Prol. Laura López Sánchez. Asociación de Autores de Teatro, Madrid, 2008. 86 pp. 6 €
Juan Pablo Heras
Todo lo importante ya ha sucedido. Y por un tiempo, quizá por demasiado tiempo, se ha impuesto la paz. Es decir, el silencio. Y un día, llega un ciego que, como tal, es inmune a los engaños de la vista. Y entonces se desata el drama; el combate para desenmascarar el falso orden establecido, la paz sujeta en culpas tan oscuras que sólo están al alcance de los que no pueden ver. Hablo del “drama analógico”, esto es, de Edipo Rey y de un buen porcentaje de la literatura dramática occidental (y hasta de la novela policíaca). Una estructura clásica, un universal literario que ha prendido de nuevo con fuerza en los dramaturgos de nuestro tiempo. Como Edipo, los personajes del drama contemporáneo se configuran como sucesiones de máscaras superpuestas. Pero, a diferencia del rey de Tebas, para ellos la ocultación del pecado es tan consciente y deliberada como la creación obsesiva de un relato de sí mismos. Con El biógrafo amanuense, Jerónimo López Mozo recobra el cañamazo clásico con la sabiduría suficiente como para distanciarse de los destellos efímeros del moderno teatro de la memoria. Hemos dejado atrás un siglo herido por el descubrimiento de la culpa colectiva, por la ascensión silenciosa de una fauna de cómplices que medraron a toda costa declarándose adictos a regímenes de los que renegaron de inmediato en cuanto soplaron otros vientos. Por ejemplo, en la estremecedora Sigue la tormenta, de Enzo Cormann, o en la más reciente Todos los que quedan de Raúl Hernández Garrido, la marca del pecado nazi en los personajes se oculta bajo vidrios tan brillantes como opacos, que se descubren trágica y lentamente durante el drama, como las capas de la cebolla de Günter Grass. En El biógrafo amanuense, un escritor de sobrado reconocimiento recibe la visita de un joven biógrafo, amante de la verdad y decidido a poner en cuestión el personaje que el escritor ha construido alrededor de sí mismo, siempre bien parado en todas las vicisitudes y vaivenes de la posguerra y la transición españolas. El lector avisado adivina pronto por dónde van a ir los tiros. Pero López Mozo no cae en la trampa: el drama no se limita al descubrimiento gradual de una verdad escandalosa oculta por el fariseísmo de los camaleones. No es ese el magro objeto de El biógrafo amanuense. En el duelo entre el escritor y el biógrafo lo que se pone en juego es la existencia misma de la verdad y la esencia proteica e inasible de la identidad (como hizo, desde la comedia, Alfredo Sanzol con la estupenda Sí, pero no lo soy). Veamos un fragmento significativo:
ESCRITOR: (…) Entérese de una vez por todas que yo no cuento lo que hago, sino lo que soy. Ésa es la clave. En mis obras aludo a algunos episodios de mi vida, pero sobre todo vierto mis fantasías, mis sueños, mis medias verdades, mis miedos… ¡Mis miedos, sí! Los tengo, como usted, como todos. De ahí surge un retrato más auténtico que el que usted se empeña en hacer.
Como hizo Harold Pinter en el memorable y explosivo discurso de aceptación del Nobel de 2005 (se lo recomiendo: está en Internet), López Mozo cuestiona los conceptos de lo verdadero y lo falso en literatura, y se asoma al componente inevitable de creación que hay en toda semblanza biográfica. Pero, sobre esta reflexión estética, López Mozo impone, como Pinter y como el biógrafo, una defensa apasionada de la verdad, quizá porque el cínico escritor que la cuestiona no puede negar que su éxito se ha fundado en la confianza de los otros, y que revelar la calidad ficticia de su imagen pública sólo puede entenderse como traición.
A Jerónimo López Mozo todavía lo sitúan muchos manuales como uno de los autores representativos del teatro experimental de los 70. Y la etiqueta se queda pequeña, porque ha tenido la insospechada terquedad de seguir escribiendo, de superar una y otra vez las esclavitudes de cada modelo dramatúrgico para hallar, en cambio, la forma exacta para cada contenido. Quizá esta actitud le haya apartado de formar un “estilo propio”, lo que sin duda le hubiera facilitado mucho el trabajo a la crítica, pero le ha encaminado hacia dos triunfos: salvarse del vicio de imitarse a sí mismo y, sobre todo, persistir en su inagotable empeño ético por dar la medida justa de los conflictos de nuestro tiempo.
Juan Pablo Heras
Todo lo importante ya ha sucedido. Y por un tiempo, quizá por demasiado tiempo, se ha impuesto la paz. Es decir, el silencio. Y un día, llega un ciego que, como tal, es inmune a los engaños de la vista. Y entonces se desata el drama; el combate para desenmascarar el falso orden establecido, la paz sujeta en culpas tan oscuras que sólo están al alcance de los que no pueden ver. Hablo del “drama analógico”, esto es, de Edipo Rey y de un buen porcentaje de la literatura dramática occidental (y hasta de la novela policíaca). Una estructura clásica, un universal literario que ha prendido de nuevo con fuerza en los dramaturgos de nuestro tiempo. Como Edipo, los personajes del drama contemporáneo se configuran como sucesiones de máscaras superpuestas. Pero, a diferencia del rey de Tebas, para ellos la ocultación del pecado es tan consciente y deliberada como la creación obsesiva de un relato de sí mismos. Con El biógrafo amanuense, Jerónimo López Mozo recobra el cañamazo clásico con la sabiduría suficiente como para distanciarse de los destellos efímeros del moderno teatro de la memoria. Hemos dejado atrás un siglo herido por el descubrimiento de la culpa colectiva, por la ascensión silenciosa de una fauna de cómplices que medraron a toda costa declarándose adictos a regímenes de los que renegaron de inmediato en cuanto soplaron otros vientos. Por ejemplo, en la estremecedora Sigue la tormenta, de Enzo Cormann, o en la más reciente Todos los que quedan de Raúl Hernández Garrido, la marca del pecado nazi en los personajes se oculta bajo vidrios tan brillantes como opacos, que se descubren trágica y lentamente durante el drama, como las capas de la cebolla de Günter Grass. En El biógrafo amanuense, un escritor de sobrado reconocimiento recibe la visita de un joven biógrafo, amante de la verdad y decidido a poner en cuestión el personaje que el escritor ha construido alrededor de sí mismo, siempre bien parado en todas las vicisitudes y vaivenes de la posguerra y la transición españolas. El lector avisado adivina pronto por dónde van a ir los tiros. Pero López Mozo no cae en la trampa: el drama no se limita al descubrimiento gradual de una verdad escandalosa oculta por el fariseísmo de los camaleones. No es ese el magro objeto de El biógrafo amanuense. En el duelo entre el escritor y el biógrafo lo que se pone en juego es la existencia misma de la verdad y la esencia proteica e inasible de la identidad (como hizo, desde la comedia, Alfredo Sanzol con la estupenda Sí, pero no lo soy). Veamos un fragmento significativo:
ESCRITOR: (…) Entérese de una vez por todas que yo no cuento lo que hago, sino lo que soy. Ésa es la clave. En mis obras aludo a algunos episodios de mi vida, pero sobre todo vierto mis fantasías, mis sueños, mis medias verdades, mis miedos… ¡Mis miedos, sí! Los tengo, como usted, como todos. De ahí surge un retrato más auténtico que el que usted se empeña en hacer.
Como hizo Harold Pinter en el memorable y explosivo discurso de aceptación del Nobel de 2005 (se lo recomiendo: está en Internet), López Mozo cuestiona los conceptos de lo verdadero y lo falso en literatura, y se asoma al componente inevitable de creación que hay en toda semblanza biográfica. Pero, sobre esta reflexión estética, López Mozo impone, como Pinter y como el biógrafo, una defensa apasionada de la verdad, quizá porque el cínico escritor que la cuestiona no puede negar que su éxito se ha fundado en la confianza de los otros, y que revelar la calidad ficticia de su imagen pública sólo puede entenderse como traición.
A Jerónimo López Mozo todavía lo sitúan muchos manuales como uno de los autores representativos del teatro experimental de los 70. Y la etiqueta se queda pequeña, porque ha tenido la insospechada terquedad de seguir escribiendo, de superar una y otra vez las esclavitudes de cada modelo dramatúrgico para hallar, en cambio, la forma exacta para cada contenido. Quizá esta actitud le haya apartado de formar un “estilo propio”, lo que sin duda le hubiera facilitado mucho el trabajo a la crítica, pero le ha encaminado hacia dos triunfos: salvarse del vicio de imitarse a sí mismo y, sobre todo, persistir en su inagotable empeño ético por dar la medida justa de los conflictos de nuestro tiempo.
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