Trad. Patricia Gonzalo de Jesús. Nevsky Prospects. Madrid, 2011. 72 pp. 13 €
Recaredo Veredas
Pese a su aparente sencillez y su obvia brevedad, la flor roja simboliza, con el mismo derecho que las grandes diligencias decimonónicas, la tristeza infinita de Rusia. Una mezcla de resignación y de esperanza, alejada del nihilismo, que inunda lo más clásico de su literatura, desde Chéjov a Dostoievski. Una tristeza que, por su inmarcesibilidad y su devoción por los espacios eternos, ha influido de manera decisiva en la narrativa de nuestros tiempos.
Vsévolod Garshin conoce cuál es el medio más adecuado para levantar y moldear su pequeña joya. Para conseguir que su idea previa se corresponda con lo realidad. Es decir, es un auténtico narrador que, como tal, no precisa introducciones ni estruendos, y omite lo que ya conocen los lectores por su propia experiencia vital. Una experiencia al mismo tiempo única y colectiva. Esa es la causa, tal vez inconsciente, de que inicie la narración con una escena y durante el resto de las páginas simplemente exponga los movimientos del protagonista y sus aciagas reflexiones.
Garshin posee un profundo conocimiento de lo que está escribiendo y es capaz de mostrar emociones complejas con una elegancia —matemática— pasmosa. No en vano conoció de primera mano la locura y el internamiento. Por supuesto, no siempre es necesario que el escritor haya vivido, en este caso sufrido, las circunstancias sobre las que escribe. De hecho, en demasiadas ocasiones no sirve de nada. Sin embargo, existen casos excepcionales, como este, en los que, gracias a la coincidencia de sabiduría narrativa y distancia sobre sí mismo, la experiencia resulta enriquecedora. Se percibe, por ejemplo, en breves instantes de total lucidez, que muestran cómo el protagonista es consciente de su demencia.
Además de la narración de una bella historia, la flor roja supone una reflexión sobre las causas y consecuencias de la locura. También sobre su propia existencia. Expone las eternas preguntas: qué es un loco y qué es un cuerdo, de dónde proviene la lucidez de los psicóticos. De hecho los párrafos más lacerantes muestran la contraposición entre la mirada desquiciada –y lírica y brillante- del loco: “la ventana estaba abierta, las estrellas fulguraban en el firmamento azabache” y la realidad —o, mejor dicho, y lo que entendemos por realidad—. La flor roja, presente aunque no omnipresente, aparece como símbolo, como metáfora, del vínculo que existe, siempre existe, entre los dos mundos.
Este libro, además, demuestra la importancia de un buen trabajo editorial, que no solo consiste en la creación de un catálogo, sino en la elección de los mejores profesionales: las ilustraciones de Sara Morante, el diseño de Zuri Negrín y la traducción de Patricia Gonzalo de Jesús son espléndidos.
Recaredo Veredas
Pese a su aparente sencillez y su obvia brevedad, la flor roja simboliza, con el mismo derecho que las grandes diligencias decimonónicas, la tristeza infinita de Rusia. Una mezcla de resignación y de esperanza, alejada del nihilismo, que inunda lo más clásico de su literatura, desde Chéjov a Dostoievski. Una tristeza que, por su inmarcesibilidad y su devoción por los espacios eternos, ha influido de manera decisiva en la narrativa de nuestros tiempos.
Vsévolod Garshin conoce cuál es el medio más adecuado para levantar y moldear su pequeña joya. Para conseguir que su idea previa se corresponda con lo realidad. Es decir, es un auténtico narrador que, como tal, no precisa introducciones ni estruendos, y omite lo que ya conocen los lectores por su propia experiencia vital. Una experiencia al mismo tiempo única y colectiva. Esa es la causa, tal vez inconsciente, de que inicie la narración con una escena y durante el resto de las páginas simplemente exponga los movimientos del protagonista y sus aciagas reflexiones.
Garshin posee un profundo conocimiento de lo que está escribiendo y es capaz de mostrar emociones complejas con una elegancia —matemática— pasmosa. No en vano conoció de primera mano la locura y el internamiento. Por supuesto, no siempre es necesario que el escritor haya vivido, en este caso sufrido, las circunstancias sobre las que escribe. De hecho, en demasiadas ocasiones no sirve de nada. Sin embargo, existen casos excepcionales, como este, en los que, gracias a la coincidencia de sabiduría narrativa y distancia sobre sí mismo, la experiencia resulta enriquecedora. Se percibe, por ejemplo, en breves instantes de total lucidez, que muestran cómo el protagonista es consciente de su demencia.
Además de la narración de una bella historia, la flor roja supone una reflexión sobre las causas y consecuencias de la locura. También sobre su propia existencia. Expone las eternas preguntas: qué es un loco y qué es un cuerdo, de dónde proviene la lucidez de los psicóticos. De hecho los párrafos más lacerantes muestran la contraposición entre la mirada desquiciada –y lírica y brillante- del loco: “la ventana estaba abierta, las estrellas fulguraban en el firmamento azabache” y la realidad —o, mejor dicho, y lo que entendemos por realidad—. La flor roja, presente aunque no omnipresente, aparece como símbolo, como metáfora, del vínculo que existe, siempre existe, entre los dos mundos.
Este libro, además, demuestra la importancia de un buen trabajo editorial, que no solo consiste en la creación de un catálogo, sino en la elección de los mejores profesionales: las ilustraciones de Sara Morante, el diseño de Zuri Negrín y la traducción de Patricia Gonzalo de Jesús son espléndidos.
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