Trad. Sonia Fernández Ordás. Ediciones del Viento, A Coruña, 2010. 184 pp. 18 €
Óscar Esquivias
Christopher Isherwood, en su obra autobiográfica Christopher y su gente, dedica el siguiente párrafo a James Stern:
Christopher encontraba simpático a Jimmy Stern porque era un hipocondríaco como él [...]; porque era gruñón, un humorista flaco irlandés; porque su rostro despierto y preocupado era extrañamente atractivo; porque había sido jinete de carreras en Irlanda, camarero en Alemania y granjero en el páramo surafricano; porque sentía un pánico mortal a las serpientes y en cierta ocasión había recibido el mordisco de una [...]; porque había escrito un extraordinario libro de cuentos titulado «The Heartless Land».
Cualquier obra que Isherwood recomiende, me interesa, y más tras un apunte tan simpático de la personalidad y la vida de su autor. Pero The Heartless Land era un libro inencontrable, que había desaparecido por completo de la circulación. En inglés, no se había reeditado desde su aparición en los años 30 y jamás se había traducido al castellano, así que tuve que resignarme a quedarme sin conocer estos cuentos del escritor de rostro atractivo que tenía pánico a las serpientes. Hasta hoy.
La tierra sin alma es el título con el que Sonia Fernández Ordás ha traducido un libro realmente desalmado y descorazonador, pero tan apasionante y bien escrito que ningún lector será capaz de borrarlo de su memoria. El autor transmite sus impresiones sobre África del Sur, territorio donde se ambientan todos los relatos. El mundo literario de Stern está a medio camino entre el de Somerset Maugham (con sus jovencitos virginales que abandonan la metrópoli para instalarse en los territorios extremos del Imperio británico) y el de Joseph Conrad (su paso a la madurez se convierte en un proceso de degradación). En la sociedad colonial descrita por Stern no hay lugar para la justicia, las emociones puras o la alegría. Domina un ambiente opresivo lleno de violencia, aburrimiento, suciedad y racismo. Estos jóvenes se enfrentan al mal absoluto, se ven obligados a madurar en un infierno donde están solos, a merced de lo peor de la condición humana. Quizá no por casualidad, en uno de los cuentos un muchacho lleva a África Moby Dick: los protagonistas de La tierra sin alma vienen a ser los equivalentes modernos del grumete Ismael. Todos se enfrentan con una bestia poderosa que está a punto de matarlos.
Stern no sólo pinta con colores oscuros. En su prosa –sobria, certera, poderosa– abundan los destellos de emoción y de simpatía. Describe de forma vivaz, con gran inmediatez, no sólo los sentimientos de sus protagonistas –es un gran creador de personajes–, sino el paisaje, los olores, el clima, las sensaciones más pequeñas. Una fiesta en la ciudad (en la que una orquestilla toca El Danubio azul y el público baila), un viaje en el tren correo, el croar de las ranas durante el atardecer africano, la vida cotidiana en las granjas... todo esto está narrado con una naturalidad, persuasión y encanto maravillosos. Y, desde luego, uno acaba comprendiendo el pánico del autor por las serpientes.
Yo he terminado la lectura de La tierra sin alma muy conmovido, casi tan perturbado como los personajes de Stern, quienes tras su larga navegación desde Europa hasta Ciudad del Cabo no acaban de acostumbrase a pisar tierra firme. Así estoy yo, un poco aturdido, sin atreverme a escoger otro libro, temeroso de que cualquiera que venga después me decepcione.
Óscar Esquivias
Christopher Isherwood, en su obra autobiográfica Christopher y su gente, dedica el siguiente párrafo a James Stern:
Christopher encontraba simpático a Jimmy Stern porque era un hipocondríaco como él [...]; porque era gruñón, un humorista flaco irlandés; porque su rostro despierto y preocupado era extrañamente atractivo; porque había sido jinete de carreras en Irlanda, camarero en Alemania y granjero en el páramo surafricano; porque sentía un pánico mortal a las serpientes y en cierta ocasión había recibido el mordisco de una [...]; porque había escrito un extraordinario libro de cuentos titulado «The Heartless Land».
Cualquier obra que Isherwood recomiende, me interesa, y más tras un apunte tan simpático de la personalidad y la vida de su autor. Pero The Heartless Land era un libro inencontrable, que había desaparecido por completo de la circulación. En inglés, no se había reeditado desde su aparición en los años 30 y jamás se había traducido al castellano, así que tuve que resignarme a quedarme sin conocer estos cuentos del escritor de rostro atractivo que tenía pánico a las serpientes. Hasta hoy.
La tierra sin alma es el título con el que Sonia Fernández Ordás ha traducido un libro realmente desalmado y descorazonador, pero tan apasionante y bien escrito que ningún lector será capaz de borrarlo de su memoria. El autor transmite sus impresiones sobre África del Sur, territorio donde se ambientan todos los relatos. El mundo literario de Stern está a medio camino entre el de Somerset Maugham (con sus jovencitos virginales que abandonan la metrópoli para instalarse en los territorios extremos del Imperio británico) y el de Joseph Conrad (su paso a la madurez se convierte en un proceso de degradación). En la sociedad colonial descrita por Stern no hay lugar para la justicia, las emociones puras o la alegría. Domina un ambiente opresivo lleno de violencia, aburrimiento, suciedad y racismo. Estos jóvenes se enfrentan al mal absoluto, se ven obligados a madurar en un infierno donde están solos, a merced de lo peor de la condición humana. Quizá no por casualidad, en uno de los cuentos un muchacho lleva a África Moby Dick: los protagonistas de La tierra sin alma vienen a ser los equivalentes modernos del grumete Ismael. Todos se enfrentan con una bestia poderosa que está a punto de matarlos.
Stern no sólo pinta con colores oscuros. En su prosa –sobria, certera, poderosa– abundan los destellos de emoción y de simpatía. Describe de forma vivaz, con gran inmediatez, no sólo los sentimientos de sus protagonistas –es un gran creador de personajes–, sino el paisaje, los olores, el clima, las sensaciones más pequeñas. Una fiesta en la ciudad (en la que una orquestilla toca El Danubio azul y el público baila), un viaje en el tren correo, el croar de las ranas durante el atardecer africano, la vida cotidiana en las granjas... todo esto está narrado con una naturalidad, persuasión y encanto maravillosos. Y, desde luego, uno acaba comprendiendo el pánico del autor por las serpientes.
Yo he terminado la lectura de La tierra sin alma muy conmovido, casi tan perturbado como los personajes de Stern, quienes tras su larga navegación desde Europa hasta Ciudad del Cabo no acaban de acostumbrase a pisar tierra firme. Así estoy yo, un poco aturdido, sin atreverme a escoger otro libro, temeroso de que cualquiera que venga después me decepcione.
4 comentarios:
Caramba con usted, señor Esquivias, cuesta mucho, tras leer su crítica, mirar hacia otro lado. Aquí cada cual tratará de vivir esas mismas emociones como lector. Le felicito como reseñista.
Genial entrada y además yo no he leido nada de este autor.
Un placer siempre, pasarse por aquí
Buena recomendación. Enhorabuena por mostrarnos esta perlita perdida.
¿Es el mismo autor de El daño oculto? Si lo es, menudo tío, estuvo en todas partes.
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