Trad. Ana Herrera. Editorial Gredos, Madrid, 2009. 200 pp. 23 €
Elvira Navarro
El realismo (entiéndase aquí su variante tradicional, que es con la que usualmente se le identifica) lleva más de un siglo recibiendo palos y certificados de defunción, y desde esta muerte perpetua, pareja a la de la forma que lo encarna por antonomasia, la novela de estirpe decimonónica, su potencia se renueva. Aunque la repetición lleva al agotamiento y al lugar común, el sagaz crítico literario y novelista James Wood (1965) sostiene que el hecho de que algunas metáforas se gasten no quiere decir que la metáfora, como mecanismo, haya muerto. Sustituyamos “metáfora” por “convención”: eso es lo que se hace en Los mecanismos de la ficción, y no desde la mera teoría literaria, que tantas tentaciones tiene de convertirse en platonismo escolástico cuando se empeña en no ver más que lo que ella misma genera, sino dando ejemplos de la potencia de los narradores realistas a día de hoy. Wood se sitúa en la línea contraria a los opositores de la ficción convencional, que tienen a Roland Barthes (de quien Wood aprovecha ciertas ideas para ponerlas, precisamente, a favor de lo que el autor francés criticaba) como referente. Citando un texto del finado («La función de la narrativa no es “representar”, es constituir un espectáculo todavía muy enigmático para nosotros, pero en cualquier caso, no de orden mimético […] “Lo que tiene lugar” en la narrativa es, desde el punto de vista referencial (realidad), literalmente, nada, “lo que ocurre” es sólo un lenguaje, la aventura del lenguaje, la incesante celebración de su llegada»), Wood desarticula los argumentos que tradicionalmente se esgrimen en contra del realismo, a saber:
a) Que el realismo es una ingenuidad por suponer que el texto “representa” literalmente la “realidad”. Sin entrar en el estatuto problemático de esta última, así como del concepto de “representación”, cuestiones ambas que la filosofía lleva siglos discutiendo, Wood nos dice que ya con Flaubert esa creencia se desactiva, por lo que resulta absurdo acusar al realismo de seguir instalado ahí. El realismo no es más que un código, tan ficticio como la ciencia ficción.
b) Que el realismo es convencional. Cierto es que, por repetidas, las convenciones decimonónicas (trama, desarrollo lineal, personajes fuertes, narrador omnisciente) sobre las que se asienta la praxis más habitual del realismo acusan el desgaste; ahora bien, y en palabras de Wood: «Toda la ficción es convencional de una manera o de otra, y si se rechaza un cierto tipo de realismo por ser convencional, entonces habrá que rechazar por el mismo motivo el surrealismo, la ciencia ficción, el postmodernismo autorreflexivo, las novelas con cuatro finales distintos y así sucesivamente. La convención está en todas partes, y triunfa como la vejez: una vez se ha llegado a cierta madurez, o bien mueres de ella o con ella». Puesto que todas las convenciones huelen a podrido, la única manera de sortear el hedor es procurar el hallazgo, no (o no necesariamente) en lo grande (maneras de articular los discursos), sino en lo pequeño, en el detalle: el diálogo, la metáfora o el estilo indirecto libre, entre otros elementos. Es ahí donde, según Wood, sigue jugándose la potencia y la pertinencia de un texto literario.
A pesar de lo dicho, para el crítico el realismo no es un modo más de hacer ficción, sino su aspiración fundamental, pues, aunque el vínculo entre las palabras y las cosas esté roto desde la perspectiva de la referencia directa o literal, de lo que las ficciones nos hablan, utilicen el realismo, el surrealismo o el realismo histérico, es de un exterior: la “vida”. Y es que Wood, obviamente, rechaza la postura de que el texto sólo refiere al propio texto. Se le podría objetar, desde un punto de vista epistemológico, lo problemático que resulta eso de la “vida”, aunque desde luego no lo es más que la afirmación de que “todo es texto”. En ambos casos se acaba haciendo metafísica.
Elvira Navarro
El realismo (entiéndase aquí su variante tradicional, que es con la que usualmente se le identifica) lleva más de un siglo recibiendo palos y certificados de defunción, y desde esta muerte perpetua, pareja a la de la forma que lo encarna por antonomasia, la novela de estirpe decimonónica, su potencia se renueva. Aunque la repetición lleva al agotamiento y al lugar común, el sagaz crítico literario y novelista James Wood (1965) sostiene que el hecho de que algunas metáforas se gasten no quiere decir que la metáfora, como mecanismo, haya muerto. Sustituyamos “metáfora” por “convención”: eso es lo que se hace en Los mecanismos de la ficción, y no desde la mera teoría literaria, que tantas tentaciones tiene de convertirse en platonismo escolástico cuando se empeña en no ver más que lo que ella misma genera, sino dando ejemplos de la potencia de los narradores realistas a día de hoy. Wood se sitúa en la línea contraria a los opositores de la ficción convencional, que tienen a Roland Barthes (de quien Wood aprovecha ciertas ideas para ponerlas, precisamente, a favor de lo que el autor francés criticaba) como referente. Citando un texto del finado («La función de la narrativa no es “representar”, es constituir un espectáculo todavía muy enigmático para nosotros, pero en cualquier caso, no de orden mimético […] “Lo que tiene lugar” en la narrativa es, desde el punto de vista referencial (realidad), literalmente, nada, “lo que ocurre” es sólo un lenguaje, la aventura del lenguaje, la incesante celebración de su llegada»), Wood desarticula los argumentos que tradicionalmente se esgrimen en contra del realismo, a saber:
a) Que el realismo es una ingenuidad por suponer que el texto “representa” literalmente la “realidad”. Sin entrar en el estatuto problemático de esta última, así como del concepto de “representación”, cuestiones ambas que la filosofía lleva siglos discutiendo, Wood nos dice que ya con Flaubert esa creencia se desactiva, por lo que resulta absurdo acusar al realismo de seguir instalado ahí. El realismo no es más que un código, tan ficticio como la ciencia ficción.
b) Que el realismo es convencional. Cierto es que, por repetidas, las convenciones decimonónicas (trama, desarrollo lineal, personajes fuertes, narrador omnisciente) sobre las que se asienta la praxis más habitual del realismo acusan el desgaste; ahora bien, y en palabras de Wood: «Toda la ficción es convencional de una manera o de otra, y si se rechaza un cierto tipo de realismo por ser convencional, entonces habrá que rechazar por el mismo motivo el surrealismo, la ciencia ficción, el postmodernismo autorreflexivo, las novelas con cuatro finales distintos y así sucesivamente. La convención está en todas partes, y triunfa como la vejez: una vez se ha llegado a cierta madurez, o bien mueres de ella o con ella». Puesto que todas las convenciones huelen a podrido, la única manera de sortear el hedor es procurar el hallazgo, no (o no necesariamente) en lo grande (maneras de articular los discursos), sino en lo pequeño, en el detalle: el diálogo, la metáfora o el estilo indirecto libre, entre otros elementos. Es ahí donde, según Wood, sigue jugándose la potencia y la pertinencia de un texto literario.
A pesar de lo dicho, para el crítico el realismo no es un modo más de hacer ficción, sino su aspiración fundamental, pues, aunque el vínculo entre las palabras y las cosas esté roto desde la perspectiva de la referencia directa o literal, de lo que las ficciones nos hablan, utilicen el realismo, el surrealismo o el realismo histérico, es de un exterior: la “vida”. Y es que Wood, obviamente, rechaza la postura de que el texto sólo refiere al propio texto. Se le podría objetar, desde un punto de vista epistemológico, lo problemático que resulta eso de la “vida”, aunque desde luego no lo es más que la afirmación de que “todo es texto”. En ambos casos se acaba haciendo metafísica.
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