El Garaje, Madrid, 2015. 114 pp. 10 €
Miguel Baquero
El factor predominante en Tiempo prestado, primer libro de cuentos del compostelano, afincado en París, Antonio de Castro (1973), y el que da coherencia a todo el conjunto de relatos es, sin duda alguna, la violencia. Pero no una violencia explícita, exhibicionista, “palpable”, de la que se pueden poner innumerables ejemplos en otras obras de literatura o del cine, sino una violencia soterrada, difusa pero siempre presente. Una violencia que lo impregna todo, que acompaña a los personajes a lo largo de las páginas en que aparecen en el cuento, y que ni siquiera concluye al tiempo que el relato, sino que se advierte que viene persiguiéndolos desde antes y que los seguirá hostigando aunque el autor haya puesto ya al relato el punto final.
Los protagonistas de los catorce relatos que componen este libro se mueven todos ellos en un ambiente hostil, son víctimas de una enemistad que en ocasiones no parece haber surgido de ningún acto malvado o equivocado por su parte, sino que es una consecuencia natural de la vida. Incluso la característica vital por excelencia. Así, en el relato que da título al volumen, el niño que es perseguido por sus compañeros de colegio, dispuestos a darle una paliza azuzados por ya nadie recuerda qué ni qué fue lo que detonó el enfrentamiento, tampoco importa. Simplemente, hay en el aire deseos de pelea.
A veces, el cuento arranca con una violencia tal y tan sin explicación previa que sobrecoge al lector. Así, en el titulado “The Butcher Boy”; este es el arranque:
«Una mañana de noviembre, Michel Verneau hablaba con un compañero en el patio del instituto cuando otro alumno lo sujetó por un hombro, lo lanzó contra la pared y le pegó varios puñetazos que le hicieron caer…»
Violencia gratuita, descarnada, sin sentido, todos los adjetivos que se le quiera poner, incluso tierna, como la de ese adolescente (otro factor clave de este volumen de relatos es la presencia de numerosos adolescentes en él) del cuento titulado “En la papelería”, que despierta de forma brusca, impulsiva, imparable (violenta en fin) al deseo sexual.
«Me sentía empujado a levantar la vista del libro para mirarla sin que se diera cuenta, aunque me sorprendió un par de veces y no volví a intentarlo».
En ocasiones, es tal (o se adivina que ha sido tal) la carga de violencia que los personajes vuelven al cabo de los años a tratar de resolver una situación, una vieja cuestión de juventud, que ha quedado sin zanjar, y en cada palabra, cada gesto, cada diálogo y cada réplica, De Castro nos hace ver, con una sutileza asombrosa para un primer volumen de relatos, que todo en el cuento está pidiendo gresca. Es como un barril de pólvora al que sólo le falta que una chispa se acerque demasiado para saltar por los aires.
«—¿Cómo te va? El otro se agachó y acercó su rostro al de Novoa. No se dieron la mano. Novoa se estremeció al reconocer aquellos rasgos duros que, a causa de la oscuridad, se le antojaron grotescos. Zahera no había cambiado mucho. […] —No me puedo quejar —respondió Zahera—. ¿Pero a ti qué se te ha perdido aquí?»
Este es el gran mérito, y donde radica la mayor virtud literaria de este conjunto de relatos: en saber tensar las situaciones hasta un punto en que el conflicto resulta irremediable y sólo falta saber si se producirá dentro de las páginas o ya “fuera de plano”. En todo caso, es de insistir en la precisión con que De Castro da cuerpo a unos personajes solitarios, rodeados de hostilidad, perdidos y desprevenidos ante la tormenta inminente, personajes que quisieran huir si tuvieran algún sitio al que hacerlo. Esa capacidad de dibujar la violencia “latente” en cada uno de los catorce relatos es lo que hace de Tiempo prestado un libro muy sólido y de gran valor.
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