Anagrama, Barcelona, 2010. 247 pp. 16,50 €
Juan Pablo Heras
Jordi Gracia ha escrito una Historia secreta de los vencidos. Ha tomado un pincel de arqueólogo y ha limpiado nuestra memoria de los insidiosos prejuicios que oponían artificialmente a los intelectuales del exilio con aquellos que se quedaron y siguieron trabajando bajo las condiciones que impuso el franquismo. Y lo que ha encontrado es un espejo, es decir, dos imágenes a la vez idénticas e invertidas. A través de un detenido estudio de correspondencias y pequeñas publicaciones olvidadas, Gracia hace notar que, ya desde la primera posguerra, algunos de los que se fueron advirtieron con lucidez que solazarse en la melancolía era un insulto a la libertad de la que gozaban en los países que les dieron refugio, y que, en cambio, los que no pudieron salir no sólo estaban lejos de ser traidores o colaboracionistas, sino que eran la única esperanza verosímil de vencer al franquismo, y a la vez una ventana abierta hacia una España que ya nunca iba a ser la misma. Por eso algunos se apresuraron a retomar el contacto, no sólo con los viejos compañeros de los círculos que constelaron la Edad de Plata, sino también con aquellos del bando vencedor, que, como Dionisio Ridruejo, se sumaron insospechadamente a la resistencia intelectual contra el yermo de la cultura oficial del franquismo. Desde los 50 hasta el final de la dictadura, este intercambio no hará sino aumentar.
Gracia recuerda un agudo artículo de Claudio Guillén que dibuja dos formas de estar en el exilio: por un lado, la tradición de Ovidio, es decir, la que se encarna en una eterna elegía nostálgica por lo que quedó atrás. Por otro, la tradición de Plutarco, la que asume con mirada alta y orgullo mal disimulado el consuelo que supone haber adquirido, aun por vías desgraciadas, una suerte de cosmopolitismo veraz, de mirada apátrida liberada de toda niebla nacionalista. Gracia encuentra esta actitud en personalidades tan vibrantes como las de Francisco Ayala, Pedro Salinas o Josep Ferrater Mora, y nota, en cambio, cómo genios como Max Aub o Rosa Chacel no emergieron jamás de la añoranza de un futuro que les robó la guerra, como si la herida del exilio les impidiera ver que, como decía Tadeusz Kantor, nadie —no sólo ellos— vuelve vivo al país de su juventud.
La interpretación que este ensayo hace del exilio intelectual español, a la luz de su participación en los movimientos de resistencia del interior, está expuesta con suma brillantez y una prosa persuasiva e iluminadora, aunque con frecuencia se ensortija en un bucle de conceptos reiterativos y enredados en un hilo discursivo que no avanza. No obstante, es de agradecer el rigor con el que el autor se ciñe a sus fuentes, a los hechos constatados, y desestima elucubraciones tentadoras que alguien más descuidado no dudaría en recorrer.
Lo más significativo de este ensayo, lo que generará más discusión por lo que tiene de toma de postura, es la generosa apertura de su perspectiva. Jordi Gracia escribe con un sosiego medido desde el que reivindica la memoria de la resistencia democrática al mismo tiempo que trata de juzgar a cada cual en el torbellino de sus circunstancias. Son muchas las ideas preconcebidas que había que romper. Pese a lo que se tendía a pensar, aquellos que sufrieron lo que Miguel Salabert bautizó como “exilio interior” y trataron de abrirse paso en los puntos ciegos a donde no llegaban las zarpas del franquismo, jamás olvidaron el legado leal de los desterrados. Por otro lado, los que no quisieron volver no superan en integridad moral o política a los que decidieron regresar o incluso quedarse, todavía en tiempos de Franco: las de unos y otros fueron sólo distintas maneras de construir una cultura valiosa, veraz y productiva, en lucha contra la censura del interior o las distancias atlánticas. Cuando llegan los 80 y lo que el autor llama “democracia caníbal” se desinteresa por la obra de los exiliados no sería tanto en obediencia a un inexistente pacto por el olvido, sino a la necesidad natural de forjar un país nuevo con nuevos mimbres. Por eso, Gracia encuentra lógico que haya que esperar a la primera década del siglo XXI para que se produzca un “boom” en el interés de la sociedad española por todo aquello que conmemore o reconstruya el ciclo de la República, la Guerra Civil y el franquismo. Gracia considera que este proceso, en el que aún nos encontramos, se inaugura con el éxito de Soldados de Salamina en 2001, y admite que hasta el revisionismo más zafio y descaradamente neofranquista ocupa un lugar útil, aunque sea como revulsivo e impulso para otro tipo de propuestas más rigurosas. Para el autor de este ensayo, es sólo en este espacio mítico, hoy continuamente revisitado, donde el legado de la cultura exiliada, descartada en la Transición, ha encontrado al fin su lugar, un terreno feraz en el que al fin echar raíces y engendrar los frutos de un mañana insospechado.
Si esta visión comprensiva de las múltiples lecturas que el exilio hizo de sí mismo y de la manera en que su obra fue asumida por la sociedad española pudiera pecar de indulgente, no es tanto porque el autor considere que el mundo está bien hecho, como diría el otro Guillén, el padre, sino porque apuesta decididamente por abarcar la complejidad de lo humano y eludir la inanidad de los planteamientos rígidos y maximalistas que tanto abundan en los relatos que se hacen de esta época. A la intemperie es un valioso intento de superar la miopía histórica y atender por fin a las razones interiores que movieron —o paralizaron— a tantos de nuestros mejores intelectuales.
Juan Pablo Heras
Jordi Gracia ha escrito una Historia secreta de los vencidos. Ha tomado un pincel de arqueólogo y ha limpiado nuestra memoria de los insidiosos prejuicios que oponían artificialmente a los intelectuales del exilio con aquellos que se quedaron y siguieron trabajando bajo las condiciones que impuso el franquismo. Y lo que ha encontrado es un espejo, es decir, dos imágenes a la vez idénticas e invertidas. A través de un detenido estudio de correspondencias y pequeñas publicaciones olvidadas, Gracia hace notar que, ya desde la primera posguerra, algunos de los que se fueron advirtieron con lucidez que solazarse en la melancolía era un insulto a la libertad de la que gozaban en los países que les dieron refugio, y que, en cambio, los que no pudieron salir no sólo estaban lejos de ser traidores o colaboracionistas, sino que eran la única esperanza verosímil de vencer al franquismo, y a la vez una ventana abierta hacia una España que ya nunca iba a ser la misma. Por eso algunos se apresuraron a retomar el contacto, no sólo con los viejos compañeros de los círculos que constelaron la Edad de Plata, sino también con aquellos del bando vencedor, que, como Dionisio Ridruejo, se sumaron insospechadamente a la resistencia intelectual contra el yermo de la cultura oficial del franquismo. Desde los 50 hasta el final de la dictadura, este intercambio no hará sino aumentar.
Gracia recuerda un agudo artículo de Claudio Guillén que dibuja dos formas de estar en el exilio: por un lado, la tradición de Ovidio, es decir, la que se encarna en una eterna elegía nostálgica por lo que quedó atrás. Por otro, la tradición de Plutarco, la que asume con mirada alta y orgullo mal disimulado el consuelo que supone haber adquirido, aun por vías desgraciadas, una suerte de cosmopolitismo veraz, de mirada apátrida liberada de toda niebla nacionalista. Gracia encuentra esta actitud en personalidades tan vibrantes como las de Francisco Ayala, Pedro Salinas o Josep Ferrater Mora, y nota, en cambio, cómo genios como Max Aub o Rosa Chacel no emergieron jamás de la añoranza de un futuro que les robó la guerra, como si la herida del exilio les impidiera ver que, como decía Tadeusz Kantor, nadie —no sólo ellos— vuelve vivo al país de su juventud.
La interpretación que este ensayo hace del exilio intelectual español, a la luz de su participación en los movimientos de resistencia del interior, está expuesta con suma brillantez y una prosa persuasiva e iluminadora, aunque con frecuencia se ensortija en un bucle de conceptos reiterativos y enredados en un hilo discursivo que no avanza. No obstante, es de agradecer el rigor con el que el autor se ciñe a sus fuentes, a los hechos constatados, y desestima elucubraciones tentadoras que alguien más descuidado no dudaría en recorrer.
Lo más significativo de este ensayo, lo que generará más discusión por lo que tiene de toma de postura, es la generosa apertura de su perspectiva. Jordi Gracia escribe con un sosiego medido desde el que reivindica la memoria de la resistencia democrática al mismo tiempo que trata de juzgar a cada cual en el torbellino de sus circunstancias. Son muchas las ideas preconcebidas que había que romper. Pese a lo que se tendía a pensar, aquellos que sufrieron lo que Miguel Salabert bautizó como “exilio interior” y trataron de abrirse paso en los puntos ciegos a donde no llegaban las zarpas del franquismo, jamás olvidaron el legado leal de los desterrados. Por otro lado, los que no quisieron volver no superan en integridad moral o política a los que decidieron regresar o incluso quedarse, todavía en tiempos de Franco: las de unos y otros fueron sólo distintas maneras de construir una cultura valiosa, veraz y productiva, en lucha contra la censura del interior o las distancias atlánticas. Cuando llegan los 80 y lo que el autor llama “democracia caníbal” se desinteresa por la obra de los exiliados no sería tanto en obediencia a un inexistente pacto por el olvido, sino a la necesidad natural de forjar un país nuevo con nuevos mimbres. Por eso, Gracia encuentra lógico que haya que esperar a la primera década del siglo XXI para que se produzca un “boom” en el interés de la sociedad española por todo aquello que conmemore o reconstruya el ciclo de la República, la Guerra Civil y el franquismo. Gracia considera que este proceso, en el que aún nos encontramos, se inaugura con el éxito de Soldados de Salamina en 2001, y admite que hasta el revisionismo más zafio y descaradamente neofranquista ocupa un lugar útil, aunque sea como revulsivo e impulso para otro tipo de propuestas más rigurosas. Para el autor de este ensayo, es sólo en este espacio mítico, hoy continuamente revisitado, donde el legado de la cultura exiliada, descartada en la Transición, ha encontrado al fin su lugar, un terreno feraz en el que al fin echar raíces y engendrar los frutos de un mañana insospechado.
Si esta visión comprensiva de las múltiples lecturas que el exilio hizo de sí mismo y de la manera en que su obra fue asumida por la sociedad española pudiera pecar de indulgente, no es tanto porque el autor considere que el mundo está bien hecho, como diría el otro Guillén, el padre, sino porque apuesta decididamente por abarcar la complejidad de lo humano y eludir la inanidad de los planteamientos rígidos y maximalistas que tanto abundan en los relatos que se hacen de esta época. A la intemperie es un valioso intento de superar la miopía histórica y atender por fin a las razones interiores que movieron —o paralizaron— a tantos de nuestros mejores intelectuales.
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