Julián Díez
Después de leer otro de sus libros, me vuelve a asaltar la duda de si mi buena relación con Santiago Eximeno es fruto de su aparente naturaleza afable o del temor a que, ya que sabe quién soy, un desaire pueda despertar el interés de esa cosa que esconde en el trato cotidiano. Me refiero a la bicha que parece anidar en su interior para dictarle no un cuento retorcido de cuando en cuando, no una ocurrencia malvada como la que tenemos todos alguna que otra vez, sino un regular caudal de insanías capaz de llenar por término medio un volumen de ficciones mínimas al año, siempre sorprendentes, siempre dañinos. En tantas ocasiones capaces de dejar una duda que nos asaltará durante algún tiempo en los instantes previos al sueño.
El presente volumen es otro jalón en ese camino de vilezas, uno de los más reseñables. Porque viene a constatar una evolución personal lógica en la poética de Eximeno, especialmente satisfactoria para mí como lector. Si en ocasiones su gusto por lo excesivo se deslizó en el pasado hacia la crudeza, ahora da un paso más allá hacia la madurez con el protagonismo casi absoluto de otros elementos temáticos para producir el horror: en particular, muchos relacionados con la familia.
Este es un volumen de cuentos de horror fundamentalmente sobre el incesto, los malos tratos, la infancia traicionada y, de manera muy llamativa, el alzheimer, planteado como una forma de aniquilación última más horrible que la propia muerte. La pérdida del yo como disolución de lo único que nos ata a esta vida con un lazo que vale la pena: el cariño, el amor, la existencia de los demás.
Me releo y diríase que el ogro se ha vuelto políticamente correcto al dedicarse a tocar temas así, como si fuera posible que existieran moralejas en su prosa. En absoluto; sólo se ha vuelto un poco más humano, que incluye también ser más cínico, lo que le hace más temible que cuando hablaba principalmente de lo que no podía afectarnos, de monstruos que no existen en lugar de los que nos rodean. Por ello, también, se ha vuelto más triste: éste de ahora es el terrible horror que puede alcanzarnos en casi cualquier momento. Vaya vida ésta.
Una de las cosas buenas de la ficción mínima es que se puede justificar lo dicho rápidamente con un ejemplo. Pongamos “Mantra”:
«Colaboro con una ONG. He apadrinado un niño. Me lo repito cada vez que pego a mi mujer, cada vez que humillo a mis hijos».
Un escarabajo de siete patas rotas tiene bastantes relatos de varias páginas, porque a estas alturas de su carrera, firme aunque demasiado poco reconocida, Eximeno ha desarrollado la intuición necesaria para conocer la extensión correcta en la que presentar sus ideas. Y para ello en ocasiones le bastan varias líneas, en un ejercicio —si fuera necesario a estas alturas— de perfecta ejemplificación de la validez de los relatos ultracortos.
Lo único que echo de menos al cerrar el volumen es un elixir para olvidar parte de lo leído. Para recuperar siquiera en parte la confianza necesaria para vivir en sociedad, sin temer lo peor del otro, del igual, del enemigo definitivo.
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