Trad. Úrsula Ojanen y Rafael García Anguita. 451 editores, Madrid, 2008. 474 pp. 21,50 €
Guillermo Ruiz Villagordo
La joven de aspecto gótico que nos mira desde la contracubierta de esta novela es una autora de éxito en su país, como una somera navegación por internet puede desvelar. Importa hacer notar esto para que no se la prejuzgue al mezclar este dato con el hecho de que uno de los temas principales de esta novela sea la bulimia. Y lo digo porque un tema tan poco (o nada) tratado por la literatura se toca con una total seriedad (no de la forma lacrimógena que acostumbran en tantas y tantas películas para televisión), lo que implica meterse en la mente del enfermo, entender sus ‘razones’ y no eludir los momentos escabrosos de su obsesión, pero ante todo por la significación que este trastorno adquiere en el contexto de la historia que nos cuenta este libro.
Las vacas de Stalin nos hace partícipes del mundo interior de tres mujeres de generaciones distintas, inmersas en un vaivén político y cultural que viven a distintos niveles: Anna, finlandesa de pleno derecho y bulímica plenamente consciente; su madre, Katariina, inmigrante estonia en Finlandia tras una huida en busca de mejores oportunidades que no salió según lo esperado; y su abuela, Sofia, testigo vivo y cuasi mudo de la reciente historia de Estonia. Anna quiere un destino mejor que el de su madre, que huyendo del infierno soviético cayó en otro de distinto signo al casarse con un alcohólico que las abandonó, además de tener que soportar el racismo que los estonios, y especialmente las estonias, sufren por parte de los finlandeses. Mientras, al otro lado de la frontera, Sofía, sin una voz tan individualizada como la de su hija y su nieta, ha vivido en carne propia la opresión de la Estonia sojuzgada por el comunismo ruso, que la convirtió en tierra de racionamientos y restricción de movimientos físicos y espirituales, y ve desde lejos ese supuesto paraíso finlandés en el que viven sus familiares.
Todo ello nos lo cuenta Oksanen en diversos saltos temporales, bien mediante la voz de Anna, bien por lo que nos revela un narrador omnisciente, en los que hace gala de una escritura directa, desnuda y dura que resalta su lacerante crítica social, convenientemente diseñada para no ser tan evidente como para asistir a una soflama, y que realiza en las varias capas ya mencionadas. Por si esto no fuera suficiente y dejando aparte la atención dedicada a la creación de ambientes angustiosos y claustrofóbicos, hay un detalle (y con esto volvemos a la afirmación del final del primer párrafo de esta crítica) donde muestra su mayor fuerza y empeño: cómo bascula inteligentemente (es decir, sin moralina, sin esconder los aspectos desagradables pero a la vez sin una transparencia forzada) entre el hambre impuesta por el sistema dictatorial estalinista y el paradójico desorden alimenticio que propicia una sociedad libre como la actual. En suma, una novela viva, tanto respecto al pasado como al presente, lo que al menos en mi modesta opinión no es decir poco.
Guillermo Ruiz Villagordo
La joven de aspecto gótico que nos mira desde la contracubierta de esta novela es una autora de éxito en su país, como una somera navegación por internet puede desvelar. Importa hacer notar esto para que no se la prejuzgue al mezclar este dato con el hecho de que uno de los temas principales de esta novela sea la bulimia. Y lo digo porque un tema tan poco (o nada) tratado por la literatura se toca con una total seriedad (no de la forma lacrimógena que acostumbran en tantas y tantas películas para televisión), lo que implica meterse en la mente del enfermo, entender sus ‘razones’ y no eludir los momentos escabrosos de su obsesión, pero ante todo por la significación que este trastorno adquiere en el contexto de la historia que nos cuenta este libro.
Las vacas de Stalin nos hace partícipes del mundo interior de tres mujeres de generaciones distintas, inmersas en un vaivén político y cultural que viven a distintos niveles: Anna, finlandesa de pleno derecho y bulímica plenamente consciente; su madre, Katariina, inmigrante estonia en Finlandia tras una huida en busca de mejores oportunidades que no salió según lo esperado; y su abuela, Sofia, testigo vivo y cuasi mudo de la reciente historia de Estonia. Anna quiere un destino mejor que el de su madre, que huyendo del infierno soviético cayó en otro de distinto signo al casarse con un alcohólico que las abandonó, además de tener que soportar el racismo que los estonios, y especialmente las estonias, sufren por parte de los finlandeses. Mientras, al otro lado de la frontera, Sofía, sin una voz tan individualizada como la de su hija y su nieta, ha vivido en carne propia la opresión de la Estonia sojuzgada por el comunismo ruso, que la convirtió en tierra de racionamientos y restricción de movimientos físicos y espirituales, y ve desde lejos ese supuesto paraíso finlandés en el que viven sus familiares.
Todo ello nos lo cuenta Oksanen en diversos saltos temporales, bien mediante la voz de Anna, bien por lo que nos revela un narrador omnisciente, en los que hace gala de una escritura directa, desnuda y dura que resalta su lacerante crítica social, convenientemente diseñada para no ser tan evidente como para asistir a una soflama, y que realiza en las varias capas ya mencionadas. Por si esto no fuera suficiente y dejando aparte la atención dedicada a la creación de ambientes angustiosos y claustrofóbicos, hay un detalle (y con esto volvemos a la afirmación del final del primer párrafo de esta crítica) donde muestra su mayor fuerza y empeño: cómo bascula inteligentemente (es decir, sin moralina, sin esconder los aspectos desagradables pero a la vez sin una transparencia forzada) entre el hambre impuesta por el sistema dictatorial estalinista y el paradójico desorden alimenticio que propicia una sociedad libre como la actual. En suma, una novela viva, tanto respecto al pasado como al presente, lo que al menos en mi modesta opinión no es decir poco.
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