viernes, diciembre 11, 2009

Los años, Virginia Woolf

Trad. Andrés Bosch. Lumen, Madrid, 2009. 491 pp. 22.90 €

Pilar Adón

Existen tantas maneras de enfrentarse en un texto al hastío, a la decadencia, al dolor y a la recurrente rebelión contra ese dolor como escritores han sido y serán. Habrá quien opte por describir el decaimiento y la pérdida de la esperanza de una manera abierta, sin grandes florituras, porque no le parecerá al autor que sean necesarias las florituras o el adorno para representar la angustia de sus personajes y, quién sabe, tal vez de forma velada también la suya, y habrá quien decida que nada mejor que los hermosos circunloquios para que el lector aprecie que, más allá de tanta retórica, de tanta divagación, no hay más que vacío y tristeza en el ánimo de sus protagonistas.
Esta segunda opción es por la que parece optar Virginia Woolf (1882-1941) en sus escritos de ficción y, de manera muy especial, en Los años (1937). Por ese motivo, tras haber leído y releído párrafos y páginas de una belleza verbal casi enajenante, tras haber paseado por unas calles de Londres invadidas por el viento del otoño, tras haber asistido al inicio de la temporada social, con sus prisas y sus pretensiones, tras estar en cada fiesta y contemplar los colores de cada vestido, y tras volver a sentir en la cara el sol de la primavera inglesa, el lector termina con la media sonrisa gentil que le produce la impresión de haber devorado un precioso manual de buenas maneras (cómo servir el té, cómo sentarse a la mesa para cenar, cómo sonreír con discreción, cómo devolver el saludo), y, a la vez, con la media sonrisa mordaz de haber dejado atrás a un montón de personajes hundidos en sus miserias y en el desengaño que produce la contemplación del paso del tiempo, que tanto promete y que, finalmente, nada nuevo aporta.
Precisamente, ese paso del tiempo va a ser el personaje principal de Los años, última novela que Virginia Woolf publicara en vida y que resultó ser su obra más popular aunque, también, la que menos elogios obtuviera por parte de la crítica, tal vez debido a una factura más clásica y menos experimental que la de obras anteriores. Partiendo de 1880 y hasta llegar a “nuestros días” (primeros años de la década de 1930), rastreamos la historia de tres generaciones de la familia Pargiter, formada por un grupo de individuos perfectamente burgueses y perfectamente educados que se encuentran y desencuentran a lo largo de esos cincuenta años por un Londres omnipresente. De su mano asistimos a las transformaciones que va sufriendo la ciudad, a los cambios en las costumbres, a las expectativas por lo que podría deparar el cambio de siglo y a ciertos episodios que sacudieron las vidas y las conciencias de los ingleses: la muerte de Parnell en 1891; la muerte del rey Eduardo VII en 1910; las manifestaciones de las sufragistas en 1911, el inicio de la guerra… Todo ello envuelto de una exquisita y deliciosa minuciosidad en las descripciones, de un regodeo en el empleo del lenguaje, que hace de la lectura una experiencia hipnótica y poco centrada en el devenir histórico. Así, las páginas se suceden en una especie de hechizo y al final lo que menos importa es si Parnell ha muerto o si esa circunstancia va a implicar modificación alguna en la vida de los personajes, porque sabemos que la narración seguirá siendo tan exquisita y pausada como hasta el momento.
¿Quiere esto decir que todo es forma y nada es fondo? No. Lo que quiere decir es que la forma es tan magnífica que el lector puede entregarse a ella como quien se entrega a la contemplación de la Ofelia de Millais, sabiendo que detrás de toda esa atención por los detalles y de esa belleza hay una gran complejidad y una enorme tragedia. Habrá, por tanto, diferentes niveles de lectura, y cada lector podrá dedicar más atención al que mejor le parezca.
Siguiendo con el tiempo, pero en esta ocasión con el meteorológico, las pequeñeces y las fatigas de los miembros de la familia Pargiter aparecen precedidas en cada capítulo (que viene, a su vez, marcado por un año) de una exhaustiva descripción del clima. Por poner unos pocos ejemplos, los primeros capítulos de la novela empiezan como sigue: 1880: “Era una primavera vacilante”; 1891: “El viento del otoño soplaba sobre Inglaterra”; 1907: “Era mediados de verano y las noches eran calurosas”; 1908: “Corría el mes de marzo y soplaba viento”; 1910: “En el campo era un día bastante normal”; 1911: “Salía el sol”. Se nos ofrece así un pormenorizado análisis atmosférico y, tras él, un rápido paso hacia las meditaciones de los personajes, que bucean en sus ensoñaciones de una manera bastante aleatoria al saber que, de no haberlas cazado al vuelo, podrían haberles pasado completamente desapercibidas, sustituidas por otras en el inagotable flujo habitual de reflexión y memoria. No obstante, dada la tendencia de la familia Pargiter hacia la introspección, resulta bastante sencillo que sus opiniones y juicios queden atrapados en la mente de cada personaje, y que a partir de ahí fructifiquen y se expandan. Los protagonistas de Virginia Woolf se aferran a sus pensamientos y los contemplan como si sólo así pudieran sentir que aprovechan la vida. Como si de ese modo lograran reconocer la esencia de lo que les rodea y, a la vez, reconocerse a sí mismos.
Las conversaciones que se celebran en medio de todo este ensimismamiento son casi siempre de una frialdad desgarrada, reflejo del descreimiento y de la apatía que caracteriza la manera de ser y de comportarse de ciertos miembros de los Pargiter. Otras veces, en cambio, aparecen bajo un signo más comprensivo y frágil:
«- El alma, el ser íntegramente considerado… –comenzó a explicar Nicholas. Ahuecó las palmas de las manos, como si entre las dos quisiera encerrar una esfera–. Desea su expansión, desea la aventura, desea formar… nuevas combinaciones, ¿verdad?
- Sí, sí –dijo Eleanor como si quisiera confirmarle que sus palabras eran correctas.
- En tanto que ahora –Nicholas se enderezó; juntó los pies; parecía una vieja señora atemorizada por un ratón– vivimos así, tensos, atados en un nudo pequeño y prieto, ¿verdad?
- En un nudo, un nudo, sí, es verdad. –Asintió con la cabeza.
El miedo y sus mil formas. En esta ocasión, bajo el aspecto de un nudo que ata y aprieta.»
Habrá quien piense que sobre Virginia Woolf ya está todo escrito y publicado, y que no queda mucho por descubrir en sus obras. Yo, por mi parte, discrepo, y creo que hay que felicitar una vez más a Lumen por su Biblioteca de autores y, en concreto, por ésta dedicada a Virginia Woolf. Siempre es satisfactorio leer y releer sus obras. Ese dominio del lenguaje y de la técnica, ese amor por la literatura que se percibe en cada página, son impagables.

4 comentarios:

Jesús Garrido dijo...

Gracias a este blog he disfrutado de los perros de Tesalónica de Kjell Askildsen

Blog de literatura dijo...

Por lo que cuentas en tu estupenda reseña, este libro me recuerda a "La señora Dalloway", donde Woolf también trae a escena a numerosos personajes de la alta burgesía (y algunos más modestos) para, a la vez que narra sus quehaceres diarios, tan correctos ellos, mostrarnos sus pensamientos más íntimos. El resultado es la contraposición unas vidas muy ordenadas frente al hastío y la menlancolía interiores.

Saludos,

Javier

Pilar Adón dijo...

Hola, Javier,

tienes razón: en ese sentido se parecen los dos libros. A mí me gustó mucho “La señora Dalloway”, pero éste me ha gustado incluso más. El capítulo final es impresionante. Lleno de introspección y, a la vez, de una mirada llena de cinismo a lo que sucede en una reunión familiar que supone una verdadera catarsis. Cuando leía este último capítulo pensaba constantemente en “Los muertos”, de Joyce.

Muchas gracias por tu comentario. Me alegro mucho de que te haya gustado la reseña.

Seguimos leyéndonos.

Un abrazo,

Pilar.

Esther dijo...

Ahora estoy con este libro y me esta encantando. Es el segundo que me leo de ella, el primero fue Al faro, y este me esta gustando más. Su descripción de la época, el paso de los años... me tiene atrapada.