Literatura Random House, Barcelona, 2016. 144 pp. 15,90 €
Arcadio García
Este libro debería venderse acompañado de un lápiz porque en realidad no es un libro sino una libreta. El típico libro-libreta sobre cuyas páginas difícilmente el lector podrá resistir la tentación de volver a escribir sobre lo ya escrito, de subrayar, entrecomillar y comentar la escritura, por así decir, original o primigenia, de tal forma que al llegar a la última página y echar la vista atrás constatará el lector que sobre la escritura original o primigenia ha brotado una segunda que se esparce a lápiz por los márgenes de la hoja, cuyo objeto, si lo añadido posee cierta voluntad de solvencia intelectual (esto es, si no se trata de una mera lista de la compra que ha improvisado un lector distraído que ha errado la lectura), es complementarla, mediante la celebración o la censura, pero complementarla al fin y al cabo.
El punto ciego reúne las conferencias que Javier Cercas pronunció en la Universidad de Oxford durante el año 2015, en el transcurso del cual fue invitado a ocupar la cátedra Weidenfeld de Literatura Europea Comparada. El libro ofrece las conferencias divididas en cuatro partes y un epílogo que, en suma, constituye la propuesta personal de una teoría novelesca que el autor de Soldados de Salamina construye principalmente en torno a la idea del Quijote como principio y fin de la novela, esto es, como obra fundacional que a un tiempo crea y finiquita un género en la medida en que se hallan en él todas las posibilidades futuras, de manera que las obras que sucederán al Quijote no harán sino proponer alternativas o variaciones formales recogidas él.
Con Soldados de Salamina la narrativa de Javier Cercas experimentó un cambio que consistió en la incorporación de material histórico en sus obras. En lo sucesivo, la ficción acabaría cediendo terreno a la historia, de tal forma que si Soldados de Salamina es una obra de ficción que juega o aparenta ser historia, Anatomía de un instante es una obra de historia que juega o aparenta ser ficción. El punto ciego aborda esa controvertida relación entre ficción y realidad (controvertida especialmente en el caso de Cercas, basta recordar la polémica que, al respecto, lo enfrentó con Arcadi Espada), entre literatura e historia, y, en definitiva, entre la figura del novelista y la del historiador, y en cómo abordar literariamente la historia y narrar sucesos estrictamente reales desde un constructo narrativo que formalmente semeja una novela.
Frente a la rígida construcción de la novela realista, modelo hegemónico cuya vigencia parece incuestionable a juzgar por la popularidad de la que goza, Javier Cercas expresa su predilección por la novela de tradición cervantina como artilugio libérrimo en el que hallan acomodo todos los géneros, y en el que el flirteo formal casi constituye un derecho de admisión. Así, si el primero presenta una sólida arquitectura narrativa y, en tanto tal, se muestra refractario a la intervención del lector como «co autor» de la obra, en la medida en que el final cerrado propio de la novela realista frustra la posibilidad de que el lector proponga un final alternativo, el segundo constituye un artefacto de género felizmente impreciso, formalmente liberado de la obligación de rendir cuentas a modelos preceptivos, y dispuesto a que el lector asuma el reto de responder las preguntas que la obra formula pero cuya respuesta, consciente o inconscientemente, el autor se reserva u omite. En eso consisten las obras que Javier Cercas denomina novelas del punto ciego. Si las narraciones novelescas despiertan el interés de los lectores — esto es, crean suspense— aplazando las respuestas de las preguntas que formulan, en las novelas del punto ciego se plantea una pregunta cuya respuesta se deja en suspenso, o, como sostiene Cercas página sí, página no, echando mano de esa suerte de estribillo retórico-lúdico que se ha convertido ya en una señal de identidad tan característica en la prosa del autor de El impostor como el uso recurrente de la vocal «o» en las proposiciones disyuntivas: «La respuesta a esa pregunta es que no hay respuesta, es decir, la respuesta es la propia búsqueda de una respuesta, la propia pregunta, el propio libro».
Los escritores del punto ciego saben que el riesgo —controlado y voluntario— de no responder las preguntas que formulan es que las acabarán respondiendo los lectores. Así, el punto ciego vendría a ser, también, esa zona de sombra o fisura en la que habita el lector o por la que se aventura a entrar. Un recurso en modo alguno novedoso, de hecho constituye, a mi juicio, una reformulación, con matices, de la eterna disyuntiva literaria entre lo explícito y lo implícito, entre mostrar o explicar. Roland Barthes, asimismo, ya distinguía entre obras «legibles» y obras «escribibles», donde en las primeras predominaba el modelo realista en el que la presencia del lector se limitaba a la de mero espectador, mientras que en las segundas adquiría un papel activo de productor.
Distinguir entre novelas con punto ciego y novelas sin él es distinguir entre los novelistas que frecuentan su uso y los que no. Imposible, entonces, no traer a colación, para concluir, las palabras que Mario Vargas Llosa (a quien Cercas dedica una de las partes del libro) escribió en La verdad de las mentiras a propósito de la escisión de los novelistas en dos grupos: «En la esquizofrenia novelística de nuestro tiempo, se diría que los novelistas se han repartido el trabajo: a los mejores les toca la tarea de crear, renovar, explorar y, a menudo, aburrir; y a los otros —los peores— mantener vivo el viejo designio del género: hechizar, encantar, entretener».
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