Trad. A. García Schnetzer. Ilust. Antonio Seguí. Libros del Zorro Rojo, Barcelona, 2010. 170 pp. 20,95 €
José Gutiérrez Román
Como siempre, hay varias formas de adentrarse en un libro. Propongo que nos olvidemos de la relevancia que Fernando Pessoa tiene hoy en la historia de la literatura y veamos sólo al que era en 1920: un hombre de 31 años, y con una vida aparentemente trivial (oficinista y traductor de la correspondencia en la compañía lisboeta «Félix Valladas & Freitas»), que un día conoce a Ophélia Queiroz, una joven de 19 años contratada por la misma empresa, y de la que queda prendado. Comienza entonces una curiosa relación de amor entre ambos, cuyo pilar fundamental son las cartas que se envían. Ophélia pasa a otra oficina en Lisboa, sus encuentros se reducen a breves paseos desde el trabajo a casa y a fulminantes apariciones de Pessoa bajo su ventana. Nadie sabe nada, todo permanece en secreto. Y todo es casto, pueril incluso y, a la vez, o quizá por ello, delicioso. Hay cajitas de caramelos con pequeñas notas en su interior que aparecen en el escritorio de Ophélia, y hay diminutivos y mimos impúdicos: «mi Bebé pequeño, almohadita de color de rosa para clavarle besos (¡qué gran disparate!)». Se fantasea con la idea del matrimonio, los amantes se piden pruebas de amor, aparecen reproches: nada que no sea habitual. Pero la vida de Fernando Pessoa no parece dispuesta a dejarse llevar por ese camino. Se queja, sufre a menudo amigdalitis, está cansado y reclama ser querido; sin embargo, él no es capaz de dejarse amar ni tampoco de entregarse. Como dice Tabucchi en su acertado prólogo, «Pessoa escogió la literatura simplemente porque no podía escoger el amor». Vive en muchas vidas al mismo tiempo, y ella no acaba de entenderlo, o lo entiende pero cree poder cambiarlo. El caso es que ese oficinista finalmente se rinde ante sí mismo y en una esclarecedora y brillante carta (la número 36) decide poner a fin al noviazgo: «Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia Ophelinha desconoce, y está cada vez más subordinado a la obediencia a Maestros que no consienten ni perdonan». Es noviembre de 1920 y han pasado nueve meses desde la primera carta.
Sin embargo, la cosa no queda ahí. Nueve años más tarde, en septiembre de 1929, retoman la correspondencia y la relación gracias a una foto que Fernando le regala al sobrino de Ophélia, el poeta Carlos Queiroz. Surgen de nuevo las dudas esperanzadoras, la posibilidad de amar, pero todo se resuelve del mismo modo para Pessoa: «De casarme, sólo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo». En el inicio de 1930 Fernando Pessoa envía su última misiva a Ophélia Queiroz. Fin. Y habremos disfrutado de una hermosa novelita epistolar marcada por la interesante y desconcertante personalidad del protagonista, ese tal Fernando Pessoa.
La otra forma de leer esta recopilación de las cartas que el poeta portugués mandó a Ophélia es igualmente apasionante, pues quizá este sea uno de los documentos más personales del artista (un heterónimo más pero que firma con su mismo nombre). Para superfans de Pessoa accedemos aquí a datos de su vida cotidiana: los lugares que frecuentaba, sus rituales bebedores, sus horarios. También podemos valorar la influencia (aparentemente perniciosa) de su heterónimo Álvaro de Campos en esta relación («¡Hoy tienes de tu parte a mi viejo amigo Álvaro de Campos, quien por lo general siempre ha estado sólo en contra tuya!») y que incluso llega a firmar una de las cartas. Para los más avezados queda la elucubración sobre si el infantilismo de estos textos pudiera esconder detrás cierta perversidad. Quién sabe.
Además de las 48 cartas escritas por Fernando Pessoa, la edición incluye en su parte final una selección bilingüe de 16 poemas: los que envió a Ophélia, así como otros del autor relacionados con la temática amatoria. Quizá hubiera sido interesante incluir también el relato de Ophélia Queiroz sobre su relación con Pessoa, que sí se encuentra en la edición portuguesa. Con todo, insisto en que el libro es un interesante documento biográfico a la vez que una lograda historia de amor-soledad o como queramos llamar a ese híbrido.
En sus últimos días de vida Fernando Pessoa, a través de la pluma de Álvaro de Campos, reflexionó sobre todo esto en uno de sus poemas más conocidos. Es inevitable, pues, repetir esos versos mientras leemos estas cartas: «Todas las cartas de amor son/ ridículas» (…) «Pero, al final,/ sólo las criaturas que nunca escribieron/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas».
José Gutiérrez Román
Como siempre, hay varias formas de adentrarse en un libro. Propongo que nos olvidemos de la relevancia que Fernando Pessoa tiene hoy en la historia de la literatura y veamos sólo al que era en 1920: un hombre de 31 años, y con una vida aparentemente trivial (oficinista y traductor de la correspondencia en la compañía lisboeta «Félix Valladas & Freitas»), que un día conoce a Ophélia Queiroz, una joven de 19 años contratada por la misma empresa, y de la que queda prendado. Comienza entonces una curiosa relación de amor entre ambos, cuyo pilar fundamental son las cartas que se envían. Ophélia pasa a otra oficina en Lisboa, sus encuentros se reducen a breves paseos desde el trabajo a casa y a fulminantes apariciones de Pessoa bajo su ventana. Nadie sabe nada, todo permanece en secreto. Y todo es casto, pueril incluso y, a la vez, o quizá por ello, delicioso. Hay cajitas de caramelos con pequeñas notas en su interior que aparecen en el escritorio de Ophélia, y hay diminutivos y mimos impúdicos: «mi Bebé pequeño, almohadita de color de rosa para clavarle besos (¡qué gran disparate!)». Se fantasea con la idea del matrimonio, los amantes se piden pruebas de amor, aparecen reproches: nada que no sea habitual. Pero la vida de Fernando Pessoa no parece dispuesta a dejarse llevar por ese camino. Se queja, sufre a menudo amigdalitis, está cansado y reclama ser querido; sin embargo, él no es capaz de dejarse amar ni tampoco de entregarse. Como dice Tabucchi en su acertado prólogo, «Pessoa escogió la literatura simplemente porque no podía escoger el amor». Vive en muchas vidas al mismo tiempo, y ella no acaba de entenderlo, o lo entiende pero cree poder cambiarlo. El caso es que ese oficinista finalmente se rinde ante sí mismo y en una esclarecedora y brillante carta (la número 36) decide poner a fin al noviazgo: «Mi destino pertenece a otra Ley, cuya existencia Ophelinha desconoce, y está cada vez más subordinado a la obediencia a Maestros que no consienten ni perdonan». Es noviembre de 1920 y han pasado nueve meses desde la primera carta.
Sin embargo, la cosa no queda ahí. Nueve años más tarde, en septiembre de 1929, retoman la correspondencia y la relación gracias a una foto que Fernando le regala al sobrino de Ophélia, el poeta Carlos Queiroz. Surgen de nuevo las dudas esperanzadoras, la posibilidad de amar, pero todo se resuelve del mismo modo para Pessoa: «De casarme, sólo lo haría con usted. Queda por saber si el matrimonio, el hogar (o como quieran llamarle) son cosas compatibles con mi vida interior. Lo dudo». En el inicio de 1930 Fernando Pessoa envía su última misiva a Ophélia Queiroz. Fin. Y habremos disfrutado de una hermosa novelita epistolar marcada por la interesante y desconcertante personalidad del protagonista, ese tal Fernando Pessoa.
La otra forma de leer esta recopilación de las cartas que el poeta portugués mandó a Ophélia es igualmente apasionante, pues quizá este sea uno de los documentos más personales del artista (un heterónimo más pero que firma con su mismo nombre). Para superfans de Pessoa accedemos aquí a datos de su vida cotidiana: los lugares que frecuentaba, sus rituales bebedores, sus horarios. También podemos valorar la influencia (aparentemente perniciosa) de su heterónimo Álvaro de Campos en esta relación («¡Hoy tienes de tu parte a mi viejo amigo Álvaro de Campos, quien por lo general siempre ha estado sólo en contra tuya!») y que incluso llega a firmar una de las cartas. Para los más avezados queda la elucubración sobre si el infantilismo de estos textos pudiera esconder detrás cierta perversidad. Quién sabe.
Además de las 48 cartas escritas por Fernando Pessoa, la edición incluye en su parte final una selección bilingüe de 16 poemas: los que envió a Ophélia, así como otros del autor relacionados con la temática amatoria. Quizá hubiera sido interesante incluir también el relato de Ophélia Queiroz sobre su relación con Pessoa, que sí se encuentra en la edición portuguesa. Con todo, insisto en que el libro es un interesante documento biográfico a la vez que una lograda historia de amor-soledad o como queramos llamar a ese híbrido.
En sus últimos días de vida Fernando Pessoa, a través de la pluma de Álvaro de Campos, reflexionó sobre todo esto en uno de sus poemas más conocidos. Es inevitable, pues, repetir esos versos mientras leemos estas cartas: «Todas las cartas de amor son/ ridículas» (…) «Pero, al final,/ sólo las criaturas que nunca escribieron/ cartas de amor/ son las que son/ ridículas».
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