E.d.a. Libros, Benalmádena, 2009. 189 pp. 15 €
Amadeo Cobas
La pubertad es la edad de los descubrimientos, ésa en la que la sangre hierve, las hormonas se agitan y transforman y el cerebro se despepita resolviendo sin rubor, con sus (todavía) reducidos conocimientos, cuestiones que serán irresolubles luego, al llegar a la edad adulta.
Por eso es tan peligrosa: porque no atisba el peligro que se cierne sobre unos presuntos “sabios” que, aunque se creen que tienen respuesta para todo y nadie sabe más que ellos, no se percatan de lo mucho que les falta para llegar a desentrañar los grandes retos que asomarán en su vida con posterioridad: en la adolescencia, la juventud…
Aparecen claros ejemplos en este libro.
Se reflejan con arduo mérito esas pesquisas para descubrir un mundo nuevo, movidos los críos (esto son por el momento) protagonistas por la ebullición de su sangre y la agitación de hormonas, confundidos por sus cerebros, tan inexpertos como osados. Y estos niños se lanzan a investigar, pero lo hacen a la brava, debido a esa nula percepción del peligro. ¿Quién paga sus pesquisas? Un gato ronroneante solicitando una caricia, un pervertido buscando desfogue…
De aquí partimos.
Pero no hay sólo pubertad en este libro. Hay madurez en las descripciones, que son tan gráficas en ocasiones que consiguen sobrecoger. Y hay temas de adultos, dolor, conflictos y rupturas familiares, la amarga sensación del encarcelado, los cambios y reencuentros hasta felices. Reencuentro es una definición que va pintiparada para este texto, puesto que abarca al lector y a los distintos que intervienen a lo largo de las páginas. En puridad es ésta una novela coral más que un conjunto de relatos, porque éstos se afianzan en la incardinación existente entre ellos, dado que hay personajes que se repiten o son unos relacionados con los que han intervenido en el anterior. Con esta uniformidad, el texto navega mares aquietados hasta que se agita con las mutaciones sufridas por los protagonistas en sus vidas, que parecían anodinas, no siéndolo.
Este escritor es amigo del detalle, sabe bien que hay obras pictóricas que libran su batalla con el lienzo en blanco dando pinceladas sueltas, firmes, sí, pero que esbozan primorosamente cada particularidad sin ánimo de minuciosidad, sino como un comentario que se aporta en medio de una conversación, vestido de palabras comunes; eso sí, tan hábilmente engarzadas, que permanecen clavadas en la retina del lector como imágenes que delimitan la crudeza, el vértigo, la ansiedad, acaso la ilusión. Deja poso amargo el recorrido por estas páginas, sin duda porque vivir es complicado. En ocasiones puede volverse un infierno con o sin atajos, y Pepe Cervera lo demuestra trayendo cotidianeidad, problemas que surgen en un recodo del camino, no porque alguien se haya aventurado en exceso, se haya expuesto y haya perdido pie en aguas profundas. No. A veces asomarse a la albufera (tan cercana a la localidad de nacimiento del autor) trae inesperados aires de conflicto. ¿Por qué? Porque la vida tiene la forma de una veleta, y cuando sopla el viento de levante es imprevisible conocer de antemano dónde dejará los despojos del ánima que arrancó del suelo, amainado al fin su azote.
Uno de los personajes sórdidos que pueblan este libro «está seguro de que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad».
¿Será cierto?
Lo desconozco. Aunque pensaré en ello, que es lo que pretende y logra este libro: que meditemos sobre muchas de las cosas que nos rodean a diario, a las que no damos importancia.
Al menos no la que reclaman…
Amadeo Cobas
La pubertad es la edad de los descubrimientos, ésa en la que la sangre hierve, las hormonas se agitan y transforman y el cerebro se despepita resolviendo sin rubor, con sus (todavía) reducidos conocimientos, cuestiones que serán irresolubles luego, al llegar a la edad adulta.
Por eso es tan peligrosa: porque no atisba el peligro que se cierne sobre unos presuntos “sabios” que, aunque se creen que tienen respuesta para todo y nadie sabe más que ellos, no se percatan de lo mucho que les falta para llegar a desentrañar los grandes retos que asomarán en su vida con posterioridad: en la adolescencia, la juventud…
Aparecen claros ejemplos en este libro.
Se reflejan con arduo mérito esas pesquisas para descubrir un mundo nuevo, movidos los críos (esto son por el momento) protagonistas por la ebullición de su sangre y la agitación de hormonas, confundidos por sus cerebros, tan inexpertos como osados. Y estos niños se lanzan a investigar, pero lo hacen a la brava, debido a esa nula percepción del peligro. ¿Quién paga sus pesquisas? Un gato ronroneante solicitando una caricia, un pervertido buscando desfogue…
De aquí partimos.
Pero no hay sólo pubertad en este libro. Hay madurez en las descripciones, que son tan gráficas en ocasiones que consiguen sobrecoger. Y hay temas de adultos, dolor, conflictos y rupturas familiares, la amarga sensación del encarcelado, los cambios y reencuentros hasta felices. Reencuentro es una definición que va pintiparada para este texto, puesto que abarca al lector y a los distintos que intervienen a lo largo de las páginas. En puridad es ésta una novela coral más que un conjunto de relatos, porque éstos se afianzan en la incardinación existente entre ellos, dado que hay personajes que se repiten o son unos relacionados con los que han intervenido en el anterior. Con esta uniformidad, el texto navega mares aquietados hasta que se agita con las mutaciones sufridas por los protagonistas en sus vidas, que parecían anodinas, no siéndolo.
Este escritor es amigo del detalle, sabe bien que hay obras pictóricas que libran su batalla con el lienzo en blanco dando pinceladas sueltas, firmes, sí, pero que esbozan primorosamente cada particularidad sin ánimo de minuciosidad, sino como un comentario que se aporta en medio de una conversación, vestido de palabras comunes; eso sí, tan hábilmente engarzadas, que permanecen clavadas en la retina del lector como imágenes que delimitan la crudeza, el vértigo, la ansiedad, acaso la ilusión. Deja poso amargo el recorrido por estas páginas, sin duda porque vivir es complicado. En ocasiones puede volverse un infierno con o sin atajos, y Pepe Cervera lo demuestra trayendo cotidianeidad, problemas que surgen en un recodo del camino, no porque alguien se haya aventurado en exceso, se haya expuesto y haya perdido pie en aguas profundas. No. A veces asomarse a la albufera (tan cercana a la localidad de nacimiento del autor) trae inesperados aires de conflicto. ¿Por qué? Porque la vida tiene la forma de una veleta, y cuando sopla el viento de levante es imprevisible conocer de antemano dónde dejará los despojos del ánima que arrancó del suelo, amainado al fin su azote.
Uno de los personajes sórdidos que pueblan este libro «está seguro de que una mentira repetida mil veces se convierte en una verdad».
¿Será cierto?
Lo desconozco. Aunque pensaré en ello, que es lo que pretende y logra este libro: que meditemos sobre muchas de las cosas que nos rodean a diario, a las que no damos importancia.
Al menos no la que reclaman…
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