conocer la intrahistoria de los personajes que pueblan la villa. Modesto, el impecable mayordomo y único con nombre en todo el libro, que se ocupa de que cada detalle esté en su sitio y sólo se permite una semana de vacaciones etílicas cuando la familia marcha de vacaciones. La madre, prodigio de belleza por la que incontables hombres perdieron la razón. La hija, tullida que descubrirá a la esposa joven los secretos de su propio cuerpo. El tío, narcoléptico que sólo se despierta para hacer acertadas declaraciones. El padre, cabeza de familia de una familia sin cabeza. Y la esposa joven, tras cuya presencia se esconde una trágica historia que no se atreve a contar a nadie.
Baricco, siempre con ganas de juegos, nos confunde numerosas veces con el narrador de la historia, que va cambiando según los párrafos a su conveniencia, pasando de una primera persona a otra. Lo que al principio podría confundir es explicado por el propio autor en las páginas del libro como una necesidad imperiosa de contarlo desde determinado punto de vista. Una vez aceptado este juego, podemos continuar con normalidad por los sucesos de esa extraña familia.
Esta es una historia efímera, una novela que en manos de cualquier otro autor haría aguas por todas partes. Es la mano de Baricco la que maneja el timón firme y con destreza hasta hacer llegar a todos los personajes a buen puerto con un lirismo y una poesía inimaginables en otro autor. No es necesaria mucha trama para que el escritor de Seda despliegue su capacidad de asombrar a los lectores. Y así nos quedamos nosotros cuando acabamos, un poco huérfanos y en espera de su siguiente novela. No se haga de rogar demasiado, señor Baricco. La esposa joven no es la única que sufre en la espera.

viernes, diciembre 11, 2015

Saludos cordiales, Andrea Bajani


Siruela, Madrid, 2015. 120 pp. 14,90 €

Eduardo Cruz Acillona

Hace ya al menos un par de décadas, en las empresas norteamericanas se instauró lo que vinieron a llamar el “casual Friday”, algo así como el “viernes informal”, un día en que los empleados podían acudir a su puesto de trabajo con una ropa más cómoda que el obligado traje y corbata para el hombre o la falda, blusa y tacones para la mujer. Empezaba a instalarse —y a exportarse— una especie de buenrrollismo empresarial en el mundo laboral. Se trataba de hacer calar el mensaje de que el empleado y su comodidad en el trabajo eran lo primero, que importaba, que se le consideraba, más allá de un nombre encabezando una nómina a fin de mes, un ser humano.
Ese buenrrollismo quedó perfectamente retratado, hace ya también unos cuantos años, en una viñeta de la revista New Yorker en la que un jefe conversaba con un empleado y le decía: «Pendleton, a partir del mediodía de hoy, ya no necesitaremos sus servicios. Hasta entonces, siga trabajando igual de bien».
Y es ese mismo buenrrollismo el que ahora, de manera tan hilarante como crítica, nos presenta el italiano Andrea Bajani en su nueva novela Saludos cordiales. En ella, y tras despedir al director de ventas de la empresa, un empleado es encargado de redactar las cartas de despido de sus compañeros. Esas cartas, lejos de la frialdad del comunicado vía Twitter —sí, no hace mucho un juez dictaminó que era legal anunciar el despido a un empleado a través de ese medio—, constituyen todo un ejercicio laudatorio a la figura del empleado señalado por la dirección. Así, la frialdad de la palabra “despido” es sustituida por la cálida acción de “interrumpir la provechosa relación laboral entablada hasta hoy entre la compañía y el trabajador” como consecuencia de las necesidades de la empresa.
En esa línea, las cartas no dudan en expresar la quemazón del abajofirmante, léase el jefe, por estar robándole su magnífico tiempo al empleado ya mayor, un tiempo que podría utilizar para ser feliz y disfrutar; quemazón que alivia liberando al empleado de la obligación de tener que volver a fichar ni un día más, conminándole a que abrace su nueva vida lo antes posible y, en todo caso, antes de las tres de la tarde de hoy mismo. O también, por poner otro ejemplo, la revelación del jefe que descubre que su secretaria, recién casada, ya no atiende a sus llamadas de trabajo durante las fines de semana y a horas intempestivas. Se da cuenta de que ella tiene derecho a disfrutar de su nueva vida al lado de su esposo y se le invita a que lo haga de manera intensa a partir de esa misma tarde, no sin antes recordarle que debe dejar las llaves de su despacho en recepción.
Andrea Bajani utiliza el humor inteligente y el sarcasmo para enseñarnos la piel de cordero bajo la que se esconde el lobo del capitalismo feroz, el de las reformas laborales que inclinan la balanza siempre hacia el mismo lado; para denunciar la mentira de los que afirman que todo cambia a nuestro alrededor de manera vertiginosa cuando, en realidad, todo sigue igual por mucho que lo pintes con distintos y más vivos colores.
Bajani consigue con esta novela más que todo el entramado sindical de un país en tres huelgas generales. Su denuncia cala, abre los ojos y dispara con el mismo arma del buenrollismo a quienes pretenden socializar la miseria a base de recortes en los derechos y en las cuentas (de la vieja) de resultados. Una novela tan amable y grata de leer como difícil de deglutir cuando uno alcanza el punto final, cierra el libro, mira a su alrededor y comprueba que, efectivamente, todo sigue igual aunque ahora nos lo vendan con una sonrisa tan edulcorada como impostada.

jueves, marzo 12, 2015

Diario de un extranjero en París, Curzio Malaparte

Trad. Juan Manuel Salmerón Arjona. Tusquets, Barcelona, 2014. 256 pp. 17,31 €

José Miguel López-Astilleros

Es muy frecuente en nuestro país encontrar lectores e intelectuales, que a la hora de valorar la obra de un escritor, tienen en cuenta de una manera desmedida su trayectoria ideológica. Hasta tal punto pueden llegar sus prejuicios, que en ocasiones denuestan algo que no conocen. Pero, ¿debe estar el arte por encima de cualquier consideración ajena a sí mismo? Sean cuales fueren las respuestas a todas las preguntas que nos planteemos sobre ello, intentar comprender no tiene por qué equivaler a justificar, como diría Primo Levi respecto al nazismo. De cualquier modo, podemos disfrutar de un libro sin comulgar enteramente con todas o ninguna de las ideas de su autor, incluso podemos disfrutar de su lectura por el placer de entablar un diálogo para disentir, y por qué no encomiar tanto su forma como el planteamiento discursivo. Este es el caso de Curzio Malaparte, un escritor que primero perteneció al Partido Nacional Fascista de Mussolini durante los años veinte; después, al renegar del mismo sufrió exilio interno en la isla de Lipari y encarcelamiento en numerosas ocasiones; tras la Segunda Guerra Mundial se afilió al Partido Comunista Italiano, llegando a mostrar toda su simpatía por el maoísmo. Es Malaparte, por tanto, un escritor contradictorio, complejo y polémico, pero ¿no es un rasgo de la inteligencia albergar una idea y la contraria, como decía Scott Fitzgerald? Diario de un extranjero en París (escrito entre 1947 y 1948 e inacabado) está situado cronológicamente entre sus dos mejores obras Kaputt (1944) y La piel (1949), y aunque sólo fuera por estas últimas, merecería estar entre los grandes escritores de su época.
En este diario Malaparte se propone, según dice en el prólogo, narrar su regreso a París después de una ausencia de catorce años y la nueva Francia que se encontró, hasta su vuelta a Italia. Como todos los diarios, está fechado por días, que van desde el 30 de junio de 1947 al 19 de diciembre de 1948 (pág. 165), última datación. Uno espera que en un libro de estas características aparezcan numerosas anécdotas de su vida, además de personajes con los que se relacionó (políticos, directores de cine, pintores, actrices, diplomáticos, escritores…), y en efecto es así, pero a lo que dedica más espacio no es a ilustrar sus vivencias, sino a dejar constancia de su pensamiento sobre multitud de temas, como la historia, la política, la religión, la filosofía y sobre todo la literatura, de manera que el libro constituye una fuente fidedigna para conocer su personalidad. Como consecuencia de este planteamiento, se mueve con soltura entre el género narrativo, ensayístico y testimonial. Otra característica esencial es la referencia al pasado, que pende sobre él condicionando el presente, o al menos sus ideas sobre el mundo, ya que si bien se considera un hombre de su tiempo, también tiene nostalgia de los valores de 1914, no olvidemos que participó en la Primera Guerra Mundial, y que por tanto fue testigo de ambas contiendas y de sus secuelas. El asunto al que hace referencia más veces es la literatura. Opina fundamentalmente sobre la rusa, la alemana y la francesa, con especial atención a unos cuantos nombres, unas veces para mostrar su admiración y otras su completo desacuerdo. A Sartre lo detesta por impostor y artificial, cuyo existencialismo, arguye, es pura estética. En cambio el escritor del que se siente más cercano es Chateaubriand, entre otras cosas por «…su inclinación a participar personalmente en los acontecimientos de la historia». En otro lugar hace responsables a los intelectuales de la crueldad que reina en Europa, sobre todo a Gide (pág. 121), o se lamenta amargamente por no caerle bien a Camus. Sobre la literatura alemana opina en líneas generales que los mejores escritores son sus filósofos. En las páginas 71 y 72 reflexiona sobre la resistencia de la literatura italiana a la ideología del fascismo, de escritores adheridos a este movimiento, como Pirandello, para quien su arte es irreductible.
Del mismo modo, Malaparte con quien tiene un compromiso indeleble es con su literatura, no con ninguna ideología, porque como dice Giordano Bruno Guerri, uno de sus biógrafos, «Menospreciaba las ideologías, pero amaba las revoluciones». Por eso puede declararse marxista y profundamente cristiano al mismo tiempo, a pesar de ser muy crítico con ambas concepciones del mundo, aunque lo principal sería con qué maestría y brillantez están expresados tanto los hechos como los argumentos. Pero no con todo es tan tornadizo, no con la libertad, sobre todo la del país que lo acoge, del cual llega a decir «Le agradezco a Francia que sea un país libre. Para un escritor, nada, ni el amor, ni la riqueza, ni la gloria, vale tanto como ese sentimiento de seguridad.» Diario de un extranjero en París es un libro que no deja indiferente a nadie, por sus opiniones, sus testimonios, y sobre todo por la pasión y la libertad con que está escrito. De Curzio Malaparte ha dejado dicho Álvaro Mutis «…nadie podrá olvidar que quien primero habló franca y desnudamente, en bellas palabras de poeta, de la muerte de un mundo que nació en el siglo V antes de Cristo, fue Curzio Malaparte, un europeo sin grandes convicciones políticas, con sentido del buen vivir, humano y cordial, sincero y cambiante a la vez…»

viernes, enero 16, 2015

Tony Pagoda y sus amigos, Paolo Sorrentino

Prol. Eduardo Chapero-Jackson. Trad. Víctor Balcells y Marga Almirall. Alfabia, Barcelona, 2014. 238 pp. 19,90 €

Salvador Gutiérrez Solís

La belleza de la desolación, de los años contemplados desde el espejo de la memoria, de los instantes más insignificantes vividos desde una plenitud que se acaba. La belleza de las sombras que nos acorralan cuando el sueño nos vence, de la sonrisa que capturamos desde la distancia, la de esa caricia que conservamos en el baúl de nuestra piel. La belleza de un atardecer que es una prolongación de nuestra propia vida, de un brindis compartido frente a unos ojos conocidos desde antaño, la belleza de lo instantáneo y de lo que entendemos como eterno. La belleza ácrata de la Roma moribunda y enferma de noche.
Es inevitable evocar a la belleza, en cualquiera de sus concepciones, estados y formulaciones, de la misma manera que es igualmente inevitable referirnos a su maravillosa película, La gran belleza, y especialmente a su protagonista, el genial y deslumbrante Gambardella, para abordar Tony Pagoda y sus amigos, de Paolo Sorrentino. Ya que en ambas obras, que en gran medida pueden entenderse como una misma y única obra, representada y plasmada desde discursos diferentes, el autor realiza una magistral, profunda y deslumbrante recreación de la belleza, en buena parte de sus posibles manifestaciones. Las agujas de la belleza en el pajar de la vulgaridad, como señala Eduardo Chapero-Jackson en su estupendo y clarificador prólogo.
Tony Pagoda y sus amigos, como le sucede a La gran belleza, es una obra deliciosa, inmensa en su profundidad, sabia en su construcción, inaudita en su originalidad. Una obra híbrida, ya que deambula en la frontera de la novela, de la colección de relatos y hasta del dietario, sin tener la menor importancia a cuál de estos géneros pertenece exactamente, es lo de menos. Lo de más es la fastuosa y envolvente narrativa que despliega Sorrentino, capaz de encontrar la luz de la belleza hasta en la escena más turbia y desoladora.
A Tony Pagoda, veterano cantante melódico de medio pelo y éxito razonable, lo conocimos en la primera novela de Sorrentino, Todos tienen razón. Con burla y ternura, desde la sinceridad que desprende el que ya está de vuelta, Pagoda nos habla de sus amigos, de sus amores, de ese tiempo que ya pasó pero que, en gran medida, fue mucho mejor que el actual, o él así lo entiende. Tony Pagoda y sus amigos es una selección, y hasta una saturación, si tenemos en cuenta su abundancia, de frases prodigiosas, fascinantes, afiladas como navajas que se clavan en nuesto interior y que nos exigen una respuesta, una revisión íntima, como un espejo retrovisor en el que nos contemplamos, en el presente y en los días pasados. Futbolistas convertidos en héroes de nueva generación, vedettes siliconizadas, cantantes desfasados mantenidos en la hiel de la amargura, bellas mujeres y playboys que nunca lo fueron, lujo y barro, fango y oro, la amarga soledad del solitario empedernido, el esplendor de la fama, la popularidad del olvido, son algunos de los temas y personajes que podemos encontrar en esta obra y a los que Sorrentino sabe retratar, incluso destripar, con sabiduría y saña, con alevosía y magia, desde los rincones más recónditos de la belleza.

viernes, julio 11, 2014

El método del cocodrilo, Maurizio De Giovanni

Trad. Celia Filipetto. Literatura Random House, Barcelona, 2014. 260 pp. 18,90 €

Julián Díez

Otra nueva serie policiaca protagonizada por un detective con personalidad. Otra de origen italiano, ambientada en ese sur que desde España vemos a la vez tan siniestro y tan próximo. Una de las buenas, eso sí.
De Giovanni, del que hasta ahora disfrutábamos al comisario Ricciardi, presenta a su nuevo protagonista: Giuseppe Lojacono, inspector siciliano que, falsamente acusado de haber cobrado de la Mafia, se ve enviado a un exilio cercano pero que resulta demoledor para él: Nápoles. El retrato de la ciudad como un monstruo fuera de control, caótico y enfermizo, resultará a la postre uno de los puntos fuertes de esta novela, así como la añoranza de Lojacono tanto de su tierra como de la esposa e hija que quedaron allí, dándole la espalda al dar por segura su corrupción.
Lojacono, con su compungida desgracia y un carisma no del todo explicitado por De Giovanni pero que intuimos en las reacciones que genera en los restantes personajes, empieza la novela jugando a las cartas con el ordenador para pasar el tiempo en la comisaría. Pero en una noche anodina de guardia deberá acudir al lugar de un asesinato, donde conocerá a una joven juez a la que impresiona. La muerte será, de hecho, la primera de una serie, cometida por alguien a quien la prensa moteja como El cocodrilo, porque deja pañuelos de papel con lágrimas, fruto de una infección ocular. A la postre, Lojacono coincidirá en lo acertado de la definición por tratarse de un asesino que, como el cocodrilo, acecha con paciencia y ataca en un rápido golpe letal. La jueza le reclamará en lo que, suponemos, es sólo su primera salida del ostracismo en medio de un entorno profesional que seguirá siendo hostil.
De Giovanni trufa el relato con buena parte de la carpintería necesaria en el género en la actualidad: una convincente galería de personajes secundarios (incluyendo dos discretas candidatas al romance), un protagonista con pasado repleto de flecos de los que tirar y un escenario con personalidad. Sin embargo, es capaz de aportar más cosas: sobre todo, una estructura de capítulos breves en los que varía el personaje conductor, lo que le permite acentuar el dramatismo de las situaciones. Por momentos, tal vez, la novela es demasiado intensa, e incluso reiterativa en el drama presentado; con todo, consigue el efecto asfixiante pretendido, acentuado por el estilo seco y preciso del autor.
Como presentación del entorno y los caracteres que suponemos desarrollará más adelante, El método del cocodrilo es bastante mejor que la mayoría de las primeras novelas de series policiacas, con lo que cabe esperar una evolución positiva. Además, De Giovanni ya ha demostrado ser un escritor profesional e inteligente; de hecho, aquí lidia con especial agudeza con las inevitables comparaciones que su personaje puede tener con Salvo Montalbano, el investigador siciliano por antonomasia, lanzándole alguna pequeña pulla. «La Sicilia de Montalbano no existe», dice tajantemente Lojacono. Además, el tono no puede ser más distinto: a la postre, Montalbano (casi) siempre gana, mientras que Lojacono empieza perdiendo desde esta primera novela. Y todo hace indicar que su naturaleza será precisamente la de no poder sobreponerse a una sociedad mucho más real y cruda que la dibujada casi siempre con magistral socarronería por Andrea Camilleri.

miércoles, marzo 26, 2014

Las muchachas de Sanfrediano, Vasco Pratolini

Trad. Amelia Pérez de Villar. Impedimenta, Madrid, 2013. 160 pp. 16,95 €

Daniel López García

«Los proverbios de los pobres contienen verdades precisamente porque se contradicen. Eso sucede en Sanfrediano o en cualquier sitio donde la gente las pasa moradas para llegar a fin de mes» (51). Las muchachas de Sanfrediano de Vasco Pratolini fue publicada originalmente en el año 1949 y, por fin, en diciembre de 2013, traducida al castellano por la editorial Impedimenta. En las dos sentencias extraídas de este texto con las que he dado comienzo a esta reseña, se podrían vislumbrar los dos ejes fundamentales en torno a los que gira la novela: por un lado, Sanfrediano como espacio que dota de significación al contexto generando un sentido de identidad a unos personajes por el mero hecho de la tradición y la pertenencia a él; por otro, la capacidad popular para la subversión frente al orden de valores morales establecidos y, al mismo tiempo, la asimilación del sistema de convivencia para subsumirlos, provocando que lo que se pudiera intuir como un cambio no sea más que una pequeña alteración dentro del contexto compartido.
De esta forma, en la novela de Vasco Pratolini se puede identificar cierto aire costumbrista, en la medida en que el escritor consigue una perfecta ambientación del espacio y el tiempo que retrata. Parte de una mirada que se centra en el microcosmos del barrio de Sanfrediano describiendo sus calles, sus gentes, las ocupaciones en las que desarrollan su vidas, sus prácticas y sus conflictos interpersonales, así como la forma en la que estructuran su devenir familiares y vecinos. No obstante, ese ángulo acaba abriéndose a un nivel macro hasta el punto de reflejar algunas de las tensiones y nuevas dinámicas sociales de la Italia de posguerra: la guerra partisana contra el fascismo, la influencia norteamericana o las diferencias económicas del país, como ya ha sido apuntado. En este sentido, más allá de esos aires costumbristas, Las muchachas de Sanfrediano encuentra mayor acomodo en la estética neorrealista de la época, ofreciendo un retrato de los sectores más desfavorecidos de la Italia de posguerra, basada en una representación de la realidad tal cual era, apoyada en un estilo narrativo ágil, que combina la ingenuidad y el desparpajo, y sostenida en un esquema narrativo tradicional, sin ambages formales.
De la fotografía que el escritor realiza del barrio de Sanfrediano destacan sus mujeres: hermosas y arrogantes, señoritas con carácter altivo, habilidosas en los oficios en los que se educan, trabajadoras que en el conocimiento de sus destrezas guardan su valor más preciado, ya sean oficinistas o esparteras, costureras o silleras, «A las muchachas de Sanfrediano, sean guapas, o feas, con verrugas en la cara o con ojos de Virgen María, por sus manos las reconoceréis: son su misterio, su orgullo más íntimo, su dote. Y son blancas como la leche, con los dedos largos y esbeltos como un huso» (19). Frente a ellas, aparece el personaje masculino de Aldo Sernesi, conocido popularmente como Bob por su gran parecido al actor Robert Taylor. En contraposición a estás, Bob es presentado como «un galán de extrarradio que disimulaba con su belleza y su descaro lo ridículo de su papel, y despertaba envidia, pasiones y amarguras» (39). A pesar de la fuerte impronta de las muchachas del barrio, todas claudicarán frente a los encantos físicos de Bob que, como el casanova de Sanfrediano, irá hilvanando romances con diversas de ellas como un pasatiempo, con el simple objetivo de su gozo y disfrute: «Su imaginación, como su ingenio, era limitada: no le permitía ni profundizar en el juego ni variarlo; sus emociones le bastaban tal como eran, siempre superficiales, puras vanidad y suficiencia» (40). Esta historia sobre las conquistas de Bob se configura como el motor de la novela. La toma de conciencia de forma colectiva por parte de las mujeres de su papel, objetos en los divertimentos de este don Juan arrabalero, será el detonante para el desenlace de la historia, en el que ellas aparecerán como unas Bacantes dispuestas a hacer justicia y él como un pelele cobarde sin margen para su defensa. No obstante, los deseos de este grupo de furias, basados en la moral imperante del barrio de aquella época en relación al amor -la necesidad de amar a un único hombre que las devuelva del trabajo en la calle a casa y las declare el objeto exclusivo de su pasión-, instaurará de nuevo el orden establecido tras el conflicto, aplacando tanto a ellas como al casanova.
Las muchachas de Sanfrediano es una nóvela ágil, agradable y entretenida en su lectura. No presenta aspiraciones didácticas, ni articula denuncias más allá de las propiamente expresadas por la descripción del contexto. Aún así, es un texto que expone algunas ideas y dinámicas, presentes en el transcurso de la acción en un tiempo y espacio concretos, de las que se desprenden posibles interpretaciones que tendrán un mayor desarrollo en la preocupación literaria años más tarde.

lunes, marzo 24, 2014

Oh, America, Marcella Olschki

Trad. Francisco de Julio Carrobles. Periférica, Cáceres, 2013. 186 pp. 16,75 €

Care Santos

La anécdota de la que parte este libro autobiográfico puede parecer una más de las típicas historias de búsqueda de oportunidades en Estados Unidos. Nos encontramos en 1946, Europa está arrasada después de la Segunda Guerra Mundial, de Nápoles parte un barco americano cargado con esposas de guerra: chicas italianas que contrajeron matrimonio durante el conflicto bélico con oficiales del ejército de Estados Unidos. Ahora van a reunirse con sus maridos a la tierra prometida. Conmueve este primer relato de desvalimiento e ilusión, a bordo del desvencijado carguero Vulcania. Conmueve la primera impresión de la ciudad de los rascacielos, que es también la ciudad de la opulencia. Las opiniones de la autora acerca de las tiendas atiborradas de comida, ropa y lujos impensables en la Europa de aquel tiempo, dice mucho acerca de la gran distancia que existía entre ambos continentes por aquel entonces, pero también de cómo todos, sin excepción, hemos acabado pareciéndonos a los estadonidenses, importando un modo de vivir y de entender el mundo. En ese sentido, es revelador lo que la autora cuenta acerca de su primera Navidad en Nueva York. Está aterrada por la fiebre del consumismo salvaje que tiene que presenciar. Le asustan las multitudes en los grandes almacenes, se pregunta qué sentido tiene la Navidad reducida a una espiral de gastos, regalos y prisas. Incluso llega a añorar las navidades de la guerra, que define como auténticas a pesar de las grandes necesidades y privaciones sufridas. En cierto modo, en todo tiempo nos recuerda que puede haberse confundido con ese nuevo mundo al que llegó, pero su personalidad no se ha desintegrado en él. Hay algo que no termina de encajar, pese a todo.
La historia de Marcella Olschki, sin embargo, nos sorprende nada más comenzar. Sólo llegar a Nueva York y reencontrarse con su flamante marido, a quien dice querer y añorar, descubre que él no la quiere. Algo ha ocurrido en la vida de aquel soldado con quien se casó -la autora le echa la culpa a cierto tratamiento psicológico freudiano, a saber-, el caso es que dista de ser el marido que deseaba encontrar. Comienza aquí un via crucis para Olschki, quien deberá primero asumir la humillación y la derrota y más tarde comenzar a plantearse su futuro en una ciudad donde aparentemente ya no tiene nada que hacer. Pasa unos meses de absoluto calvario, hasta que decide disfrutar de las muchas oportunidades que ese nuevo mundo puede ofrecerle. Se codea con la clase más adinerada, comparte pisos con personas de lo más excéntrico, se da a conocer en la prensa americana, escribe, ejerce de intérprete, intenta una aventura empresarial en el mundo de la moda. La tierra de promisión parece serlo para ella en aquel tiempo, y enseguida queda claro que con ganas de trabajar es fácil prosperar en América. La autora lo vive con entusiasmo: escribe a casa -poco a poco les contará su realidad sentimental, en la que en ningún momento ahonda mucho-, hace amigos y tiene planes. Hasta que decide divorciarse, viajar, conocer diferentes capitales y al fin regresar a casa.
El libro, aunque no se estructura así, se divide en los meses de la desesperación y los meses de la alegría. Durante los segundos, la narradora se limita a dejar constancia de su fascinación hacia su país de acogida, una fascinación alegre que la lleva a conocer, viajar, curiosear, investigar en la forma de vivir de la gente y maravillarse ante todo. Incluso ante lo que no entiende o desaprueba, como el racismo, tan en auge en los últimos cuarenta, o el conservadurismo febril. Al fin, se impondrá la nostalgia, la necesidad de la familia, el regreso. Y en el último párrafo del libro, Italia abre los brazos a la hija pródiga, tan curtida de experiencia.


viernes, diciembre 13, 2013

Tres veces al amanecer, Alessandro Baricco

Trad. Xavier González Rovira. Anagrama, Barcelona, 2013. 104 pp. 13,90 €

Ignacio Sanz

En una de sus anteriores novelas, Mr Gwyn, Baricco aludía a una obra titulada precisamente así, Tres veces al amanecer. Pero, que sepamos, entonces no existía la obra, no siquiera como proyecto remoto, se trataba de un mero título ficcionado. Imagino que ese título habrá ido escarbando en la imaginación del escritor hasta cristalizar en estas tres historias independientes, tres novelitas livianas o, si se quiere, tres cuentos largos, muy dialogados y rebosantes de inteligencia y destreza narrativa.
Las tres historias parten del mismo escenario y parecida hora para su desarrollo. Se trata de tres hoteles al filo de la madrugada, hoteles de medio pelo o incluso, a juzgar por la reacción de uno de los personajes de la última historia, un hotel decididamente sórdido donde la cochambre se hace tan presente que los impele a escapar. Se supone que la ciudad o las ciudades donde están los hoteles son ciudades provincianas. Qué hermosa la descripción de la luz, los matices que la luz adquiere con la llegada de la aurora. Las tres historias nos presentan personajes extravagantes que solo pueden ser habitantes de la noche. Esos mismos personajes quedarían eclipsados a la luz racional del mediodía. Resulta curioso lo que la noche puede dar se sí como imán para situaciones estrafalarias de una fauna esperpéntica.
El personaje principal de la primera de las novelitas es una mujer de mediana edad, bastante descarada, que llega al filo de las cuatro de la madrugada al amplio vestíbulo de un hotel de una elegancia deslucida donde un hombre duerme arrellanado en un sofá. A partir de ahí llega el desconcierto, un desconcierto que va creciendo para asombro del lector.
La segunda novela arranca con la llegada de una pareja de jóvenes al hotel. La chica es deliciosa. Así la describe el portero. ¿Qué hace esa chica deliciosa con un macarra estúpido como ése?, se pregunta el portero. Y ahí comienza la acción y la intriga que, de nuevo, empuja de desconcierto en desconcierto al lector.
La tercera historia nos presenta a una mujer madura y a un adolescente durmiendo en la misma habitación. La mujer podía ser su abuela, así se lo dice ella al chaval. Acaba de consumarse una tragedia unas horas antes en un lugar no muy alejado del hotel. Pero la tragedia queda ahí, latente, lo que importa es que va a suceder a partir de ahora. El chico es muy curioso y pregunta. Y la mujer, una poli gorda, asqueada de la cochambre del hotel, coge al chaval, lo monta en el coche y se marchan camino de la costa en plena noche. Así, en el diálogo se van estableciendo complicidades y descubrimos una parte de la tragedia y un pasado rico en afectos y sentimientos en la vida de la mujer. Desconcertante.
Las descripciones son tan minuciosas que uno tiene la sensación de estar viendo una película. Supongo que no sería extraño ver este libro convertido en cinta. En fin, levedad, ligereza y maestría. Podría haberse quedado en un mero ejercicio de estilo, dado el punto de partida. Pero no. El genio ha vuelto a las andadas. Otra vez Baricco nos sube a lo más alto. Tres novelitas livianas en las que queda patente la destreza narrativa de uno de los grandes maestros europeos contemporáneos.

miércoles, noviembre 13, 2013

Muss / El gran imbécil, Curzio Malaparte

Trad. Juan Ramón Azaola. Sexto Piso, Madrid, 2013. 150 pp. 17 €

José Morella

El fascismo fue un fenómeno complejo. Tiene que que ver con algo —lo sepamos o no, cristalice o no— que vive en nosotros: un vértigo ante la idea de descontrol, una tendencia a las soluciónes expeditivas. Muchísimas personas apostaron por él sin estar seguras. Empujadas por miedos, por elementos irracionales. Esto tiene un nombre: disonancia cognitiva. A mí me pasa con la okupación. Creo del todo en su valor y su legitimidad, pero nunca viviría de okupa. No me pregunten por qué. Si supiera —racionalmente— por qué, ya no se trataría de una disonancia cognitiva. La disonancia de Malaparte consistía en que, disfrutando de una curiosidad y un discernimiento crítico gigantes, le dio por formar parte de un movimiento donde el espacio para esas cosas era inexistente. Fue escupido por el fascismo como un hueso de oliva.
De él se ha dicho de todo. El parlamentarismo no le hacía ninguna gracia: veía en la democracia un montón de ideas blandas que interpretaba más como escapismo dialéctico que como respuesta a las necesidades reales del pueblo. Admiraba por igual a Mao Tse Tung y a Hitler. Era ambicioso y tal vez oportunista. Pero las cosas son más complicadas que todo esto. Sólo hay que abrir un libro suyo para darse cuenta de que las aseveraciones que acabo de enumerar no le explican bien. Tienen tan poco que ver con su obra como la etiqueta de una botella de tequila tiene que ver con golpe de calor en el pecho al beber el líquido transparente que contiene.
A partir de su encierro forzoso en Lipari, Malaparte se convirtió en un resentido. Ser un resentido lúcido es perfecto para los lectores, porque la lucidez evita los trompicones a los que aboca naturalmente el resentimiento. Malaparte no vivía en torres de marfil, sino en charcas de barro. Al leer estos ensayos poblados de imágenes inolvidables —como la horrorosa pero significativa tradición italiana de comprobar qué mozo mata antes a cabezazos a una gata amarrada a un palo— nos damos cuenta de lo mucho que sufrió y del esfuerzo intelectual que hizo para escribir sobre ello con honestidad. A Mussolini lo deja a la altura del betún, pero aun así hay innegables destellos de admiración por él. Malaparte insinúa todo el tiempo que habría querido que Mussolini no fuera el imbécil que fue. Habría querido quererlo hasta el final, del mismo modo que lo amó su propia madre (la de Malaparte), enamorada del Duce como tantas mujeres italianas. Es muy curioso que tanto Hitler como Mussolini tuvieran tanto éxito con las mujeres. Leído desde aquí, uno no puede dejar de pensar que un Franco mujeriego es inimaginable. Hitler y Mussolini murieron violentamente y junto a sus respectivas amantes. Franco murió de viejo y retozó, que yo sepa, bastante poco. Es curioso relacionar esto con el tema presente en este libro ya desde el título: la imbecilidad. Todos los fascismos europeos la comparten, pero cada una de las imbecilidades tiene su rasgo distintivo. Hannah Arendt nos explicó el tipo de estupidez moral de los nazis en un análisis tan famoso que no hace falta que nos detengamos a recordarlo. Mussolini, si hacemos caso a Malaparte, era un idiota menos complejo, un idiota a las claras, sanguíneo y terrenal, descarado, sin pudor por su propia idiotez. Podemos jugar aquí a pensar cuál sería la imbecilidad específica del franquismo. A mí me da que tiene que ver con la mojigatería católica, con algo que compelía a la gente a vivir menos, a callar, a decantarse siempre por el miedo y nunca por el goce. A usar la beatería como alfombra para tapar las emociones, que eran vistas como algo sucio o indigno, algo a esconder. Un tipo de estupidez emocional, en definitiva. Si aparecía una pasión, se ponía uno rígido y miraba hacia otro lado. Todo esto, por supuesto, son sólo nociones. Nada empírico, nada demostrable. Pura subjetividad. Malaparte es un escritor nocional. Muy bueno, pero nocional. Mitifica, trabaja con estereotipos. Aun así, escribe tan bien que los estereotipos suenan a verdades evidentes. Seguramente porque habla dese el resentimiento y el dolor. Cuando entendemos algo desde el rencor —si es un rencor profundo y verdadero— hay una gran nitidez. Muchos matices, muchos detalles. El rencor es una cosa muy aguda.
La tesis principal del libro es la siguiente: «El fascismo, en esencia, no es sino el conjunto de los defectos de la civilización católica, el último aspecto de la Contrarreforma». Lo peor de los italianos sería, pues, para Malaparte, aquello que el esfuerzo contrarreformista les dejó impregnado. Una doblez en el carácter y en la política. Crueldad. Ansia de poder, cálculo interesado. Cierta mezquindad anticristiana, entendiendo aquí el cristianismo como algo mucho más auténtico y radical que eso en lo que la Contrarreforma lo convierte. El Jesucristo malapartiano tiene tintes casi marxistas. Es un operario de fábrica de unos cuarenta y cinco años, nada idealizado, nada beatífico, conocedor en sus propias entrañas del odio hacia los mercaderes del templo. Mussolini, eso nos lo deja bien claro Malaparte, estaba siempre con los patrones y jamás con los operarios. El vínculo entre fascismo y Contrarreforma, además, apunta otro rasgo de la imbecilidad del Duce: la obsesión por el control y el castigo. Lo inquisitorial. No es casualidad que una de las obras clave de Malaparte, Kaputt, fuera incorporada al Index Librorum Prohibitorum, el índice de lecturas vetadas por la Iglesia.
Sin embargo, Malaparte no puede dejar de sentir compasión por su enemigo. Leyendo los trechos que dedica al ultraje a los cadáveres de Mussolini y de Clara Petazzi, y lo mal que lo pasa al verlo, me acordé de la siniestra reacción en las calles de los Estados Unidos el día en que se anunció la muerte de Bin Laden. Un oscuro deseo de celebración, un gusto por la muerte del enemigo. Este libro que recomendamos hoy ayuda —entre otras cosas— a entender mejor eso de híbrido que hay en nosotros, esa tendencia de la que yo hablaba al principio de la reseña. Eso a lo que sacó tanto provecho la jerarquía eclesiástica —vía Santa Inquisición— en su lucha contra la ola de racionalidad que amenazaba con eliminar sus privilegios. Eso que nos impide comprender.

miércoles, septiembre 18, 2013

El cuerpo humano, Paolo Giordano

Trad. Patricia Orts. Salamandra, Barcelona, 2013. 352 pp. 19 €

Ariadna G. García

Nada hay más frágil que el cuerpo. Es fuente de placer, pero sobre todo de dolor. Desde que nacemos, se expone a la meteorología, a seres microscópicos y al resto de los hombres. Su desnudo lo hace vulnerable. Y esa fragilidad, precisamente, es la inspiradora de El cuerpo humano, segunda novela de Paolo Giordano (1982). Aclamado por la crítica tras su debut en el mundo de la literatura (La soledad de los números primos, 2008), el joven narrador turinés ha necesitado cinco años –en los que ha ido descartando proyectos narrativos y se ha deshecho, incluso, de un par de borradores– para dar a la imprenta una obra magnífica. El cuerpo humano es una novela coral protagonizada por los soldados italianos de la base de operaciones Fob Ice, en el valle de Gulistán (Afganistán). Un encuentro fortuito en un desfile militar pone en contacto a dos antiguos compañeros de armas, el teniente médico Egitto y el subteniente René. Ambos compartieron el episodio más crudo de sus vidas, y ambos han tratado después de reinventarse. Tras este misterioso prólogo, el narrador nos relata la vida de la base y la misión que convirtió a esos hombres en dos prófugos de su propia existencia. El libro se divide en dos bloques. “Experiencias en el desierto” engloba las pequeñas misiones y tareas encomendadas a los soldados (adiestramiento de la policía afgana, construcción de una lavandería, prácticas de tiro, limpieza de la base), nos relata los problemas y peligros a los que deben hacer frente (ataques, tormentas de arena, intoxicaciones…) y nos presenta a unos personajes creíbles, muy bien caracterizados. El miedo, la culpa, los nervios o el insomnio son algunos de los sentimientos y de las reacciones físicas que los reclutan y los oficiales padecen a diario. Entre ellos destaca el teniente Egitto –hombre al que sus compañeros consideran equilibrado y meticuloso, pero que en realidad oculta con antidepresivos un hondo desarraigo familiar–, cuyo relato autobiográfico supone una de las cimas de la novela. Además, a través de conversaciones de chat y del intercambio de e-mails, tenemos acceso a la interioridad de otros personajes y a su modo de encarar, en la distancia, sus relaciones íntimas. En esa convivencia, los soldados –con independencia de su graduación– se despojan de su pudor y asumen como propio el cuerpo ajeno. La desnudez, el deporte, la obsesión por el sexo y la disentería los convierte en un cuerpo indisoluble. La segunda parte del libro, “El valle de las rosas”, relata la misión de escolta que el contingente militar realiza fuera de la burbuja de seguridad de la base. La introspección psicológica y las pequeñas aventuras que forman parte de la vida ordinaria de un soldado ceden paso a un angustioso episodio de narrativa bélica, de terribles y graves consecuencias para la tropa.
El cuerpo humano es un libro potente, en el que Giordano da muestras de una grandiosa habilidad para la descripción de caracteres. La guerra sirve de excusa para ahondar en las debilidad humana, en la soledad (países, compañeros y amantes componen un escenario efímero donde se representa la tragedia humana), en las razones por las que los individuos necesitan huir de su pasado. El sometimiento continuo a diferentes pruebas saca de cada uno reacciones insospechadas, respuestas animales que mitigan la frustración y el sufrimiento. La familia, a su vez, lejos de constituir un horizonte de quietud, se muestra como un potro de tortura que demanda insaciable centímetros –de talento, de tiempo o de amor– imposibles de dar.
Paolo Giordano ha tardado un lustro en encontrar la inspiración para su nuevo libro. No es relevante. Un escritor lo es por la calidad de su obra, no por su número de publicaciones. El cuerpo humano está lleno de vida y de verdad. Cuando se escriben novelas así no importa que la espera sea larga, así que pasen cinco años.

viernes, diciembre 21, 2012

Mr. Gwyn, Alessandro Baricco

Trad. Xavier González Rovira. Anagrama, Barcelona, 2012. 184 pp. 16,90 €

Santiago Pajares

Lo dije en una reseña anterior y lo mantengo: No se puede escribir más bonito que Alessandro Baricco. Quizá mejor, por supuesto, o más interesante y adictivo, pero no más bonito. Cuando cojo uno de sus libros siento que tengo entre mis manos algo hermoso, único y perfecto. Unas páginas que he de leer con cuidado, despacio, saboreando cada palabra. Y es que es una pena leer uno de sus libros en el metro o en el autobús, fijándote al mismo tiempo en la parada o soportando vaivenes. Un libro de Baricco ha de leerse en soledad, en un cómodo sofá con una taza de té al lado. ¿Que exagero? Quizá para algunos sí, pero es como yo lo siento. Y lo siento así porque Mr.Gwyn, su última novela, no es una excepción. No lo es en absoluto.
Mr.Gwyn es un autor de razonable éxito. Ha publicado un par de novelas que poco a poco han ido aumentando en prestigio y ventas, dándole a su creador una vida tranquila y acomodada. Un día, en un rutinario paseo, Mr.Gwyn tiene una epifanía, la certeza de que existen una buena cantidad de cosas que no quiere hacer más. Y hace una lista con cincuenta y dos apartados, uno detrás de otro, y la manda publicar en el periódico del que es fiel colaborador. Esta lista tiene cosas tan auténticas, tan de escritor, como no querer volver a posar con aire ausente y una mano en la barbilla. Y en el último punto, el cincuenta y dos, apunta «No volver a escribir libros». La alarma hace que su editor le llame inmediatamente y le pregunte si es verdad, si no quiere escribir más, y Mr.Gwyn afirma que sí, que se retira. Pasa un tiempo de vacaciones en un pequeño hotel de Granada lejos de la polémica y cuando vuelve, trata de decidir qué hacer con el resto de su vida. Porque aunque su posición era desahogada, no era millonario y debe volver a trabajar. Pero, ¿en qué? Como bien le dice su editor, un escritor no puede dejar de escribir, otros antes que él lo han intentado y fracasaron. Esta ausencia de escritura le provoca agudas crisis de ansiedad, crisis que él sabe que se solucionarían escribiendo. ¿Pero qué hay de su manifiesto? ¿Es ese su grado de determinación? Debe encontrar una salida, y pronto. Debe encontrar un trabajo.
Y es aquí donde viene el detalle del libro que más me gusta, el origen primigenio de toda la novela: Mr.Gwyn se inventa un trabajo. Le gustaría poder disponer de el tiempo y el espacio para tratar de comprender a alguien, analizarle y ver en su interior. Le gustaría pintar retratos, pero no sabe pintar. Así que la solución parece bien sencilla: Debe escribir retratos. ¿Pero qué es exactamente eso? ¿Cómo se escribe un retrato? Ni siquiera el propio Mr.Gwyn lo tiene demasiado claro, pero intuye una manera de hacerlo igual que como escritor podía intuir una historia. Ante el asombro de su editor busca un local con unas condiciones muy precisas, encarga a un artesano de bombillas (otro trabajo inventado), una luz muy especial y a un amigo músico una banda sonora larguísima para poder llevar a cabo el trabajo. Una vez lo tiene todo, sólo le falta el modelo sobre el que escribir. Y para empezar necesita a alguien especial, necesita comprender a alguien que todavía no se ha comprendido a sí mismo.
Es un trabajo nuevo con una nueva forma de entender la vida. Es una hermosa novela donde en el esfuerzo de alguien por comprender a otra persona nos llegamos, quizá, a comprender mejor a nosotros mismos.

jueves, septiembre 20, 2012

La historia de mi gente, Edoardo Nesi

Trad. Teresa Clavel Lledó. Salamandra, Barcelona, 2012. 160 pp. 9,50 €

Mara Montesinos

T.O. Nesi e Hijos S. A. era el nombre de la fábrica de tejidos con la que la familia Nesi se ganó la vida durante tres generaciones. La empresa fue fundada en 1926 por los hermanos Omero y Temistocle, en la población de Prato. Situada en la región de la Toscana, Prato fue una de las localidades industriales que engrandecieron la fama de Florencia en la artesanía de la ropa y el calzado. Dos décadas después de su fundación, en 1945, con el esfuerzo de sus dueños y de sus empleados, la fábrica de los Nesi se levantó sobre sus cenizas después de que un ejército nazi en retirada prendiese fuego a sus telares, pero no pudo sobrevivir a la globalización mundial de la economía y, en 2004, fue vendida a una compañía internacional. Edoardo Nesi, hijo de Alvarado y nieto de Temistocle, fue el encargado de organizar la venta, después de ser, desde 1993 y hasta el día de su venta, el director general de la compañía. “No acabo de ver si fui listo o cobarde”, escribe el autor, “si hice bien o traicioné” se pregunta, refiriéndose a ese ‘Hijos’ en el nombre de la empresa familiar, que revelaba el deseo de continuidad de sus fundadores.
La trayectoria de la fábrica de su familia le sirve a Nesi para hablar de “su gente”, un concepto que abarca mucho más sus propios parientes: es todo el tejido industrial textil de Prato. Y así habla de trabajadores concienzudos y responsables, de unos empresarios que no debían nada a los bancos, de telas de calidad que duraban años, del trabajo bien hecho y el descanso merecido.
Y aunque lo hace desde su faceta de industrial, y él mismo reconoce su posición de “niño mimado”, habla del orgullo de la industrial textil dignificando a todos esos artesanos, todos los obreros y empleados, y desde la añoranza de un sistema que “dejaba a todos ganar un poco” y elaboraba “los tejidos más bonitos del mundo”. Nesi cuenta cómo todo eso que era real y perfecto se perdió por culpa de gobernantes cegatos, acomplejados y crédulos frente a las corrientes económicas que les engañaron con baratijas, y frente a quienes decidieron producir fuera poniendo luego, eso sí, el “Made in Italy” a las prendas “porque han sido pensadas en Italia”.
La historia de la gente de Nesi puede ser la de la industria textil española, de las fábricas de telas de Tarrasa o Sabadell, o de los talleres de Caspe, cuyas costureras confeccionaban hace una década trajes de Dior. En definitiva, nos habla del fraude a la clase media europea, esos ciudadanos que ven, que vemos, deshacerse la tierra bajo nuestros pies cuando nos habían dicho que pisábamos roca sólida.
En su relato chirría un poco alguna visión un poco apocalíptica de posibles brotes xenófobos o de arranques populistas. Pero hace justicia a “su gente” cuando nos cuenta su “historia” con tono épico, incluso en las anécdotas más livianas, en detalles sencillos pero cercanos al alma del lector. Porque Nesi no era solo un director general de una empresa de tejidos entre 1993 y 2004, era también un escritor que, con la aquiescencia tácita de sus socios-parientes, sacaba tiempo en sus jornadas en la fábrica (de ocho de la mañana a siete de la tarde “porque no conviene que la empresa esté abierta sin ninguno de los propietarios”, según la máxima paterna) para escribir sus propias obras. Nesi también ha traducido a varios de sus autores favoritos, desde Lowry a Foster Wallace, pasando por Scott Fitzgerald o Chatwin, entre otros.
Y esas vivencias literarias constituyen el otro pilar de este texto, tan importante en la obra como el relato de la epopeya familiar y de la decadencia de la industria textil Toscana. Y en ese apartado, reflexiona sobre la naturaleza de la creación narrativa y el oficio y la vocación de escribir. Industrial y creador, Nesi mezcla ambos mundos, inventando con su diseñador textil “los jerseys de lana de Fitzgerald o el lino de las camisas de Hemingway cazando elefantes en África”.
También nos deja hermosas páginas sobre su pasión por la lectura, sus libros y escritores favoritos, las razones para leerlos. Hijo de su tiempo, en sus referencias no faltan directores cinematográficos como Tarantino, ni evocaciones a la música pop y rock.
En el año 2006, Edoardo Nesi escribió La edad de oro. La historia de un empresario textil de Prato que lucha contra la extinción de su fábrica y contra su propia extinción física, enfermo de un mal incurable. El libro fue uno de los finalistas en el Premio Strega, el máximo galardón de las letras italianas. En la mañana del 28 de febrero de 2009, en la mayor manifestación de protesta del sector textil de Prato, un Edoardo Nesi que acudía pensando en si merecía estár allí después de haber abandonado su empresa, (“si fui listo o cobarde”), solo recibió felicitaciones por su libro y fue colocado por sus colegas arruinados y los trabajadores desempleados en la cabeza de la manifestación, sujetando la pancarta. Sus emociones de ese momento sirven de colofón a esta historia de su gente:
«Ahora sé que no viviré el deslumbrante esplendor fitzgeraldiano en que me parecía vivir cuando tenía 18 años y sueños ilimitados, (…), y a mi alrededor cualquiera podía intentar hacerse empresario y sentirse dueño de su futuro, incluso yo. Sé que soy siervo de mis libros y mi familia, y mi destino es escribir. Mientras pueda.
Hoy, sin embargo, quiero seguir caminando junto a los míos. No sé bien adonde vamos, pero desde luego no estamos parados”»

jueves, junio 07, 2012

No tengo miedo, Niccolò Ammaniti

Trad. Juan Manuel Salmerón. Anagrama, Barcelona, 2011. 225 pp. 17,90 €

Estelle Talavera Baudet

Si ya es complicado tejer una teleraña resistente a la lectura, la interiorización, el universo fuera de este mundo, sin que se rompa y nos decolguemos, más aún es lograrlo desde el mundo visto, masticado e intuido por un chaval de unos 8 años.
Lo que logra Niccolò es inaudito. Yo, como adulta, entre líneas veo los precipicios que él ignora y observa con curiosidad. Veo las personalidades, las amenazas, las falsedades no dichas, los gestos (claros, no obvios pero magníficamente tejidos entre tanta inocencia; sorprendentemente efectivos), el curso lento pero constante hacia la tragedia. Y es espeluznante intuir esa tragedia entre ruedas de bici, juegos de pelota, carreras sin aliento hasta la casa abandonada...
La vida familiar aparentemente normal se va mezclando y enrareciendo, y poco a poco hacen de este niño un adulto a punto de eclosionar. Realmente No tengo miedo es el comienzo del miedo, la pérdida total de esa siesta interminable, un día de calor, bajo un árbol, para adentrarse en líneas torcidas, para ir descarrilando, lentamente, hasta dar de bruces contra el suelo. Como se ha dicho de él acertadamente: «…el difícil aprendizaje del manejo del poder y del conocimiento que viene del mundo adulto…»
No hablaré del argumento, pues descubrirlo poco a poco de la mano del protagonista es lo que realmente nos deja, como lector adulto, acostumbrado a otro tipo de narración “de tú a tú”, con la boca abierta, con el alma en vilo, el corazón latiendo al ritmo de los pedales de esa bici, a veces pidiéndole que visite aquella casa, otras que se aleje corriendo y desaparezca. Y es inevitable pedalear con él, tratar de calmarle, avisarle, explicarle, acunarle. Ammaniti logra, como no había visto antes, plantear de forma convincente y real, muchos de los conflictos de la edad del despertar, y en ningún momento su inocencia o su lenguaje, nos deja atrás, sino que no deseamos, al final, ningún otro lenguaje que el que sale de un corazón tan tierno todavía, tan limpio y espontáneo. Tan sin miedo aún. Sorprendentemente.
Conmovedora, esta historia atrapa y engulle, y terminársela duele por muchas razones.
Pocos libros recomiendo encarecidamente. Pero este es uno de ellos.

viernes, marzo 30, 2012

Su marido, Luigi Pirandello

Trad. Miguel Angel Cuevas. Traspiés, Granada, 2012. 278 pp. 19,50 €

Ángeles Prieto

Antes de entrar en el intríngulis de esta singular y excepcional novela, me gustaría advertir a los lectores que procuren no acercarse demasiado a los escritores que sinceramente admiren. Porque adentrarse en sus vidas profesionales no aumentará la estima que sientan por ellos y sí, muy probablemente, saldrán tan escarmentados de la experiencia que no volverán jamás a leerlos. Asunto que suele sobrevenir porque la vanidad reina en el mundillo social literario, la que verdaderamente preside un mercado de faranduleros muy mal remunerados, rodeados por un esperpéntico clima de envidias y chismes, tantas veces mafioso y sangriento por adquirir una columna socorrida o un boyante premio, únicos medios con los que pueden conseguir algo de dinero, ambiente del que hay que huir porque nos venden firmas, poses y fotos con afán comercial, pero rara vez libros, aunque sea ese preciso producto el que nosotros estemos adquiriendo.
Pues bien, este estado de la cuestión ya denunciado por Julien Gracq en su magnífico ensayo La literatura como bluff de 1950, ya se nos pone bien de manifiesto en esta intrépida y contemporánea historia escrita en 1911, nada menos. Novela que nos resulta extraordinariamente cercana porque la podríamos encuadrar sin problemas en ese género mixto, entre la literatura y la vida particular, que alcanzaría su apogeo con las obras de Thomas Bernhard, W. G. Sebald y no pocos autores españoles actuales fuertemente impregnados de autobiografismo. Con la única diferencia de que esta novela está escrita en tercera persona.
Porque adentrarnos en la vida, con no pocos puntos en común, de la pareja de autores contemporáneos que consiguieron el Premio Nobel para Italia durante el siglo XX, nos proporcionará esa clave sentimental necesaria para entender este testimonio, y también los motivos de su escasa difusión posterior, más allá de la colaboración de Pirandello con el régimen mussoliniano que por supuesto afectaría a la totalidad de su obra tras la Segunda Guerra Mundial. Así, bajo el personaje de Silvia Roncella podemos determinar que se esconde la figura notable de Grazia Deledda nacida, al igual que el autor siciliano de esta novela no en la Italia continental, sino en una de sus islas, Cerdeña, también marcada por el atraso cultural y por la depresión que supuso, para estas tierras esperanzadas en un progreso que no llegaría, la pérdida de las ilusiones garibaldianas.
También debemos hacer constar que ambos autores coincidieron también en el hecho de contraer sus matrimonios respectivos, igualmente desgraciados, inducidos por una fuerte presión familiar, asunto que llevaría a Pirandello a descargar, a ratos con ironía caricaturesca, a veces bajo una sensible depresión, toda su amargura conyugal en esta novela. Y aunque no sepamos si lo hizo porque había establecido un romance con Deledda, asunto que no podemos descartar dado que Silvia es un personaje con pocos defectos y en cierta forma idealizado, o porque ella simplemente le sirviera como espejo donde reflejarse, eso bastó para que todo el mundo fuera consciente de la incómoda inoportunidad de airear entonces, y mucho tiempo después, esta historia verdadera.
Porque el auténtico e insoportable patán que se nos revela que bajo el nombre caricaturesco de Giustino Boggiolo, marido de la protagonista, no puede ser otro que Palmiro Madesani, oscuro funcionario del Ministerio de la Guerra y marido de Grazia, que aquí se lanza sin pudor, rubor, ni vergüenza a la venta profesional de la vida y milagros de su esposa, en pleno ascenso de su prestigio literario.
Así, con estos mimbres auténticos, avanzaremos tragicómicamente por una novela sólida, bien escrita y magníficamente traducida que asimismo desembocará en un final realista, perfectamente adaptado a los conceptos de dolor, culpa y muerte que obsesionaron a Deledda toda su vida, aunque con ello se traicione en cierta manera el tono literario de una narración que sólo hasta el momento último alternará siempre el humor con la amargura, para decantarse por esta última.
El resultado, por tanto, como suma de una historia fascinante, un rescate necesario y un libro honesto y cálido, es que nos dejará agridulces, pensativos y admirados.

miércoles, septiembre 21, 2011

Sobre la felicidad a ultranza, Ugo Cornia

Trad. Francisco de Julio Carrobles. Periférica, Cáceres, 2011. 174 pp. 16,5 €

Marta Sanz

Ugo Cornia es uno de esos raros escritores que sí saben conducir —y eso es casi una excentricidad o quién sabe si un peligro— y, al mismo tiempo, es uno de esos escritores que conoce y asimila, sin caer en el culturalismo, una tradición literaria reconocible por su falsa ligereza y sencillez, por su mezcla de comicidad y sentimiento trágico de la vida, por su obsesión por los lazos familiares, la muerte y el vicio —o el arte— de fumar. Mientras en la cama, muy sonriente —a veces tan sonriente que la sonrisa se me hace un tic incómodo—, estoy leyendo a Cornia se me vienen a la cabeza dos autores: el Giusseppe Berto de El mal oscuro y el Svevo de La conciencia de Zeno. El zumbido de la asociación, en este caso, es una cuestión de similitud en el tono que, en el ámbito de la buena literatura, remite a una visión del mundo común; una visión del mundo que no sé si me atreveré a describir porque parece complicado renunciar a esa sonrisa de la cama, a ese dejarse llevar cariñoso e ingenuo —venenoso—, para ponerse con los rigores de la interpretación de una prosa que se bebe como el agua, pero que, al día siguiente, cuando se ha pasado por la túrmix del corazón y del hígado, resulta que no es agua sino orujo, alcohol para limpiar la pompita del glúteo antes de las inyecciones, pura lejía… Quizá la diferencia entre Ugo Cornia y sus antecesores tiene que ver con que el escritor de Módena es un poco más amable. Supongo que eso forma parte de las peculiaridades de nuestra contemporaneidad, la ideología hegemónica, el campo literario y todas esas zarandajas que no dejan de tener su interés.
Cuando leemos Sobre la felicidad a ultranza podemos caer en la tentación de acercarnos al texto en clave autobiográfica e incluso en clave generacional. Y es ése un acercamiento válido porque da la impresión de que el autor no interpone barreras entre él mismo y su voz narrativa. Yo no conozco a Ugo Cornia, pero el texto transmite una sinceridad que, a menudo erróneamente, suele exigírsele a una novela que asume las coordenadas de la narración autobiográfica. Da igual si es verdad o mentira que el padre de Cornia fumaba o si su madre estaba pasada de peso o si una muchacha, cuyo rostro era “un verdadero milagro”, le mordió la lengua mientras los dos se besaban al abrigo de unos soportales. Lo importante es que, como lectores, creemos. Incluso en esos pasajes dondese detecta un exceso de ingenuidad, de espontaneidad impostada, por parte de la voz de un hombre que ya supera los cuarenta años. O quizá es que este libro, en apariencia poco aparatoso conceptualmente, también habla de la crónica dificultad de crecer o de la dificultad de crecer y el apego a los padres de una generación que es la mía, o de esa misma dificultad en el contexto de la cultura mediterránea frente a otras culturas partidarias de empujar a los pollos muy pronto del nido para que se estampen contra el suelo, o quizá el tema se relaciona con el privilegio que supone esa dificultad de crecer cuando la pretensión del ser humano se identifica con su deseo de ser feliz. La elección de ese tono que hace que al lector se le vaya el oído durante varios días es verosímil: Cornia escribe este texto —yo no lo llamaría “novela” y eso no tendría la menor importancia— abducido por el adolescente o el joven que fue, por el hombre en proceso de crecimiento irreversible hacia la muerte. Porque este libro recoge pensamientos —y “recoger pensamientos” no es exactamente lo mismo que reflexionar— sobre cuatro cosas: muerte, sexo, felicidad y familia. Todo ello visto con una mirada laica, incluso atea, donde se toleran los fantasmas, los pentimentos psicológicos, la superstición y las manías, los gritos desgarradores, pero jamás la culpa, ni esa retorcida incomunicación que define las relaciones familiares sobre las que indagan a menudo traumatizados artistas nórdicos. Pienso en las películas de Bergman y de Lars von Trier. Pienso en aquella joya del Dogma, dirigida por Thomas Vinterberg, que se titula Festen. Sobre la felicidad a ultranza se coloca en las antípodas de ese clima opresivo y represivo. Cornia dibuja la luz mientras sus personajeshablan por los codos —vivos o muertos— e, incluso cuando no hablan, se entienden perfectamente y se tienen completamente calados. Cornia experimenta con un modo de concebir el arte simétrico a un modo de concebir la vida, retratada en su plenitud, hasta en sus experiencias más dolorosas: esas que de tan trágicas se hacen cómicas o entrañables con el paso de un tiempo que todo lo cura y lo sana como el culito de rana.
El libro de Cornia recoge pensamientos que parecen flores en lugar de cavilación y que, sin embargo, son profundos, casi atávicos, y consuelan aquien lee sin despeñarse por el abismo dela religiosidad —ni siquiera del panteísmo—, de la ñoñería cursio del confort psicológico propiciado los libros de autoayuda, como si el subconsciente o la “vida interior” fueran la república independiente de tu casa —y una porra—. Sobre la felicidad a ultranza invita al disfrute. A la salud que huye del riguroso y desbocado examen de conciencia y de los malos recuerdos enquistados. Aun así, Cornia no nos permite olvidar que ciertos destinos son inexorables y, recreando lasdesapariciones de sus seres más queridos —sus padres, su tía—, expresa la indeleble presencia del amor, el placer de su despertar sexual, el miedo, las ganas que tiene de olvidarse de su propia caducidad para comerse la vida a bocados con más gusto. No hay tragedia y, no obstante, la tragedia siempre está ahí. No sé si me explico.

jueves, junio 16, 2011

Fábula del archidiablo Belfagor, Nicolás Maquiavelo

Traducción y edición: José Abad. Traspiés, Granada, 2011. 81 pp. 10 €

Ángeles Prieto

Hete aquí que hoy, en un ejercicio de evidente masoquismo, me apetece elogiaros un texto impresentable, políticamente incorrecto, aquejado de marcada misoginia. Una anomalía absurda que además no tiene razón de ser, al provenir de uno de los filósofos más inteligentes de todas las épocas, el sagaz florentino Nicolás Maquiavelo, el mismo que soltó aquello de: “pocos ven lo que somos, pero todos ven lo que aparentamos”, estableciendo así el verdadero motivo de lo que sería el modus vivendi ideal de la Edad Moderna (siglos XVI al XVIII) y buena parte de la Contemporánea. Pero por supuesto, hablamos de unas ansias de figurar que caracterizan tanto a mujeres, como a hombres. Por lo que la maquiavélica identificación del afán ostentoso de éstas con el origen de todos los males, además supone una acusación bastante injusta.
Pero sucede también que amo los relatos breves, ligeros, escritos con desparpajo y desenvoltura, con total libertad, sin moralinas ni autocensuras, que además no cierran por completo el paso a la fantasía. Y me he topado aquí con uno de estos ejemplos interesantes y originales, en buena parte rompedores y adelantados a su tiempo, que rara vez jalonan la historia de la literatura haciéndola avanzar alejada de rígidos y eclesiásticos vericuetos, siempre impuestos.
Porque si partimos de la Metamorfosis de Ovidio y continuamos con el Asno de Oro de Apuleyo, llegaremos al crucial siglo XIII con dos figuras geniales y emblemáticas, afines a Maquiavelo, de las que cuales bebió este con fruición a fin de redactar esta original exempla o fábula archidiabólica. Me refiero por supuesto a Dante, con su Divina Comedia y su detallada descripción del burocrático infierno, que quedaría como modelo para toda la eternidad, y como no podía ser menos, también a Giovanni Bocaccio, en ese Decamerón donde hombres y mujeres celebran su canto a la vida, y contra la muerte, viéndose envueltos en notables enfrentamientos, bromas, burlas y enredos.
Tras ellos, encuadraríamos este cuento de Maquiavelo como un hito más dentro de una larga tradición, pues tendría continuidad temática en posteriores e importantes obras dramáticas. Primero, en comedias o tragicomedias que desarrollarán bien el tema de la uxorginia (horror a tomar esposa o aversión al casamiento), como en La fierecilla domada de Shakespeare o bien, siguiendo el no menos interesante asunto de los diablos mezclados en tratos humanos, encontraríamos El diablo cojuelo de Vélez de Guevara o El mágico prodigioso de Calderón. Y por supuesto, también en lo que consideraríamos tiempo después, novela. Empezando por El diablo enamorado del ilustrado Jacques Cazotte, pasando por el impresionante Fausto de Goethe y terminando con El maestro y Margarita de Bulgakov.
Y como no pienso revelar el argumento de tan interesante y original relato del florentino, ya sólo me quedaría la opción de recomendar su lectura no sólo a los alegres divorciados, libres ya del despotismo matrimonial, sino también a todo estudioso, amante de la literatura, que tomará así buena nota de que la historia de la literatura no es más que una continuada carrera de relevos. En cuanto a nosotras, pobres y vilipendiadas mujeres, nos quedará siempre el reconocimiento, aunque también la opción, de seguir otra máxima de Maquiavelo: Los hombres ofenden al que aman, nunca al que temen. Así que señoras, aplicaos el consejo.

miércoles, abril 21, 2010

Kaputt, Curzio Malaparte

Trad. David Paradela López. Galaxia Guttemberg, Barcelona, 2010. 530 pp, 22 €

Julián Díez

Recientemente, en un vuelo transoceánico, me tocó en suerte como vecino de asiento un americano neocón de manual. Me explicó toda la retahíla habitual del darwinismo social galopante, lo que se esconde tras la máscara de esos que por aquí se autodenominan liberales: que él no estaba dispuesto a pagarle la sanidad a un borracho —aunque supusiera condenar a muerte a un montón de pobre sin un gramo de alcohol en sangre—, que estaba orgulloso de no deberle a la sociedad su educación sino que la había pagado de su bolsillo —aunque supusiera que otros no pudieran pagársela ni gozar de su teórica “igualdad de oportunidades” jamás—, que le molestaba que los individuos tendieran a delegar en la sociedad parte de sus libertades, por ejemplo la autodefensa —aunque supusiera millones de armas circulando por el país, una porción de ellas en manos de potenciales desequilibrados—. Etcétera.
Sé que no es posible discutir con alguien así: tienen un problema básico de falta de empatía —que sin embargo no les evita en su momento reclamar la ayuda de la sociedad cuando es necesario, por ejemplo cuando se les hunde la empresa—. Además, esos estadounidenses —ahora de capa caída, pero que sirven de inspiración a los tardofascistas que por ejemplo triunfan en Madrid— tienen un problema adicional: no han vivido en un entorno en el que se hayan desarrollado los hechos que retrata brillantemente el libro que estaba justamente leyendo en esos días, Kaputt.
De manera episódica, como en un lienzo impresionista, el italiano Curzio Malaparte nos retrata la degeneración moral de toda una civilización. A partir de la idea de que unas personas merecen vivir más que otras —como para mi vecino neocón su vida vale más que la de quien no pueda costearse un seguro médico, puesto que a su criterio la sanidad no es un derecho, sino un privilegio a pagar—, la sociedad alemana se despeñó por un barranco de corrupción, de indignidad; sin abandonar además la elevada preparación cultural de ese pueblo, su metódica eficacia o su amor por la ciencia, factores todos ellos que contribuyen a horrorizarnos aún más hoy como sofisticados potenciadores de su embrutecimiento.
Malaparte fue un periodista a la antigua usanza: un privilegiado que podía codearse con los protagonistas de la historia no en multitudinarias ruedas de prensa o breves entrevistas pactadas, sino en su propio entorno, en periodos de convivencia. Elegante, mundano, irónico... también era capaz de recorrer en solitario los campos de batalla para respirar el hedor de la muerte, para acumular vivencias no con las que llenar la crónica diaria, sino para hacer reflexiones y reportajes a largo plazo, historias a fondo. Fue fascista, acabó un poco comunista, pasó por la cárcel, escribió varias obra maestras, una de ellas estas discontinuas memorias de guerra, desde el punto de vista de los perdedores, pero retratando con descarnada frialdad los comportamientos presenciados.
Desfilan por sus páginas oficiales alemanes de alta graduación que charlan sobre el extermino de judíos en el ghetto de Varsovia mientras degustan un asado, diplomáticos incompetentes, Himmler, soldados rumanos embrutecidos, nobles polacos bailando mientras su pueblo sucumbre, Galeazzo Ciano, cadáveres congelados de soldados rusos empleados como señales de tráficos, nuestro conde de Foxá completamente borracho, un príncipe pintor de Suecia, obreros soviéticos forzosamente convertidos en mártires, cientos de cabezas de caballo rígidas emergiendo de un río finlandés congelado... Una panorámica completa y viva de un periodo fundamental para entender lo que es Europa, y aún más, para comprender lo que decidió no ser para evitar volver a andar este camino.
Kaputt es de esos libros que estaba en los años setenta en las estanterías de muchas familias, en la época en que se intentaba entender lo que ocurrió cuando Europa decidió desangrarse. Es normal que la mayor parte de esa generación tuviera unas ideas más progresistas de las que ahora intentan exportarnos. Ha estado décadas fuera de catálogo, y Galaxia Gutenberg nos lo trae en una nueva traducción, muy sabrosa, que ha optado por dejar en su idioma original las incontables parrafadas en distintas lenguas incluídas por Malaparte. Bienvenido de vuelta este libro necesario.

lunes, marzo 15, 2010

Perdona pero quiero casarme contigo, Federico Moccia.

Trad. Patricia Orts. Planeta, Barcelona, 2010. 672 pp. 18,90 €

Carmen Fernández Etreros

Segunda parte del éxito indiscutible para lectores juveniles, y no tan juveniles, Perdona si te llamo amor. Novela que abrió en Italia una controvertida polémica desde su publicación, ya que plantea una relación entre un pareja con veinte años de diferencia de edad: Niki una joven estudiante de 17 años y Alessandro un publicista triunfador de 37 años. Ambos superan todos los prejuicios sociales, vitales y emocionales en aras de su incomprendido amor, y en esta segunda parte tras un año de relación se les vuelve a plantear otro reto: el matrimonio. Cuarto libro del autor italiano Federico Moccia tras A tres metros sobre el cielo, Tengo ganas de ti y Perdona si te llamo amor.
Perdona pero quiero casarme contigo es una novela de lectura y estructura sencilla, apoyada en un lenguaje fresco y espontáneo. Escrita para desconectar y dejarse llevar por los ágiles diálogos y la falta de descripciones largas y complicadas. Una novela ligera sobre el poder irresistible del amor. Un cuento moderno en el que sobrevive un príncipe azul y triunfador que se la juega pidiendo matrimonio en un helicóptero a la princesa estudiante y descalza. Una novela a veces predecible pero cuyos recursos se enmarcan dentro de una trama lineal y esperada.
Esta vez la novela de Moccia se centra menos en la relación amorosa de los protagonistas y más en la influencia de los agentes exteriores a la pareja: los familiares, las hermanas posesivas que quieren controlar todo en la boda de su hermano, los amigos cuarentones desengañados de sus relaciones, las amigas veinteañeras que no comprenden la prisa de su amiga por casarse, las tentaciones que les pone la vida en el camino... La relación de Alessandro y Niki se queda apartada por todo lo que les rodea y les coloniza. A la vez se siente palpitar en la novela el ambiente de este siglo la música, la moda, las fiestas... Problemas incluso como el divorcio o las infidelidades conyugales de sus amigos cuarentones como Enrico, Flavio y Pietro o los embarazos no deseados juveniles como el de Diletta, son tratados en la novela de Moccia sin dramas ni graves debates.
Una novela como he señalado ligera y entretenida, sin grandes reflexiones ni honduras pero bien escrita y que refleja los problemas de ciertos sectores de la sociedad y que triunfa sin duda entre los jóvenes lectores.

jueves, marzo 04, 2010

Serena Cruz o la verdadera justicia, Natalia Ginzburg

Trad. Atalaire. Acantilado, Barcelona, 2010. 152 pp. 12 €

Alejandro Luque

En un café, tres amigos se desayunan con la misma noticia: un grupo de estadounidenses de una organización caritativa ha sido detenido en la frontera de la República Dominicana cuando trataba de sacar a 33 niños haitianos de su país. “Qué horror, quién puede secuestrar a esas criaturas”, dice uno. “Allí donde se los lleven, estarán mejor que en su casa”, dice otro. “Seguro que iban a prostituirlos”, tercia el último. Son tres comentarios habituales que dejan ver las trampas y los lugares comunes a los que tan frecuentemente cedemos cuando hablamos de menores, adopciones y tutelas.
Natalia Ginzburg (1916-1991) quiso abordar una controversia análoga en una serie de textos que conforman el libro Serena Cruz o la verdadera justicia. El caso en cuestión es el de una humilde familia turinesa que a finales de los 80 acogió a una niña filipina, hallada en un contenedor de basura de Manila y trasladada a Italia sin expediente de adopción, bajo simulación de ser el fruto de una relación adulterina. A pesar de que la niña se adaptó con rapidez a su nueva vida y demostró notables progresos, el Tribunal de Menores italiano intervino y se abrió un proceso que desembocó en la retirada de la custodia a los padres adoptivos, con la subsiguiente polémica —tan italiana, por otra parte— entre partidarios y detractores.
Ginzburg, la más vehemente abanderada de permitir que la niña siguiera al lado de sus nuevos padres, se propone entonces desgranar concienzudamente todas las circunstancias del caso, con opositores de la talla de Norberto Bobbio, poniendo el acento en el bienestar de Serena y en el horrible daño que la justicia iba a infligir al matrimonio al arrebatarla de sus brazos. No resulta fácil aceptar todos y cada uno de los puntos de vista de la autora, pero al cabo el lector acaba entendiendo al menos dos cosas: Una, que no se trata tanto de imponernos su parecer como de obligarnos a reflexionar por un instante sobre cuestiones en las que solemos pensar con ligereza; y dos, que lo que subyace en el texto es una durísima invectiva contra la deshumanización de los jueces —aferrados a la letra de la ley e incapaces por ello de interpretar la realidad con cierta perspectiva— y del sistema en general, pues los trabajadores sociales y las instituciones de acogida también se llevan su parte. El enemigo a batir son los tibios, según la bíblica acepción, y contra ellos arremete sin concesiones.
Aunque de familia turinesa, Ginzburg debió de recibir de su Palermo natal la idea de familia —chistes de mafiosos aparte— como asunto central de la vida italiana. Dicha idea atraviesa sus obras capitales, desde Las palabras de la noche a Léxico familiar, pasando por la novela epistolar Querido Miguel. Pero advertimos de que su enfoque tiene muy poco que ver con la visión integrista de familia que suele exhibir la Conferencia Episcopal española. Su opinión del aborto, presente también en los ensayos de Ginzburg, es por ejemplo de un laicismo sin fisuras.
Encendida de pasión, la escritora camina a veces por la cuerda floja de la demagogia. Por un lado, es consciente de que el Estado debe extremar las precauciones y garantías antes de entregar a un niño a unos padres adoptivos, pues los errores en este sentido suelen tener consecuencias irreparables; y, por otro, se exaspera al desentrañar la tupida red de trabas burocráticas que retrasan los expedientes. También cae en la tentación de apelar al desamparo para justificar el comportamiento del matrimonio protagonista. «Los ciudadanos —escribe— forman parte del Estado. Tienen todo el derecho a ser socorridos por el Estado cuando sufren graves problemas. Es un estricto deber del Estado socorrerlos. No lo cumple. No no lo cumple, aunque debería hacerlo. No lo cumple, y en cambio hace trizas a las familias. Separa a los hijos de los padres. A los hermanos de los hermanos. Entonces, ¿qué debemos pensar de un Estado así?».
O recurre al socorrido principio de proporcionalidad para comparar este caso con la corrupción generalizada del país, de modo que el asunto de Serena Cruz parece pecata minuta: «Si lo pensamos en el marco de todo lo que sucede hoy en Italia [el libro apareció en 1990], si lo pensamos junto a otros fraudes innobles, abyectos y siniestros que se cometen a diario, por motivaciones abyectas e innobles, entonces el burdo engaño de este hombre, si es que lo hubo, parece un engaño leve».
La argumentación de Ginzburg es no obstante tan vigorosa y emocionante que imposibilita la indiferencia y estimula un debate, necesario aún hoy, que no siempre tiene la suerte de ser planteado desde la buena literatura.

viernes, enero 08, 2010

El color del sol, Andrea Camilleri

Trad. María Antonia Menini Pagès. Salamandra, Barcelona, 2009. 125 pp. 12,50 €

Alejandro Luque

Los expertos tienen constancia de que Caravaggio vivió una temporada en Sicilia y firmó en esta isla varias de sus obras maestras. Andrea Camilleri (Porto Empedocle, 1925), conocido por el gran público como autor de la saga policíaca del comisario Montalbano, se desvía de su línea habitual recreando tales hechos en El color del sol, el último de sus libros publicados en España.
El germen de esta narración, conviene advertirlo, es una invitación de la conservadora del museo Kunst Palast de Düsseldorf para que Camilleri escribiera un relato sobre Caravaggio a propósito de una gran exposición dedicada al pintor. El siciliano envió las quince cuartillas solicitadas, pero a esas alturas su imaginación ya se había desbordado hasta el largo centenar de páginas que recoge este volumen.
Tarea de encargo pues, el relato arranca con el recurso del manuscrito encontrado, aunque tratándose de Camilleri siempre cabe esperar algo más que narraciones de plantilla. En efecto, el autor se pone a sí mismo como personaje que se desplaza a Siracusa para asistir a una representación teatral. Allí recibirá un extraño mensaje que le llevará hasta una finca rural, donde un no menos misterioso anfitrión le ofrece consultar un documento único: unos supuestos diarios de Caravaggio, a los que Camilleri accede tan sólo por unas horas, con la posibilidad de hacer anotaciones selectivas, antes de ser devuelto a la ciudad con el mayor secretismo.
Así pues, el lector dispondrá de una serie de fragmentos en los que podrá ir siguiendo de manera intermitente la peripecia de Caravaggio desde Nápoles a Malta, donde ingresó como pintor general de los Caballeros de la Orden. De allí fue expulsado por conducta inmoral, aunque los historiadores no se ponen de acuerdo si fue por su proclividad a las riñas —gran pendenciero debió de ser Caravaggio— o por alguna grave indisciplina. Lo cierto es que su exilio en Sicilia, que se prolongó durante nueve meses, da pie a Camilleri para mezclar datos fidedignos y licencias fabulosas, encierros y mundanzas, amistades, amoríos y disputas, agudas observaciones sobre la pintura barroca y sobre la libertad del creador, supersticiones como aquel colirio que facultaba al artista para mirar sin peligro al sol —fundación mítica del tenebrismo italiano— y personajes reales que le sirvieron de modelo.
Todo ello, convenientemente ilustrado con buenas reproducciones a color, hacen del libro de Camilleri una lectura muy amena, a ratos absorbente. El itinerario que dibuja por Agrigento, Licata, Siracusa, Mesina y Palermo remite además a la larga tradición del relato de viajes en Sicilia, que va de los diarios de Goethe al Carrusel de Lawrence Durrell, pasando por el formidable Retablo de Vincenzo Consolo.
No obstante, de la lectura se desprende una serie de flecos que llevan a pensar que Camilleri podría haber obtenido un resultado más redondo. El hecho de que un escritor famoso como él se deje arrastrar por un anzuelo tan endeble como el de un simple mensaje deslizado en su bolsillo se antoja bastante inverosímil: la “deformación profesional” que invoca la publicidad de la editorial no es del todo convincente.
Por otro lado, ¿para qué le revela su anfitrión el original de los diarios, si sólo permite al escritor garrapatear a toda prisa algunos pasajes? ¿No habría podido permitirle fotografiar estas páginas, o prestarle una transcripción, si realmente quería divulgar su contenido? No es fácil sacudirse la sospecha de que este sistema alivia a Camilleri de redactar una novela en condiciones, de cabo a rabo, confiando en que el planteamiento esquemático sea suficiente.
Claro que podemos imaginar al viejo escritor defendiéndose de estas suspicacias con un encogimiento de hombros y una sonrisa astuta: ¿Acaso —diría tal vez— no es la novela fragmentaria lo que se lleva en estos tiempos?