lunes, mayo 02, 2016

Sacrificio, Alberto R. Torices


Gadir, Madrid, 2015. 162 pp. 15,50 €

Ignacio Sanz

Esta novela, premiada por la Fundación Monteleón, es el cuarto libro del autor, tras otra novela corta y dos libros de relatos. Pero el autor, que ha superado los cuarenta, y a quién conocí personalmente en la presentación de la novela, llevaba siete años de silencio editorial. Confesó que estuvo tentado a tirar la toalla, es decir, a dejar la literatura, una actividad tóxica como el tabaco, una actividad que le hacía daño, tanto a él como a los que tenía a su alrededor. Pudo superar la adicción al tabaco, pero con la literatura no lo consiguió. El premio ha resultado un estímulo. Porque el problema en tantos escritores en nuestros días es que cavan pozos, con lo pesado que resulta cavar pozos, para que luego el terreno devenga estéril, es decir, para no sacar ni una gota de agua. Y, pese a todo, insisten porque acaso no sepan hacer otra cosa. Ese veneno del que no pueden desquitarse. Contra viento y marea. Así es la literatura. Pienso en Faulkner escribiendo contra una carretilla volteada mientras cumplía su horario laboral como vigilante nocturno de una fábrica. O en Bolaño, también vigilante nocturno en un camping catalán. O en los rusos condenados en los campos de Siberia. Por eso resulta reconfortante que, al final, Alberto Torices haya obtenido su pequeña recompensa, el estímulo de un premio que le ha permitido, antes que nada, recobrar la fe en sí mismo, saber que, pese a tantas horas de soledad y concentración, el esfuerzo ha sido recompensado.
Sacrificio es una novela de aprendizaje. El chico protagonista se va a enfrentar por primera vez a una experiencia gozosa y traumática. Y digo el chico porque el lector no dispone de nombre. Durante las vacaciones en una urbanización al lado de una playa, el chico conoce a Diana, una chica un año mayor que él, pero infinitamente más experimentada. Diana le va a mostrar los caminos tortuosos del amor. Y los gozosos. Entre los dos se va tejiendo una relación que, en el caso del chico, va a resultar deslumbrante.
El conflicto, larvado durante buena parte de la novela, aparece en todo su esplendor cuando Julio, el hermano mayor, se incorpora a la casa de vacaciones. Ahí comienza a romperse ese mundo idílico que el chico, por primera vez en su vida, sin sospecharlo, había descubierto. Julio le saca tres años a su hermano y, además, resulta arrollador, desenvuelto, seductor, descarado. Con su llegada se rompe la armonía y el embrujo que se había creado entre los dos adolescentes. Con Julio llega el dolor y el desgarro. Porque Diana se deja seducir por él. El lector asiste entonces al rompimiento de un chaval vulnerable, tembloroso, inseguro, carente de herramientas para enfrentarse a las mareas del corazón. La novela está contada con pulso y delectación, recreándose en los detalles, en las evoluciones, en las minucias sicológicas, como si el autor estuviera dotado de una sensibilidad especial para mostrarnos en carne viva la fragilidad de los adolescentes.
Los lectores hemos de alegrarnos del que el último premio Monteleón de novela haya recaído sobre Alberto Torices, un escritor que a punto estuvo de tirar la toalla. Ahora solo esperamos que los manuscritos que fue acumulando durante los años de sequía editorial vayan viendo la luz para goce de los lectores que, gracias a esta novela, hemos descubierto a un escritor sutil y riguroso.

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