Fernando Sánchez Calvo
La editorial Calambur estrena su colección de ensayo con Antropologías del miedo. Vampiros, sacamantecas, locos, enterrados vivos y otras pesadillas de la razón, una edición llevada a cabo por Gerardo Fernández Juárez y José Manuel Pedrosa, quienes, aparte de colaborar con investigaciones propias, coordinan ocho estudios más que componen este volumen cuyo objetivo principal es ponerle cara al miedo en sus diversos tiempos y espacios. Junto a ellos, Elena del Río Parra, Josep M. Comelles, Francisco M. Gil García, Alvar Jones Sánchez, Antonio Reigosa, Luis Díaz Viana, José Joaquim Dias Marques, Luisa Abad y Daniel García Sáiz.
El miedo, o lo que es lo mismo, el sentimiento humano más oscuro y primitivo, o lo que es lo mismo, motor y retroceso de la sociedad, recorre el territorio peninsular y sudamericano así como sus diversos siglos en función de desvelar qué motivos (en ocasiones familiares, en otros políticos e incluso espirituales) llevan al hombre a elegir el terror, la alarma, el pánico, como el mejor método de defensa del que puede disponer.
«Porque siempre será muchísimo mejor que te intente devorar un ogro del tipo de Polifemo, enorme, monstruoso, vociferante, escandalosamente llamativo y reconocible, que no que te devore o te vampirice sin previo aviso algún vecino, cuando menos te lo esperes», la sociedad tira de teratofobia (miedo a los seres deformes) y otras distancias para crearse un imaginario propio donde lo distinto, el otro, es peligroso y lo común nunca puede hacer daño. Aunque en ocasiones los protagonistas a temer son seres sobrenaturales que desempeñan una función catártica, casi ritual, en ambientes familiares o domésticos como los numerosos monstruos que habitan la Galicia rural o el famoso Anchanchu del Atilplano aymara de Bolivia (sombra que gobierna a sus víctimas bajo amenaza de posesión y cuyo mal se combate en la famosa pachamama), lo cierto es que los temores infundados en muchos de los estudios que conforman el libro proceden del rechazo a culturas distintas que gradualmente se van asentando en otras sociedades; es el caso de las investigaciones dedicadas al robo de órganos en las tiendas de chinos en Portugal o al hipotético asentamiento de gitanos en Toledo, investigaciones orientadas a indagar cómo se crea una leyenda urbana, basada en la exageración, en la acumulación masiva de horrores inverosímiles y, sobre todo, en una defensa inconsciente del espacio propio que vienen a perturbar los otros.
De ahí a cometer una injusticia concreta contra cierto grupo o persona sólo hay un paso. Abrumadores son los datos y cifras de “locos” encarcelados gratuitamente y con razones no exactamente científicas que ofrece Joseph M. Comelles en "La sombra del miedo: locura, violencia y cultura en la Cataluña moderna". De ahí a la creación de prejuicios contra otra clase social, o lo que es lo mismo, la eterna pelea entre ricos y pobres, hay otro paso: léase la leyenda urbana en la que un médico de Sevilla roba sangre a los pobres para facilitársela a su hijo enfermo. De ahí a la histeria colectiva y al placer de inventar por inventar, es cuestión de segundos: platos chinos aderezados con semen para adolescentes ingenuas, cortes brutales en las comisuras de la boca para las niñas que van solas por la calle, sacamantecas que ansían la piel de los niños díscolos que no hacen caso a sus mamás… El miedo, muchas veces, es el mejor aliado y el último recurso que encuentran los adultos a la hora de educar a sus hijos.
Una última dimensión, milenaria, de claro cariz psicológico pero con referente real, es la que intenta encumbrar en el miedo de miedos a la siguiente obsesión humana: el pánico a ser enterrado vivo. Con escrupulosa exhaustividad Elena del Río Parra nos convence de cómo en un tiempo todavía no muy lejano ser enterrado vivo no era una opción tan impensable. Plagas de peste con sus consiguientes enterramientos masivos, catalepsias, embarazadas recién muertas cuyo feto aún respiraba vida o momentáneos (que no definitivos) paros del corazón, fueron lacras contra las que los certificados de defunción y la medicina todavía no estaban preparados. La consecuencia: unos ojos que se abren dentro de un ataúd, una lucha desesperada por salir del féretro y una certeza final de que se va a morir dos veces. El mito: el nacimiento de los comesudarios. Todo amante de la literatura que se precie recuerda una de las escenas finales de Luces de bohemia donde Basilio Soulinake intenta demostrar en el velatorio de Max Estrella que el protagonista no está muerto sino cataléptico, que de no hacerle caso se va a caer en el error de enterrar vivo al mayor poeta de España; lo que uno siempre creyó esperpento, deformación, se descubre con este estudio como una realidad que, como mínimo, iguala a la ficción.
El miedo nos ha perseguido y perseguirá hasta los restos. Es defensa y ataque, prejuicio y razón. Lo único que importa es su origen y la agonía del que espera la fatalidad. Al fin y al cabo, «el peligro es algo que está por llegar del todo».
El miedo, o lo que es lo mismo, el sentimiento humano más oscuro y primitivo, o lo que es lo mismo, motor y retroceso de la sociedad, recorre el territorio peninsular y sudamericano así como sus diversos siglos en función de desvelar qué motivos (en ocasiones familiares, en otros políticos e incluso espirituales) llevan al hombre a elegir el terror, la alarma, el pánico, como el mejor método de defensa del que puede disponer.
«Porque siempre será muchísimo mejor que te intente devorar un ogro del tipo de Polifemo, enorme, monstruoso, vociferante, escandalosamente llamativo y reconocible, que no que te devore o te vampirice sin previo aviso algún vecino, cuando menos te lo esperes», la sociedad tira de teratofobia (miedo a los seres deformes) y otras distancias para crearse un imaginario propio donde lo distinto, el otro, es peligroso y lo común nunca puede hacer daño. Aunque en ocasiones los protagonistas a temer son seres sobrenaturales que desempeñan una función catártica, casi ritual, en ambientes familiares o domésticos como los numerosos monstruos que habitan la Galicia rural o el famoso Anchanchu del Atilplano aymara de Bolivia (sombra que gobierna a sus víctimas bajo amenaza de posesión y cuyo mal se combate en la famosa pachamama), lo cierto es que los temores infundados en muchos de los estudios que conforman el libro proceden del rechazo a culturas distintas que gradualmente se van asentando en otras sociedades; es el caso de las investigaciones dedicadas al robo de órganos en las tiendas de chinos en Portugal o al hipotético asentamiento de gitanos en Toledo, investigaciones orientadas a indagar cómo se crea una leyenda urbana, basada en la exageración, en la acumulación masiva de horrores inverosímiles y, sobre todo, en una defensa inconsciente del espacio propio que vienen a perturbar los otros.
De ahí a cometer una injusticia concreta contra cierto grupo o persona sólo hay un paso. Abrumadores son los datos y cifras de “locos” encarcelados gratuitamente y con razones no exactamente científicas que ofrece Joseph M. Comelles en "La sombra del miedo: locura, violencia y cultura en la Cataluña moderna". De ahí a la creación de prejuicios contra otra clase social, o lo que es lo mismo, la eterna pelea entre ricos y pobres, hay otro paso: léase la leyenda urbana en la que un médico de Sevilla roba sangre a los pobres para facilitársela a su hijo enfermo. De ahí a la histeria colectiva y al placer de inventar por inventar, es cuestión de segundos: platos chinos aderezados con semen para adolescentes ingenuas, cortes brutales en las comisuras de la boca para las niñas que van solas por la calle, sacamantecas que ansían la piel de los niños díscolos que no hacen caso a sus mamás… El miedo, muchas veces, es el mejor aliado y el último recurso que encuentran los adultos a la hora de educar a sus hijos.
Una última dimensión, milenaria, de claro cariz psicológico pero con referente real, es la que intenta encumbrar en el miedo de miedos a la siguiente obsesión humana: el pánico a ser enterrado vivo. Con escrupulosa exhaustividad Elena del Río Parra nos convence de cómo en un tiempo todavía no muy lejano ser enterrado vivo no era una opción tan impensable. Plagas de peste con sus consiguientes enterramientos masivos, catalepsias, embarazadas recién muertas cuyo feto aún respiraba vida o momentáneos (que no definitivos) paros del corazón, fueron lacras contra las que los certificados de defunción y la medicina todavía no estaban preparados. La consecuencia: unos ojos que se abren dentro de un ataúd, una lucha desesperada por salir del féretro y una certeza final de que se va a morir dos veces. El mito: el nacimiento de los comesudarios. Todo amante de la literatura que se precie recuerda una de las escenas finales de Luces de bohemia donde Basilio Soulinake intenta demostrar en el velatorio de Max Estrella que el protagonista no está muerto sino cataléptico, que de no hacerle caso se va a caer en el error de enterrar vivo al mayor poeta de España; lo que uno siempre creyó esperpento, deformación, se descubre con este estudio como una realidad que, como mínimo, iguala a la ficción.
El miedo nos ha perseguido y perseguirá hasta los restos. Es defensa y ataque, prejuicio y razón. Lo único que importa es su origen y la agonía del que espera la fatalidad. Al fin y al cabo, «el peligro es algo que está por llegar del todo».
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