Trad. Lluis María Todó. Impedimenta, Madrid, 2009. 128 pp. 15.30 €
Rubén Castillo Gallego
Uno de los atributos más loables de un editor consiste en saber descubrir dónde están las obras realmente dignas, publicarlas con esmero y con elegancia, y darles la adecuada difusión. Es lo que Enrique Redel, máximo timonel del fino sello Impedimenta, está diciendo en los últimos tiempos con loable constancia. Y una de sus últimas apuestas es la que traigo hoy a esta página: la curiosa novelita que lleva por título Los domingos de Jean Dézert, de Jean de la Ville de Mirmont, un estilista sorprendente al que la Primera Guerra Mundial clausuró la respiración en 1914, después de una carrera literaria tan corta como prodigiosa.
El protagonista es un gris funcionario de veintisiete años que trabaja en el Ministerio de Estímulo al Bien. Carece de ilusiones, escribe la palabra “Nada” en muchas páginas de su Diario, se aferra a su trabajo con una lánguida indolencia y cobija ideas tan extenuadas como malheridas por el desánimo («Jean Dézert hace suya una gran virtud: él sabe esperar. Durante toda la semana espera el domingo. En su ministerio, espera el ascenso, mientras espera la jubilación. Una vez jubilado esperará la muerte. Él considera la vida una sala de espera para viajeros de tercera clase», páginas 25-26). Su única relación amistosa es la que establece con Léon Duborjal, con quien coincide a la hora de la cena en el local de madame Chênedoit, y con quien charla de temas neutros y banales. Pero un día la vida del rutinario empleado Dézert sufre un vuelco cuando conoce en el Jardin des Plantes a Elvire Barrochet, una hermosa muchacha que, con su atropellada anarquía vital y su jovialidad pizpireta, llenará sus horas de novedades. Esta ‘intromisión’ descabala el régimen de vida que hasta ese momento ha respetado con escrúpulo, e imprime un cierto aire de novedad y hasta de humor a su vida (diálogos como el que nutre la página 88 parecen escritos por el propio Miguel Mihura). El padre de Elvire, que es distribuidor de coronas funerarias, tenía otros planes («Yo había soñado con dar a mi hija a un marmolista y así asociar mis intereses a los de mi yerno», páginas 95-96); pero acepta al muchacho con liberalidad. Y en entonces cuando se produce la gran sorpresa: planificada ya la boda, Elvire Barrochet se echa súbitamente atrás, con el peregrino argumento de que su novio tiene la cara muy larga (página 105). Y Dézert, como no podía ser de otro modo, decide suicidarse. Elige, eso sí, hacerlo un domingo, para no perturbar el ritmo de su trabajo...
La fineza de esta prosa, sus diálogos deliciosos, la pintura de personajes, la delicada ambientación... Todo contribuye para que consideremos Los domingos de Jean Dézert una de las obras más exquisitas que nos ha deparado el panorama editorial español en los últimos tiempos. Impedimenta sabe lo que se hace, sin duda alguna.
Rubén Castillo Gallego
Uno de los atributos más loables de un editor consiste en saber descubrir dónde están las obras realmente dignas, publicarlas con esmero y con elegancia, y darles la adecuada difusión. Es lo que Enrique Redel, máximo timonel del fino sello Impedimenta, está diciendo en los últimos tiempos con loable constancia. Y una de sus últimas apuestas es la que traigo hoy a esta página: la curiosa novelita que lleva por título Los domingos de Jean Dézert, de Jean de la Ville de Mirmont, un estilista sorprendente al que la Primera Guerra Mundial clausuró la respiración en 1914, después de una carrera literaria tan corta como prodigiosa.
El protagonista es un gris funcionario de veintisiete años que trabaja en el Ministerio de Estímulo al Bien. Carece de ilusiones, escribe la palabra “Nada” en muchas páginas de su Diario, se aferra a su trabajo con una lánguida indolencia y cobija ideas tan extenuadas como malheridas por el desánimo («Jean Dézert hace suya una gran virtud: él sabe esperar. Durante toda la semana espera el domingo. En su ministerio, espera el ascenso, mientras espera la jubilación. Una vez jubilado esperará la muerte. Él considera la vida una sala de espera para viajeros de tercera clase», páginas 25-26). Su única relación amistosa es la que establece con Léon Duborjal, con quien coincide a la hora de la cena en el local de madame Chênedoit, y con quien charla de temas neutros y banales. Pero un día la vida del rutinario empleado Dézert sufre un vuelco cuando conoce en el Jardin des Plantes a Elvire Barrochet, una hermosa muchacha que, con su atropellada anarquía vital y su jovialidad pizpireta, llenará sus horas de novedades. Esta ‘intromisión’ descabala el régimen de vida que hasta ese momento ha respetado con escrúpulo, e imprime un cierto aire de novedad y hasta de humor a su vida (diálogos como el que nutre la página 88 parecen escritos por el propio Miguel Mihura). El padre de Elvire, que es distribuidor de coronas funerarias, tenía otros planes («Yo había soñado con dar a mi hija a un marmolista y así asociar mis intereses a los de mi yerno», páginas 95-96); pero acepta al muchacho con liberalidad. Y en entonces cuando se produce la gran sorpresa: planificada ya la boda, Elvire Barrochet se echa súbitamente atrás, con el peregrino argumento de que su novio tiene la cara muy larga (página 105). Y Dézert, como no podía ser de otro modo, decide suicidarse. Elige, eso sí, hacerlo un domingo, para no perturbar el ritmo de su trabajo...
La fineza de esta prosa, sus diálogos deliciosos, la pintura de personajes, la delicada ambientación... Todo contribuye para que consideremos Los domingos de Jean Dézert una de las obras más exquisitas que nos ha deparado el panorama editorial español en los últimos tiempos. Impedimenta sabe lo que se hace, sin duda alguna.
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