Trad. y Prol. Jon Bilbao. Meettok, Donostia / San Sebastián, 2009. 212 pp. 17 €
Nere Basabe
Cuando John Gardner, profesor de literatura medieval y de escritura creativa en la Universidad norteamericana de Chico de, entre otros alumnos, un joven Raymond Carver que soñaba con convertirse en escritor, fue interpelado por un estudiante acerca de la supuesta vigencia del clásico Beowulf, Gardner apeló a la figura del monstruo de la leyenda, Grendel, y su racionalidad corrupta que comparó con el existencialismo de Jean Paul Sartre; en ese momento, tal y como confesó más tarde, Gardner tuvo la idea de que tras esa cuestión se escondía una novela. (En otra entrevista, no obstante, declararía en términos más prosaicos que Grendel no era más que una historia de Disney despojada de todo sentimentalismo). Grendel tuvo que esperar pese a todo unos cuantos años en una caja de cartón, junto a otros numerosos manuscritos, hasta que su autor se animó a mostrárselos a un renombrado editor de Harper and Row. La novela fue finalmente publicada en 1971 y conoció un éxito inmediato, convirtiéndose en un clásico contemporáneo que hoy nos llega a las manos en la traducción (y excelente y muy instructivo prólogo) de Jon Bilbao.
En tanto que recreación del poema épico Beowulf, texto fundacional de la literatura anglosajona, Grendel presenta ya de por sí un interés que despierta la curiosidad de todo aficionado; la reivindicación de su actualidad queda con sobra demostrada en esta novela eminentemente posmoderna, que reúne en sí todas las características para ser considerada como tal: la interpelación e intertextualidad con un clásico, constantes consideraciones metalingüísticas y sobre la creación artística, técnicas narrativas desmontadas, las reflexiones sobre la verdad y la relatividad, el orden del mundo y del discurso cuestionados tanto como la Historia o la religión, la novela psicológica o sobre todo la inversión de perspectiva y el hecho de dar la palabra al “otro”, aquél que carecía de voz en el relato original: el monstruo.
En otro nivel de lectura, Grendel es también una novela de aventuras, la historia de los caballeros del rey Hrothgar en guerra contra un monstruo, llena de pasajes sangrientos, supuestos héroes y dragones nihilistas. Pero sobre todo constituye una reflexión filosófica, intensamente existencialista, tras la excusa de una bestia cruel y asesina (“monstruo inútil y ridículo”, tal y como se define a sí mismo), arrojada a un mundo que no comprende, y que no parece tener más sentido que el que el discurso (maraña de palabras que crea el universo parpadeo a parpadeo) pueda otorgarle: «Las estrellas (…) tientan mi sentido común hacia significados inexistentes». Ignorado por un cielo impertérrito, desnudo bajo la fría mecánica de las estrellas, el cielo parece expandirse «desarrollándose como una injusticia irreversible», y ante tanta vacuidad de unas esperanzas que saben que no hay nada que esperar («¡No puedo creer que un dolor tan horroroso no conduzca a nada!») y frente a la realidad “como una forma de angustia”, Grendel se instala en el tedio (“el peor de los sufrimientos”) y la subversión ética total, en el odio a los árboles que brotan, a esos pájaros escandalosos (cabrones como en la albada de Gil de Biedma), y a los hombres y sus construcciones ilusorias: su religión, su Historia, pero especialmente contra esa poesía con la que intentan disimular que son tan sangrientos como él mismo. Grendel sabe que la lírica del arpista ciego, el bardo al que elocuentemente llaman el Creador es mentira, pero a pesar de todo es capaz de arrancarle las lágrimas:
Nere Basabe
Cuando John Gardner, profesor de literatura medieval y de escritura creativa en la Universidad norteamericana de Chico de, entre otros alumnos, un joven Raymond Carver que soñaba con convertirse en escritor, fue interpelado por un estudiante acerca de la supuesta vigencia del clásico Beowulf, Gardner apeló a la figura del monstruo de la leyenda, Grendel, y su racionalidad corrupta que comparó con el existencialismo de Jean Paul Sartre; en ese momento, tal y como confesó más tarde, Gardner tuvo la idea de que tras esa cuestión se escondía una novela. (En otra entrevista, no obstante, declararía en términos más prosaicos que Grendel no era más que una historia de Disney despojada de todo sentimentalismo). Grendel tuvo que esperar pese a todo unos cuantos años en una caja de cartón, junto a otros numerosos manuscritos, hasta que su autor se animó a mostrárselos a un renombrado editor de Harper and Row. La novela fue finalmente publicada en 1971 y conoció un éxito inmediato, convirtiéndose en un clásico contemporáneo que hoy nos llega a las manos en la traducción (y excelente y muy instructivo prólogo) de Jon Bilbao.
En tanto que recreación del poema épico Beowulf, texto fundacional de la literatura anglosajona, Grendel presenta ya de por sí un interés que despierta la curiosidad de todo aficionado; la reivindicación de su actualidad queda con sobra demostrada en esta novela eminentemente posmoderna, que reúne en sí todas las características para ser considerada como tal: la interpelación e intertextualidad con un clásico, constantes consideraciones metalingüísticas y sobre la creación artística, técnicas narrativas desmontadas, las reflexiones sobre la verdad y la relatividad, el orden del mundo y del discurso cuestionados tanto como la Historia o la religión, la novela psicológica o sobre todo la inversión de perspectiva y el hecho de dar la palabra al “otro”, aquél que carecía de voz en el relato original: el monstruo.
En otro nivel de lectura, Grendel es también una novela de aventuras, la historia de los caballeros del rey Hrothgar en guerra contra un monstruo, llena de pasajes sangrientos, supuestos héroes y dragones nihilistas. Pero sobre todo constituye una reflexión filosófica, intensamente existencialista, tras la excusa de una bestia cruel y asesina (“monstruo inútil y ridículo”, tal y como se define a sí mismo), arrojada a un mundo que no comprende, y que no parece tener más sentido que el que el discurso (maraña de palabras que crea el universo parpadeo a parpadeo) pueda otorgarle: «Las estrellas (…) tientan mi sentido común hacia significados inexistentes». Ignorado por un cielo impertérrito, desnudo bajo la fría mecánica de las estrellas, el cielo parece expandirse «desarrollándose como una injusticia irreversible», y ante tanta vacuidad de unas esperanzas que saben que no hay nada que esperar («¡No puedo creer que un dolor tan horroroso no conduzca a nada!») y frente a la realidad “como una forma de angustia”, Grendel se instala en el tedio (“el peor de los sufrimientos”) y la subversión ética total, en el odio a los árboles que brotan, a esos pájaros escandalosos (cabrones como en la albada de Gil de Biedma), y a los hombres y sus construcciones ilusorias: su religión, su Historia, pero especialmente contra esa poesía con la que intentan disimular que son tan sangrientos como él mismo. Grendel sabe que la lírica del arpista ciego, el bardo al que elocuentemente llaman el Creador es mentira, pero a pesar de todo es capaz de arrancarle las lágrimas:
«El arpista había hecho que incluso a mí todo me pareciera bello y verdadero”; “Aquel hombre había cambiado el mundo, había arrancado el pasado de raíz y lo había cambiado por otro diferente, y ellos, aun sabiendo la verdad, ahora lo recordaban todo de esta nueva forma, y yo también”; “Él crea el mundo, como su nombre indica. Estudia la irracionalidad que lo rodea y transforma la escoria en oro”; “El Creador les proporciona una ilusión de realidad; junta los hechos con un pegajoso espejismo de interconexión. Simples juegos de ingenio”; “frases que se enroscaban, magníficas, doradas, y todas ellas, de forma increíble, falsas”; “La poesía es basura, simples nubes de palabras, un consuelo para los desesperados».
El monstruo Grendel se lamenta sobre todo de no tener con quién hablar, y se afana en comprender lo que no tiene sentido, mientras su madre (“hinchada, sufriente y desconcertada bruja”) le suplica “¡No preguntes!”, y un dragón que no cree más que en su oro le muestra que el universo es tan sólo un accidente sin sentido en el remolino del tiempo, sin causa ni efecto, donde reina el caos y la violencia. La narración se va deshilvanando y desestructurando de forma paralela a estas desesperanzadas conclusiones, y es que la ficción novelada no es finalmente más que una excusa para el ensayo filosófico, que no tiene empacho en cuajarse de referencias anacrónicas, mezclando teoría política (el Estado como monopolio legítimo de la violencia, etc.) con metafísica existencialista:
«La mente ordena el mundo por categorías mientras el acallado impulso de la sangre aguarda su venganza. Toda forma de orden es sólo teórica, irreal; una barrera inofensiva, juiciosa y bienintencionada que los hombres interponen entre las dos grandes realidades: el yo y el universo, sendos fosos de víboras”; “El sentido es la inmanencia de lo infinito en lo finito; lo finito sólo es expresión. No hay ni comienzo ni final, sólo un pequeño remolino en la corriente del tiempo».
El autoconocimiento se presenta así como la única compensación, si bien se alcanza necesariamente a través del sufrimiento. Grendel, como otros monstruos clásicos de la modernidad (Frankestein, por ejemplo, otro clásico de la literatura inglesa con el que guarda una deuda destacable), no nos ofrece finalmente el conocimiento del otro, sino una inmersión en la propia condición humana, de la que se apunta —evocando una vez más la fórmula hobbesiana— que ningún lobo es tan despiadado con los demás lobos como los hombres entre sí, y por eso no dejan de causar espanto a la misma bestia que los atemoriza: «Tú les permites mejorar, mi niño. ¿No te das cuenta? ¡Los estimulas! Les haces pensar, trazar planes. Los conduces a la poesía, a la ciencia, a la religión, a todo lo que los convierte en lo que son. Tú eres, por expresarlo de algún modo, la bestia con la que se comparan para definirse a sí mismos (…). Tú eres parte de la humanidad, o de la condición humana», es la clave de su existencia que le ofrece el omnisciente dragón.
En la novela posmoderna, en contraste con el poema épico medieval, no hay héroes, los únicos para los que el relato del mundo puede albergar algún sentido. Grendel no se erige por tanto ni en nuevo héroe (aunque el lector empatice y desee su triunfo en la guerra contra los hombres) ni en un antihéroe, y representa tan sólo al monstruo que habita en cada uno de nosotros, ése que ha comprendido con angustia que de la nada sólo surge la nada, y se revuelve; su muerte por tanto no será ya la épica de la leyenda, sino la del azaroso resbalón, que no por ello deja de constituir un destino trágico: «—Fue un accidente. —Ciego, irracional, mecánico. La mera lógica del azar. —El pobre Grendel ha tenido un accidente. A todos os puede pasar».
El monstruo Grendel se lamenta sobre todo de no tener con quién hablar, y se afana en comprender lo que no tiene sentido, mientras su madre (“hinchada, sufriente y desconcertada bruja”) le suplica “¡No preguntes!”, y un dragón que no cree más que en su oro le muestra que el universo es tan sólo un accidente sin sentido en el remolino del tiempo, sin causa ni efecto, donde reina el caos y la violencia. La narración se va deshilvanando y desestructurando de forma paralela a estas desesperanzadas conclusiones, y es que la ficción novelada no es finalmente más que una excusa para el ensayo filosófico, que no tiene empacho en cuajarse de referencias anacrónicas, mezclando teoría política (el Estado como monopolio legítimo de la violencia, etc.) con metafísica existencialista:
«La mente ordena el mundo por categorías mientras el acallado impulso de la sangre aguarda su venganza. Toda forma de orden es sólo teórica, irreal; una barrera inofensiva, juiciosa y bienintencionada que los hombres interponen entre las dos grandes realidades: el yo y el universo, sendos fosos de víboras”; “El sentido es la inmanencia de lo infinito en lo finito; lo finito sólo es expresión. No hay ni comienzo ni final, sólo un pequeño remolino en la corriente del tiempo».
El autoconocimiento se presenta así como la única compensación, si bien se alcanza necesariamente a través del sufrimiento. Grendel, como otros monstruos clásicos de la modernidad (Frankestein, por ejemplo, otro clásico de la literatura inglesa con el que guarda una deuda destacable), no nos ofrece finalmente el conocimiento del otro, sino una inmersión en la propia condición humana, de la que se apunta —evocando una vez más la fórmula hobbesiana— que ningún lobo es tan despiadado con los demás lobos como los hombres entre sí, y por eso no dejan de causar espanto a la misma bestia que los atemoriza: «Tú les permites mejorar, mi niño. ¿No te das cuenta? ¡Los estimulas! Les haces pensar, trazar planes. Los conduces a la poesía, a la ciencia, a la religión, a todo lo que los convierte en lo que son. Tú eres, por expresarlo de algún modo, la bestia con la que se comparan para definirse a sí mismos (…). Tú eres parte de la humanidad, o de la condición humana», es la clave de su existencia que le ofrece el omnisciente dragón.
En la novela posmoderna, en contraste con el poema épico medieval, no hay héroes, los únicos para los que el relato del mundo puede albergar algún sentido. Grendel no se erige por tanto ni en nuevo héroe (aunque el lector empatice y desee su triunfo en la guerra contra los hombres) ni en un antihéroe, y representa tan sólo al monstruo que habita en cada uno de nosotros, ése que ha comprendido con angustia que de la nada sólo surge la nada, y se revuelve; su muerte por tanto no será ya la épica de la leyenda, sino la del azaroso resbalón, que no por ello deja de constituir un destino trágico: «—Fue un accidente. —Ciego, irracional, mecánico. La mera lógica del azar. —El pobre Grendel ha tenido un accidente. A todos os puede pasar».
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