Pedro M. Domene
La construcción formal de un relato configura, de alguna manera, el resto de la historia a contar; y si, además, en esa narración se pretende hilvanar una coherente sucesión de sucesos o alternar acontecimientos, la cuestión puede resultar harto difícil y de un complejo y elaborado desarrollo narrativo. Este ha sido el proceso seguido por Herminia Luque (Granada, 1964) para justificar su nueva novela, Al sur de la nada (2013), una convergencia de historias, que protagonizan tres mujeres cuyo denominador común es la certeza de su cercano fin. Un oscuro tapiz, la sombra misma de la muerte, recorre en su esencia las páginas de esta novela. La narradora granadina ha compuesto su obra de ficción, desde sus comienzos, con una calculada mirada, y desde perspectivas técnicas muy distintas, casos de Piscinas de enero (2009), Bitácora de Poseidón (2010), El códice purpúreo (2011), y ahora en su cuarta entrega, Al sur de la nada, exhibe la vida de las mujeres, cuyos nombres fácilmente reconocibles, Juliana, Amparo y Virginia, muestran tres asombrosos caracteres, y consigue establece entre ellas, y su atormentada existencia, un vínculo narrativo posible, secuela de una sutil galería histórica que le permite, como novelista, ahondar en la esencia misma de sus vidas.
Herminia Luque se ejercita literariamente hablando cuando propone sus historias basadas, esencialmente, en la fuerza de unos registros lingüísticos distintos, y así en Al sur de la nada, ensaya una prosa cargada de arcaísmos, palabras en desuso de un mundo rural ya desaparecido, que amorosamente son recuperados. En esta nouvelle, Anica en la ficción, es seducida por un escritor, sin duda, Gerald Brenan, del que queda embarazada, y bastantes años después reconstruye su pasado cuando muy enferma quiere conocer a su hija. En la segunda, Un féretro naranja, una antigua reina de la belleza, Amparo Muñoz, encara con lucidez la recta final de una enfermedad, cuando antes había sido considerada la mujer más bella del universo, y tras dejar atrás una vida de placeres y excesos. Y finalmente, en La cabra, se cuenta que una anciana Virginia Woolf escribe sus memorias, que incluyen, para mayor verosimilitud, el episodio de un fallido intento de suicidio al que sobrevivió milagrosamente, según narra Luque. Pura ficción porque en este caso la narradora inglesa es rescatada de ese trágico final, y se le inventa una vejez apacible en la que pueda escribir sus memorias con toda tranquilidad, propósito que ella siempre había esgrimido cuando llegara el día, una vez cumplidos los sesenta. Esa muerte, la que Herminia Luque le proporciona a cada una de las heroínas, no es sino el telón oscuro sobre el que destaca la silueta iluminada y vibrante, el cuerpo sensual e intelectual, profundamente vivo, de tres mujeres singulares y de su proyección real o ficticia, como queramos verlas los lectores.
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