José Luis Gómez Toré
Intelectuales como Claudio Magris (Trieste, 1939), autor de un libro imprescindible como El Danubio, nos salva de caer en la tentación de identificar la compleja realidad de Italia con la grotesca caricatura representada por la Italia de Berlusconi. Magris es (permitáseme la simplificación) el anti-Berlusconi: si el actual primer ministro de la república italiana representa el lado más obtuso y soez de la política del presente, Magris es una referencia intelectual, no sólo para Italia, sino para sus numerosos lectores en todo el mundo.
La historia no ha terminado (es obvia la alusión en el título a la apresurada y simplista afirmación de Fukuyama) recoge cincuenta artículos del escritor, en su mayoría publicados previamente en el Corriere della Sera. Como sucede en libros de este tipo, conformados por textos previos (Anagrama ya había publicado una recopilación de breves ensayos del mismo autor en el interesantísimo Utopía y desencanto), es difícil evitar las reiteraciones. Por otra parte, al tratarse de textos concebidos originariamente para publicarse en un periódico, la dependencia respecto a la actualidad hace que algunos pasajes puedan resultar prescindibles para un lector que no sea un apasionado seguidor de Claudio Magris. Quizá hubiese sido deseable una mayor selección de los artículos para evitar las reiteraciones innecesarias (que, no obstante, no dejan de ser interesantes porque revelan las obsesiones del escritor así como la terquedad de lo real, que vuelve a traer a la actualidad una y otra vez los mismos temas). No obstante, en general la selección consigue mantener el interés y es de agradecer que, pese a todo, el lector acabe teniendo la impresión de estar ante un libro unitario y no sólo frente a un volumen recopilatorio, ya sea porque la propia mirada de Magris dota de unidad a un material heterogéneo, ya sea porque ha habido una voluntad expresa de recoger las reflexiones en torno a unos temas comunes (la laicidad, el espacio de lo político, lo público...). Aunque algunas referencias pueden resultar oscuras para el lector que no conozca la actualidad italiana, lo cierto es que la mayor parte de los problemas que afronta Magris, casi siempre con serena lucidez, trascienden el ámbito de su país y, desde luego, resultan familiares para el lector español.
Los dos artículos iniciales ("Las fronteras del diálogo", uno de los pocos no publicados en el Corriere de la Sera, y "Laicidad, la gran incomprendida"), y en especial el primero, sirven de excelente introducción al libro. En "Las fronteras del diálogo", Magris se pregunta por las claves dialógicas de la política democrática. Magris, que se presenta como un decidido defensor de la democracia, no obstante sabe ver que el diálogo democrático no puede exorcisar una dimensión trágica, que le es inherente. Dicha dimensión tiene que ver, por un lado, con los límites éticos del juego de mayorías y minorías y, por otro, con el hecho de que la democracia no puede evitar, en ocasiones, ser excluyente (si no quiere negar su propio espacio) con aquellas posiciones que niegan el derecho del otro a dialogar en libertad. El conflicto, que en ocasiones parece irresoluble, entre ética y política, se encarna en una figura fundacional como Antígona (de la que ya se había ocupado en Utopía y desencanto), que representa frente a la legalidad de Creonte, las "leyes no escritas de los dioses".
El segundo ensayo (cuyo tema se continua en otros textos que abordan la cuestión religiosa) es una defensa decidida de la laicidad, entendida como "la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que en cambio es ámbito de fe- sin tener en cuenta la adhesión o falta de adhesión a tal fe- y de distinguir las esferas y los ámbitos de las distintas competencias, por ejemplo las de la Iglesia y las del Estado". Magris intenta buscar el equilibrio entre el respeto que le merece el hecho religioso y la necesidad de separar ámbitos, actitud que garantiza el pluralismo imprescindible en una sociedad democrática.
Podrá no estarse de acuerdo con muchas o algunas de las ideas defendidas por Magris. Particularmente, me parece que, en ocasiones, su apuesta por una ética de la responsabilidad (en el sentido que Weber da a esta expresión) así como su realismo político le llevan a una visión de lo real que apenas cuestiona el statu quo. Un autor que, con tanta brillantez, ha reflexionado sobre el diálogo parece olvidar lo que sí ha señalado Habermas, el hecho de que el diálogo no se da al margen del poder, por lo que las condiciones materiales y sociales de los interlocutores, cuando están basadas en la desigualdad, desfiguran la apuesta dialógica desde el principio. A pesar de su admiración por Antígona, Magris siente a menudo demasiado cercanas las razones de los actuales Creontes, lo que no deja de ser comprensible, porque el ámbito de la legalidad y el derecho, que el autor defiende con buenos argumentos, es un contrapunto necesario frente a la subjetividad que a menudo encierra nuestra idea de justicia. Sin embargo, la muy loable preocupación de Magris por lograr un equilibrio entre las convicciones y el pragmatismo llevan con frecuencia, en el terreno de los hechos, a evitar el enfrentamiento cara a cara entre la ética y los presupuestos sobre los que se asienta el orden establecido. Magris, partidario del libre mercado, se muestra decididamente en contra de los ultraliberales, pero las prácticas de esto se consideran únicamente como excesos o desajustes en el sistema sin que quepa plantear siquiera las convicciones sobre las que se asienta el capitalismo. Asimismo, en lo tocante a cuestiones como la fe y la laicidad (en lo que sin duda influye el ambiente italiano, tan parecido en esto al español), escapan al escrutinio crítico las pretensiones de las distintas ortodoxias religiosas de no reconocer como formas legítimas de creencia aquellas convicciones que no se someten a la vigilancia de sus autoridades eclesiásticas.
No obstante, quien esto firma intenta no ser uno de esos lectores que sólo se interesan por libros que reafirman sus propias convicciones. Ciertamente, es un placer dialogar y, por qué no, dejarse convencer o discrepar con un interlocutor tan civilizado, tan culto y tan lúcido como Magris. El autor italiano, por su sensibilidad humanista y por su atenta mirada hacia lo real, nos hace redescubrir que la escritura tiene su lugar en la intimidad pero también en el ágora y que política es una palabra más hermosa de lo que nos hemos acostumbrado a sentir y pensar.
La historia no ha terminado (es obvia la alusión en el título a la apresurada y simplista afirmación de Fukuyama) recoge cincuenta artículos del escritor, en su mayoría publicados previamente en el Corriere della Sera. Como sucede en libros de este tipo, conformados por textos previos (Anagrama ya había publicado una recopilación de breves ensayos del mismo autor en el interesantísimo Utopía y desencanto), es difícil evitar las reiteraciones. Por otra parte, al tratarse de textos concebidos originariamente para publicarse en un periódico, la dependencia respecto a la actualidad hace que algunos pasajes puedan resultar prescindibles para un lector que no sea un apasionado seguidor de Claudio Magris. Quizá hubiese sido deseable una mayor selección de los artículos para evitar las reiteraciones innecesarias (que, no obstante, no dejan de ser interesantes porque revelan las obsesiones del escritor así como la terquedad de lo real, que vuelve a traer a la actualidad una y otra vez los mismos temas). No obstante, en general la selección consigue mantener el interés y es de agradecer que, pese a todo, el lector acabe teniendo la impresión de estar ante un libro unitario y no sólo frente a un volumen recopilatorio, ya sea porque la propia mirada de Magris dota de unidad a un material heterogéneo, ya sea porque ha habido una voluntad expresa de recoger las reflexiones en torno a unos temas comunes (la laicidad, el espacio de lo político, lo público...). Aunque algunas referencias pueden resultar oscuras para el lector que no conozca la actualidad italiana, lo cierto es que la mayor parte de los problemas que afronta Magris, casi siempre con serena lucidez, trascienden el ámbito de su país y, desde luego, resultan familiares para el lector español.
Los dos artículos iniciales ("Las fronteras del diálogo", uno de los pocos no publicados en el Corriere de la Sera, y "Laicidad, la gran incomprendida"), y en especial el primero, sirven de excelente introducción al libro. En "Las fronteras del diálogo", Magris se pregunta por las claves dialógicas de la política democrática. Magris, que se presenta como un decidido defensor de la democracia, no obstante sabe ver que el diálogo democrático no puede exorcisar una dimensión trágica, que le es inherente. Dicha dimensión tiene que ver, por un lado, con los límites éticos del juego de mayorías y minorías y, por otro, con el hecho de que la democracia no puede evitar, en ocasiones, ser excluyente (si no quiere negar su propio espacio) con aquellas posiciones que niegan el derecho del otro a dialogar en libertad. El conflicto, que en ocasiones parece irresoluble, entre ética y política, se encarna en una figura fundacional como Antígona (de la que ya se había ocupado en Utopía y desencanto), que representa frente a la legalidad de Creonte, las "leyes no escritas de los dioses".
El segundo ensayo (cuyo tema se continua en otros textos que abordan la cuestión religiosa) es una defensa decidida de la laicidad, entendida como "la capacidad de distinguir lo que es demostrable racionalmente de lo que en cambio es ámbito de fe- sin tener en cuenta la adhesión o falta de adhesión a tal fe- y de distinguir las esferas y los ámbitos de las distintas competencias, por ejemplo las de la Iglesia y las del Estado". Magris intenta buscar el equilibrio entre el respeto que le merece el hecho religioso y la necesidad de separar ámbitos, actitud que garantiza el pluralismo imprescindible en una sociedad democrática.
Podrá no estarse de acuerdo con muchas o algunas de las ideas defendidas por Magris. Particularmente, me parece que, en ocasiones, su apuesta por una ética de la responsabilidad (en el sentido que Weber da a esta expresión) así como su realismo político le llevan a una visión de lo real que apenas cuestiona el statu quo. Un autor que, con tanta brillantez, ha reflexionado sobre el diálogo parece olvidar lo que sí ha señalado Habermas, el hecho de que el diálogo no se da al margen del poder, por lo que las condiciones materiales y sociales de los interlocutores, cuando están basadas en la desigualdad, desfiguran la apuesta dialógica desde el principio. A pesar de su admiración por Antígona, Magris siente a menudo demasiado cercanas las razones de los actuales Creontes, lo que no deja de ser comprensible, porque el ámbito de la legalidad y el derecho, que el autor defiende con buenos argumentos, es un contrapunto necesario frente a la subjetividad que a menudo encierra nuestra idea de justicia. Sin embargo, la muy loable preocupación de Magris por lograr un equilibrio entre las convicciones y el pragmatismo llevan con frecuencia, en el terreno de los hechos, a evitar el enfrentamiento cara a cara entre la ética y los presupuestos sobre los que se asienta el orden establecido. Magris, partidario del libre mercado, se muestra decididamente en contra de los ultraliberales, pero las prácticas de esto se consideran únicamente como excesos o desajustes en el sistema sin que quepa plantear siquiera las convicciones sobre las que se asienta el capitalismo. Asimismo, en lo tocante a cuestiones como la fe y la laicidad (en lo que sin duda influye el ambiente italiano, tan parecido en esto al español), escapan al escrutinio crítico las pretensiones de las distintas ortodoxias religiosas de no reconocer como formas legítimas de creencia aquellas convicciones que no se someten a la vigilancia de sus autoridades eclesiásticas.
No obstante, quien esto firma intenta no ser uno de esos lectores que sólo se interesan por libros que reafirman sus propias convicciones. Ciertamente, es un placer dialogar y, por qué no, dejarse convencer o discrepar con un interlocutor tan civilizado, tan culto y tan lúcido como Magris. El autor italiano, por su sensibilidad humanista y por su atenta mirada hacia lo real, nos hace redescubrir que la escritura tiene su lugar en la intimidad pero también en el ágora y que política es una palabra más hermosa de lo que nos hemos acostumbrado a sentir y pensar.
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