Acantilado, Barcelona, 2016. 364 pp. 20 €
Luis Manuel Ruiz
Las entrevistas, las memorias ajenas, los libros de chismes nos permiten asomarnos a la mitad menos iluminada de los hombres de pro: al lado oculto del escenario, sus bambalinas, eso que sucede en sus cabezas cuando no se hallan concentrados en la labor crucial de legar al mundo una obra de proporciones marmóreas. En estos libritos, despeinados, inescrupulosos, muchas veces sin pretensiones y por ello mucho más certeros, los genios se nos muestran en batín y zapatillas, tienen mal aliento y días tontos, y acuñan sin querer aforismos que sólo pálidamente alcanzan sus obras más señeras. Al escribir esto pienso mayormente en las Conversaciones con Goethe, de Eckermann, que supera con mucho cualquiera de los mamotretos canónicos del vate de Francfort, en la Vida del doctor Johnson, en las Conversaciones con Kafka, de Gustav Janouch, o en esas biografías, o casi, de santos, filósofos, escritores que los periodistas nos han ido legando en el siglo previo y anteriores, más interesadas en el propio hombre que en las ideas que le hicieron de satélite, y consecuentemente mucho mejor dotadas de solidez y relieve.
Algo similar sucede con estas Conversaciones con Arthur Schopenhauer, que Luis Fernando Moreno Claros, quizá el mayor erudito sobre el famoso pesimista con que el panorama de nuestro país cuenta hoy en día, ha ido agavillando de aquí y de allá, entresacando diálogos y anécdotas de epistolarios, libros de recuerdos y de viajes, notas periodísticas, semblanzas y monografías que acaso no tenían nada que ver con el pensador, pero que en algún momento, por algún motivo específico, recalaban en algún detalle de su trabajo o de su existencia. Como muy bien explicita Moreno Claros en su introducción (un muy recomendable ensayo de ochenta páginas que será de utilidad al profano para iniciarse en el pensamiento del autor), no existía hasta la fecha un volumen de las presentes características en nuestra lengua, aunque el italiano, el francés y, por supuesto, el alemán, lo conocían desde hace décadas. La solución de dicha carencia viene a ofrecernos un aspecto de Schopenhauer que rara vez queda retratado en sus propios escritos o los estudios críticos que los tienen por objeto: nos presenta al hombre puntual, el de carne y hueso, con sus manías y ocurrencias, repugnante y entrañable, del lado de acá de la inmortalidad.
En cierto epígrafe de El mundo como voluntad y representación, se sienta que el destino del hombre es indistinto de su carácter: que corresponde a éste, con su fisonomía, sus aspiraciones, sus tropiezos, su brillantez y su ceguera, el deber de modelar a su imagen y semejanza el futuro que le corresponde. Resulta difícil pensar que cuando escribía estas líneas Schopenhauer no se estuviera refiriendo a sí mismo: su entera existencia y la obra que la glosa no fueron más que el desarrollo natural de una tendencia innata a la misantropía, a la desconfianza, de una visión del universo que equiparaba la vida a una catástrofe y que confiaba en el sueño indiferenciado del nirvana (léase, la muerte, sea del cuerpo o del deseo) como el mayor bien a que podemos aspirar. Dotado de un físico peculiar (pequeño, casi jorobado, de incandescentes ojos azules, “un guapo mandril”, según las palabras del contable de su difunto padre) y de un temperamento difícil de maridar (acabó enemistado por el resto de sus días con su única familia, hermana y madre, a la que no volvió a dirigir la palabra después de un portazo en casa de ella, y conocidos eran en todo Francfort los exabruptos que dedicaba a los forasteros que le robaban su sitio predilecto en el restaurante), Schopenhauer paseó su amargura por la tierra durante setenta y dos largos años, sólo al final de los cuales, según recoge esta antología de testimonios, se concedió los alivios veniales de la amistad y el debate con sus semejantes.
Tras la publicación en 1850 de Parerga y paralipomena, un grueso volumen de ensayos sobre temas diversos que los editores rehuyeron con obstinación, el filósofo vio con menos placer que pasmo que la fama llamaba a su puerta. De un día para otro, se había convertido en una curiosidad zoológica: lectores de sus disquisiciones sobre el amor, las mujeres y la muerte o simples aficionados al mundo del circo peregrinaban hasta su despacho para oírle pontificar sobre este tema y otro, siempre correctamente depositado en su canapé, sin posibilidad de réplica por la parte contraria. El huraño, el anacoreta, el fustigador de la humanidad se había vuelto humano al cabo: para descubrir que había un enorme placer en denunciar el dolor de la existencia desde la salita de casa y que era maravilloso vivir para quejarse de la vida ante un auditorio de apóstoles devotos, con todo el aparato retórico que exige el buen tono.
Por paradójico que resulte, el Schopenhauer que traslucen estos episodios se nos aparece más nítido y real que el otro, el de los tratados en primera persona. Él era consciente de que uno nunca llega a revelarse del todo a los demás, por mucha sinceridad que gaste. A la pregunta directa de su primer biógrafo, Wilhelm von Gwinner, sobre si prohibiría la autopsia de su cadáver, contestó tras una vacilación: «¡Sí! ¡No lo supieron antes, pues que tampoco lo sepan después!» Esta última muestra de pudor, que casi desmiente todas las páginas precedentes, se encuentra en la 355.
No hay comentarios:
Publicar un comentario