Recaredo Veredas
Nos encontramos frente a un auténtico novelón realista, de la estirpe más clásica y perdurable. No es una obra de vanguardia y, posiblemente, nunca lo podría haber sido. Por esa misma causa podrá ser disfrutada dentro de cincuenta años con la misma intensidad con que lo es ahora. Su única innovación proviene de un leve toque metaliterario, tan sutil que no resulta cargante. Por supuesto muestra las variopintas peripecias que disfruta —y sobre todo sufre— un peculiar héroe durante su largo viaje circular, cuyo comienzo y fin es la miseria, con breves paradas en el esplendor. La circularidad es fruto de los caprichos de la suerte lo que siempre —y mucho más en un drama— resulta sumamente peligroso pero la maestría del autor y su conocimiento, tanto de la extraña lógica del azar como de la percepción que de esa lógica posee el lector, consiguen que la verosimilitud se mantenga.
Los números del elefante muestra cómo un desdichado labriego, criado en la más dura posguerra española, puede convertirse en uno de los amos de Rio de Janeiro. También exhibe el crecimiento y decadencia de un sueño llamado Brasil, un país destinado a convertirse en una auténtica potencia mundial que por las mismas causas de siempre —la corrupción, la más negra avaricia— nunca levantó el vuelo. Díaz se aproxima a la novela histórica, pero no termina de irrumpir en el género por la falta de intervención del antihéroe en la alta política de su país. Sin embargo, la narración de las peripecias históricas no desentona, al contrario, funciona como un perfecto correlato del auge y caída del protagonista. El país se convierte en un personaje más que, como Bernardo, soñó con la prosperidad. Contemplamos con nitidez la degradación de las favelas, el triunfo de Brasil en el mundial del 58, la eclosión de Brasilia. Es una novela llena de derivaciones, de minúsculas subtramas que por sí solas poseerían un poderoso interés narrativo, desde el suicidio del presidente Getulio Vargas a la trágica vida de Garrincha, aquel futbolista brasileiro que pudo convertirse en el mejor del mundo y a quien el alcohol y la mala vida convirtieron en el reverso oscuro de Pelé. El excelente pulso de Jorge Díaz, su absoluta conciencia de lo que es importante y lo que es superfluo, evita la desfocalización.
La elección de punto de vista no sigue, como suele ocurrir en los best sellers más premeditados, criterios de facilidad. Al contrario, la opción elegida es la más difícil, tanto desde una perspectiva técnica como puramente comercial: la primera persona. En el tramo final el lector comprende que es la única posible. Escoge a un narrador, además, de una cultura y una formación muy limitada, lo que se manifiesta en su lenguaje y podría coartar las posibilidades expresivas que, sin embargo, no quedan suprimidas, sino perfectamente adaptadas a las limitaciones de la voz. Evidentemente a veces el discurso se desvía y crece más allá de sus limitaciones pero el vigor de lo narrado impide la incoherencia. La descripción espacial es perfecta. Rio de Janeiro, como ocurre con el propio Brasil, se convierte en un personaje más, contemplamos sus lujos y sus miserias —concretados en el crecimiento y degradación de las favelas, que pasan de ser barrios humildes a convertirse en auténticos sumideros—. Es una voz turbia, dominada por una culpa indefinida, instalada en un lugar tan profundo, con tantas raíces, que su supresión resulta imposible. Cuando el narrador pierde a sus hijos nos hallamos frente a una tragedia, pero el autor no tiene que esforzarse para que así lo creamos. Puede mantener su sobriedad ya que comprendemos a la perfección su manera de contemplar el mundo. Sabemos que nunca exhibirá su dolor.
Convierte a los despiadados mafiosos sean personajes complejos, abocados irremediablemente a una muerte violenta y, si las suerte les complace, a una brevísima gloria. Los hay justos e injustos, compasivos e innobles. Tanto como los políticos, con quienes establece un curioso paralelismo, que demuestra la inverosimilitud de la realidad histórica: los servidores del pueblo resultan mucho más pintorescos que los delincuentes declarados que, en comparación, parecen puros personajes de realismo sucio. Gracias a esos matices logra que comprendamos la difícil relación que mantiene el protagonista con su antagonista y salvador, ese otro emigrante gallego llamado Albino, con quien mantiene un agradecimiento y una rivalidad eternas.
Además Jorge Díaz domina a la perfección recursos narrativos tan difíciles como el ritmo. Es capaz de narrar cuarenta años en una página y que lo escrito resulte plenamente coherente con el resto de la obra. Tal es su templanza que logra incluso máximas magistrales: Estos cuarenta años me he dedicado solo a ver pasar el mundo delante de mis ojos. El sorprendente desenlace —emplazado en el límite del exceso— pone en duda la certeza de todo lo mostrado pero al mismo tiempo realza su condición literaria, su vigor artístico.
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