ACVF Editorial, Madrid, 2011. 156 pp. 11,95 €
Miguel Baquero
Un equipo de guionistas, un director y un productor de cine se reúnen en una casa de pueblo, en medio de un hermoso paisaje, a fin de preparar el guión y posterior rodaje de Olga y la ciudad, una película basada en el libro homónimo. Durante varios días, los cineastas estudian el modo en que podrán plasmar mejor, mediante imágenes, la esencia del libro, en que podrán explicarse de modo visual y en que, inevitablemente, tendrán que efectuar modificaciones o reinterpretar fílmicamente el texto escrito.
A manera de un gran juego literario, magníficamente planteado, Olga y la ciudad, la última novela de José Marzo (Madrid, 1966), nos cuenta una historia no de forma directa, ni por narrador interpuesto, sino por la interpretación que varias personas hacen de esa historia mientras están preparando su adaptación al cine. Con ello, Marzo logra —insisto: en original y magnífico ejercicio literario— contar una historia a través de escenas fragmentadas, detenerse en los aspectos fundamentales sin la necesidad, seguramente inevitable en las narraciones, de los párrafos de transición, de las frases de relleno. Marzo ha extraído el corazón de una historia y lo ha expuesto crudamente encima de una mesa, para que sea analizado, a la manera de unos forenses, por un equipo de cineastas que preparan un guion o, lo que es lo mismo, la forma de envolver nuevamente ese pedazo de carne latiente.
Pero Olga y la ciudad, la novela, no se reduce a ese juego metaliterario, con ser espléndido, sino que da pie a un largo e interesantísimo debate sobre el predominio que en nuestros tiempos tiene lo audiovisual —a través de la televisión y el cine, básicamente— y cómo ello marca nuestra visión del mundo.
«El lenguaje visual ha recuperado el protagonismo del que ya había gozado en la Edad Media. Los artistas medievales se expresaban mediante relieves y pinturas, y el pueblo, hasta la más ignorante de las personas, podía leer de algún modo aquella vida del santo, tras la cual se exponían una leyenda, una fábula y una enseñanza moral (…) Ahora es casi peor, porque el público se limita a digerir las imágenes, sin interpretarlas. Todo el potaje se le da cocinado y masticado. Se incentiva la pereza mental (…) Los momentos más brillantes y democráticos de la Historia, los periodos de verdadero progreso, coincidieron con la reivindicación de la palabra y el debate».
Pero tampoco está cuestión filosófica —o semiótica, si se prefiere— marca la verdadera profundidad de Olga y la ciudad, que aún encierra en su interior el análisis de un aspecto profundamente humano: la necesidad, el sentido de las cosas que hacemos. Desde un primer momento, el lector sospecha que el proyecto cinematográfico basado en la película es muy difícil que salga adelante, y poco a poco va tomando forma el fracaso hasta convertirse en inevitable. Sin embargo, tanto los guionistas como el director siguen trabajando en la adaptación de la película porque, de algún modo, sienten que no pueden dejar de hacerlo, que aunque trabajen para nada su deber es olvidar lo inexorable e intentar edificar algo, aunque esté destinado a la ruina.
Finalmente —y no se tome esto por un spoiler, las buenas novelas no fían todo a un sorpresivo final—, quizás una sola escena valga para salvar el proyecto, una imagen, casi imposible de describir con palabras, redima el trabajo de todo el equipo. Al final, y después de todo, quizás sea posible la salvación…
Con esta estupenda novela, que se mueve en las profundidades arriba —y humildemente— reseñadas, José Marzo vuelve a demostrar su categoría de novelista —que es mucho más que la de simple narrador—, su capacidad para construir historias con hondura filosófica y humana, muy al margen de quienes conciben y practican la novela como simples anecdotarios o mecanismos de evasión. Con Olga y la ciudad, José Marzo ofrece de nuevo una ocasión, para quien no le conozca, de engancharse a la obra de uno de los autores actualmente más importantes en el plano meramente literario.
Miguel Baquero
Un equipo de guionistas, un director y un productor de cine se reúnen en una casa de pueblo, en medio de un hermoso paisaje, a fin de preparar el guión y posterior rodaje de Olga y la ciudad, una película basada en el libro homónimo. Durante varios días, los cineastas estudian el modo en que podrán plasmar mejor, mediante imágenes, la esencia del libro, en que podrán explicarse de modo visual y en que, inevitablemente, tendrán que efectuar modificaciones o reinterpretar fílmicamente el texto escrito.
A manera de un gran juego literario, magníficamente planteado, Olga y la ciudad, la última novela de José Marzo (Madrid, 1966), nos cuenta una historia no de forma directa, ni por narrador interpuesto, sino por la interpretación que varias personas hacen de esa historia mientras están preparando su adaptación al cine. Con ello, Marzo logra —insisto: en original y magnífico ejercicio literario— contar una historia a través de escenas fragmentadas, detenerse en los aspectos fundamentales sin la necesidad, seguramente inevitable en las narraciones, de los párrafos de transición, de las frases de relleno. Marzo ha extraído el corazón de una historia y lo ha expuesto crudamente encima de una mesa, para que sea analizado, a la manera de unos forenses, por un equipo de cineastas que preparan un guion o, lo que es lo mismo, la forma de envolver nuevamente ese pedazo de carne latiente.
Pero Olga y la ciudad, la novela, no se reduce a ese juego metaliterario, con ser espléndido, sino que da pie a un largo e interesantísimo debate sobre el predominio que en nuestros tiempos tiene lo audiovisual —a través de la televisión y el cine, básicamente— y cómo ello marca nuestra visión del mundo.
«El lenguaje visual ha recuperado el protagonismo del que ya había gozado en la Edad Media. Los artistas medievales se expresaban mediante relieves y pinturas, y el pueblo, hasta la más ignorante de las personas, podía leer de algún modo aquella vida del santo, tras la cual se exponían una leyenda, una fábula y una enseñanza moral (…) Ahora es casi peor, porque el público se limita a digerir las imágenes, sin interpretarlas. Todo el potaje se le da cocinado y masticado. Se incentiva la pereza mental (…) Los momentos más brillantes y democráticos de la Historia, los periodos de verdadero progreso, coincidieron con la reivindicación de la palabra y el debate».
Pero tampoco está cuestión filosófica —o semiótica, si se prefiere— marca la verdadera profundidad de Olga y la ciudad, que aún encierra en su interior el análisis de un aspecto profundamente humano: la necesidad, el sentido de las cosas que hacemos. Desde un primer momento, el lector sospecha que el proyecto cinematográfico basado en la película es muy difícil que salga adelante, y poco a poco va tomando forma el fracaso hasta convertirse en inevitable. Sin embargo, tanto los guionistas como el director siguen trabajando en la adaptación de la película porque, de algún modo, sienten que no pueden dejar de hacerlo, que aunque trabajen para nada su deber es olvidar lo inexorable e intentar edificar algo, aunque esté destinado a la ruina.
Finalmente —y no se tome esto por un spoiler, las buenas novelas no fían todo a un sorpresivo final—, quizás una sola escena valga para salvar el proyecto, una imagen, casi imposible de describir con palabras, redima el trabajo de todo el equipo. Al final, y después de todo, quizás sea posible la salvación…
Con esta estupenda novela, que se mueve en las profundidades arriba —y humildemente— reseñadas, José Marzo vuelve a demostrar su categoría de novelista —que es mucho más que la de simple narrador—, su capacidad para construir historias con hondura filosófica y humana, muy al margen de quienes conciben y practican la novela como simples anecdotarios o mecanismos de evasión. Con Olga y la ciudad, José Marzo ofrece de nuevo una ocasión, para quien no le conozca, de engancharse a la obra de uno de los autores actualmente más importantes en el plano meramente literario.
1 comentario:
Tiene muy buena pinta!!
Me ha gustado mucho la reseña =)
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