Xordica, Zaragoza, 2016. 104 pp. 11,95 €
Ignacio Sanz
Hace unos años cayó en mis manos un libro de cuentos de Aloma Rodríguez. Y, por su frescura, me dejó con un excelente sabor de boca. Tan joven y con una personalidad tan marcada en el estilo. Cuenta sin retórica ni imposturas, como si estuviera conversando en la calle con una amiga. De manera que ese buen sabor de boca fue lo que me llevó a seguir el rastro de esta novela que, en puridad tampoco es una novela, más bien un homenaje, una biografía fragmentada, una catarata de recuerdos para mitigar el golpe de la muerte de un amigo al que quiere y admira.
No conocía a Sergio Algora, un cantante y escritor de Zaragoza destinatario del homenaje. La narradora trabajó en el bar de Algora, es decir, era su empleada. La muerte súbita, mientras dormía, dejó desarmados a sus amigos y admiradores. Resulta que Sergio era un tipo de los que dejan huella, un hombre con carisma no sólo cuando subía al escenario, también en su vida cotidiana. Dicho en plata, Sergio era un poeta en el amplio sentido de la palabra. Sus libros de poesía, las letras de sus canciones, su novela inacabada reflejan sus inquietudes, su amor por la bohemia, su pasión por el champán. Un tipo loco con un serio problema de corazón. Como Boris Vian, músico y escritor, que murió precisamente a los 39 años y que acaso influyera fuera uno de los referentes de Sergio. Por las páginas fragmentarias aparece una parte de la gente del mundillo cultural y noctámbulo zaragozano, actores, poetas, novelistas, ilustradores. Incluso el padre de la escritora, Antón Castro, un celebérrimo escritor y periodista. Resulta curioso observar las sombras del recelo que se despiertan a veces entre unos y otros, así como lo poco que duran los grupos. En los flases del rompecabezas se va mezclando todo para dar visibilidad a Sergio Algora, incluso se utilizan fragmentos de su blog, correos y canciones. Se trata de recomponer un retrato de una persona admirable. Y la autora nos los cuenta, como nos cuenta que, en algún momento estuvo tentada a escribir la tesis sobre él, pero por vaguería se decidió por este trabajo más creativo e informal. Creo que los lectores hemos salido ganando porque, al final, quienes no conocíamos a Sergio Algora, nos hemos percatado de de dimensión creativa, de su potencial y de su halo de maldito. Un poco en la línea de Félix Romeo, otro zaragozano ilustre, que moriría unos años después, también mientras dormía, precisamente en la casa de Aloma en Madrid. Felix Romeo que era uno de los clientes asiduos al bar en el que Aloma trabajaba de camarera. Qué curioso es todo, casi una novela. De hecho, como soy ignorante y desconfiado, en un momento dado, mientras leía, tecleé en Google para cerciorarme de que Sergio Algora no era, como sospechaba, un personaje de ficción.
A los amigos que mueren no los podemos resucitar. Pero su muerte resulta menos amarga si rescatamos fragmentos de su vida y la mostramos a los ojos de los demás para tratar de salvarles un poco del abismo. Eso es lo que hace Aloma Rodríguez con técnica machacona, a base de recuerdos que retratan a Sergio Algora en sus múltiples facetas profesionales, pero sobre todo le retratan en su condición más resbaladiza, como poeta de la vida que se desliza por una cuerda floja. En ese sentido resulta un precioso homenaje a la amistad y a la humanidad desbordante del poeta.
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