XLI Premio Ateneo de Sevilla de Novela. Algaida, Sevilla, 2009. 480 pp. 20 €
Gregorio León
Uno de los más maravillosos misterios de la naturaleza es como, una simple e insignificante semilla es capaz de transformarse en un recio árbol, frondoso. Ha contado Andrés Pérez Domínguez que el germen de El violinista de Mauthausen fue una imagen que captó en el metro de Viena. Una pareja bailaba un vals, sin música. A partir de esa minúscula semilla el escritor sevillano ha construido una historia que emociona desde la primera página. No es una novela con ritmo trepidante, de esas que te dejan sin aliento, al borde de la asfixia, como si acabaras de correr una marathon y cuando llegas a la meta te sientes estúpido (aparte de muy cansado). Claro que ocurren cosas, hay acción, pero todo pasa dentro de los corazones de los personajes, impecablemente trazados. Sé que muchos lectores se quedarán con Rubén Castro y sus padecimientos en Mauthausen por culpa de las penalidades que impone el campo de concentración, y sobre todo, por la ausencia de Anna Cavour, con la que inició un romance abortado por culpa de la guerra. Otros preferirán a Franz Müller, ingeniero alemán que hace todo lo posible por alejarse de las doctrinas del nacionalsocialismo, violín en mano, y que acabará enamorándose de Anna mientras su prometido se consume en Mauthausen. Pero yo elijo la figura de Robert Bishop, ante de la OSS, que recluta a Anna para la causa aliada. Y es aquí donde Andrés Pérez Domínguez despliega la maestría en el viaje al mundo de los servicios secretos, del juego de la seducción y la mentira. Bishop es un espía americano, de la mejor estirpe, de la que solo podemos encontrar en autores como Graham Greene. Y leyendo El violinista de Mauthausen he sentido el mismo placer que cuando tuve en mis manos El factor humano o Nuestro hombre en La Habana. Andrés se mueve como pez en el agua en ese territorio, como si él, porque todos somos espías, le hubiera arrebatado a los grandes maestros el manual de claves para escribir una buena novela de espías. Pero El violinista de Mauthausen es mucho más. Nunca había sentido tanta angustia dentro de un campo de concentración desde que descubrí a Primo Levi. No hay tremendismos, no hay truculencias. Solo la rutina de la muerte, la lenta e inexorable extinción de las vidas que no merecen ser vividas. Por eso tenemos sed cuando viajamos con Rubén Castro en el convoy que le conducirá al campo, notamos en el pecho el hueco por la falta de Anna, y hasta estamos tentados también de saltar al vacío con un bloque de piedra a la espalda desde lo alto de la escalera de la cantera de Mauthausen.
Hay escenas que nos sobrecogen, incluso en su comicidad que esconde toda la brutalidad en la que se ejercitó el Tercer Reich: un niño celebra en el campo de exterminio su undécimo cumpleaños, y recibe como regalo una pistola, pero no de plástico, sino de verdad: una Luger. Y, automáticamente, como si acabaran de regalarle el derecho de decidir sobre la vida o la muerte, apunta con ella a un camarero preso que ha cometido el delito de resbalar y romper parte de la vajilla. O el momento en el que Rubén se lanza desesperadamente, como otros prisioneros, a beber agua en un charco, como si no fuera más que un perro, un animal despojado de dignidad. Como ese hay varios pasajes que justificarían por si solos la lectura de esta obra.
Contar una historia tan dolorosa, mostrar las dudas, contradicciones y sentimientos cruzados de los personajes, requería un lenguaje efectivo que no la ahogara. Aquí la prosa no estorba, sino que te lleva a caballo, página a página, hasta el final. Una prosa limpia, elegante, justa, que se acomoda como un guante a una estructura aparentemente sencilla. Y digo aparentemente porque no es fácil para un autor mover la cámara y enfocar capítulo a capítulo a cada personaje, para mostrarnos su punto de vista, de tal modo que al final las piezas encajen sin que tengamos la sensación de que durante toda la novela hemos estado completando un puzzle.
Desasosiego, incertidumbre, suspense, angustia. Todo eso está dentro de esta novela. Andrés Pérez Domínguez ha conseguido con su violinista ese objetivo que anhela todo escritor: contar bien una historia. Una historia que se quedará para siempre alojada en nuestros corazones, como esos amores que solo olvidamos cuando morimos.
Gregorio León
Uno de los más maravillosos misterios de la naturaleza es como, una simple e insignificante semilla es capaz de transformarse en un recio árbol, frondoso. Ha contado Andrés Pérez Domínguez que el germen de El violinista de Mauthausen fue una imagen que captó en el metro de Viena. Una pareja bailaba un vals, sin música. A partir de esa minúscula semilla el escritor sevillano ha construido una historia que emociona desde la primera página. No es una novela con ritmo trepidante, de esas que te dejan sin aliento, al borde de la asfixia, como si acabaras de correr una marathon y cuando llegas a la meta te sientes estúpido (aparte de muy cansado). Claro que ocurren cosas, hay acción, pero todo pasa dentro de los corazones de los personajes, impecablemente trazados. Sé que muchos lectores se quedarán con Rubén Castro y sus padecimientos en Mauthausen por culpa de las penalidades que impone el campo de concentración, y sobre todo, por la ausencia de Anna Cavour, con la que inició un romance abortado por culpa de la guerra. Otros preferirán a Franz Müller, ingeniero alemán que hace todo lo posible por alejarse de las doctrinas del nacionalsocialismo, violín en mano, y que acabará enamorándose de Anna mientras su prometido se consume en Mauthausen. Pero yo elijo la figura de Robert Bishop, ante de la OSS, que recluta a Anna para la causa aliada. Y es aquí donde Andrés Pérez Domínguez despliega la maestría en el viaje al mundo de los servicios secretos, del juego de la seducción y la mentira. Bishop es un espía americano, de la mejor estirpe, de la que solo podemos encontrar en autores como Graham Greene. Y leyendo El violinista de Mauthausen he sentido el mismo placer que cuando tuve en mis manos El factor humano o Nuestro hombre en La Habana. Andrés se mueve como pez en el agua en ese territorio, como si él, porque todos somos espías, le hubiera arrebatado a los grandes maestros el manual de claves para escribir una buena novela de espías. Pero El violinista de Mauthausen es mucho más. Nunca había sentido tanta angustia dentro de un campo de concentración desde que descubrí a Primo Levi. No hay tremendismos, no hay truculencias. Solo la rutina de la muerte, la lenta e inexorable extinción de las vidas que no merecen ser vividas. Por eso tenemos sed cuando viajamos con Rubén Castro en el convoy que le conducirá al campo, notamos en el pecho el hueco por la falta de Anna, y hasta estamos tentados también de saltar al vacío con un bloque de piedra a la espalda desde lo alto de la escalera de la cantera de Mauthausen.
Hay escenas que nos sobrecogen, incluso en su comicidad que esconde toda la brutalidad en la que se ejercitó el Tercer Reich: un niño celebra en el campo de exterminio su undécimo cumpleaños, y recibe como regalo una pistola, pero no de plástico, sino de verdad: una Luger. Y, automáticamente, como si acabaran de regalarle el derecho de decidir sobre la vida o la muerte, apunta con ella a un camarero preso que ha cometido el delito de resbalar y romper parte de la vajilla. O el momento en el que Rubén se lanza desesperadamente, como otros prisioneros, a beber agua en un charco, como si no fuera más que un perro, un animal despojado de dignidad. Como ese hay varios pasajes que justificarían por si solos la lectura de esta obra.
Contar una historia tan dolorosa, mostrar las dudas, contradicciones y sentimientos cruzados de los personajes, requería un lenguaje efectivo que no la ahogara. Aquí la prosa no estorba, sino que te lleva a caballo, página a página, hasta el final. Una prosa limpia, elegante, justa, que se acomoda como un guante a una estructura aparentemente sencilla. Y digo aparentemente porque no es fácil para un autor mover la cámara y enfocar capítulo a capítulo a cada personaje, para mostrarnos su punto de vista, de tal modo que al final las piezas encajen sin que tengamos la sensación de que durante toda la novela hemos estado completando un puzzle.
Desasosiego, incertidumbre, suspense, angustia. Todo eso está dentro de esta novela. Andrés Pérez Domínguez ha conseguido con su violinista ese objetivo que anhela todo escritor: contar bien una historia. Una historia que se quedará para siempre alojada en nuestros corazones, como esos amores que solo olvidamos cuando morimos.
2 comentarios:
Enhorabuena por la magnífica descripción de este libro que también yo he podido disfrutar en estos días.
Enhorabuena, igualmente, por el blog.
Un cariñoso saludo desde El Viso del Alcor
Una novela llena de talento. Fabulosa y original.
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