Trad. Lourdes Porta. Tusquets, Barcelona, 2008. 392 pp. 20 €
Pablo Gutiérrez
En el prólogo de la colección de relatos titulada Sauce ciego, mujer dormida, Haruki Murakami explica con sencillez la diferencia entre escribir cuentos y escribir novelas: los cuentos son un jardín; las novelas, un bosque. La naturaleza humanizada de los jardines es serena y confortable, cada cosa queda en su sitio, flores separadas de otras flores en limpios parterres, quizá un arroyo falso, una fuente vieja, no sé. El bosque, en cambio, es denso y oscuro, la luz no traspasa la fronda compacta de los árboles, temes no encontrar el camino de vuelta a casa. Pero, dejando a un lado tanta verdura metafórica, Murakami confiesa a continuación que «uno de los placeres de escribir cuentos es que no se tarda tanto en terminarlos. [...] Entras en una habitación, terminas tu trabajo y sales.» Resulta un poco obvio, ya, pero creo que hay más sustancia de lo que parece en esa frase. Después de todo, es una reflexión —aunque sea una reflexión pequeñita— sobre el pasmo terrible que el escritor siente delante de esa cosa espectral y proteica que tan pomposamente llamamos novela.
El primer libro que leí de Haruki Murakami fue Tokio Blues. Lo leí de un soplo durante unas vacaciones, esos días largos de playa y vino suave. Probablemente puse mucho de mi parte para que me cautivara como lo hizo. Cuando los personajes me lanzaron la garra, yo ya les había ahuecado el cuello para que se sujetaran mejor. Dejé que se quedaran allí, me los llevé de paseo, les presenté a mis amigos, y me convertí en ese tipo tan pesado que siempre está hablando de Murakami. Antes de lanzarme a la segunda novela quise que pasaran la euforia y algunos meses. Me tomé mi tiempo, rechacé una, elegí otra, dudé, y finalmente una noche lo preparé todo para darme el banquete. El segundo Murakami sería Al sur de la frontera, al oeste del sol. Pero enseguida, ops-ops, enseguida vi que algo no iba bien. ¿Dónde estaban aquellas imágenes mudas, la hondura de los personajes sin rumbo, los contrastes, el silencio...? ¿Dónde? Murakami se había desvanecido, ay.
Volví a intentarlo, temeroso, con Kafka en la orilla, y pronto regresaron el entusiasmo y las frases subrayadas, el asombro, la extrañeza, la poesía diminuta y callada. Decidí recortar una fotografía suya y pegarla en la pared donde tengo, como un adolescente, las siluetas de otros seductores. Mu-ra-ka-mi dice debajo, en rojo.
Es decir: soy un convencido, terreno fértil, y por eso no sirvo para equilibrar el peso o el acierto que pueda contener Sauce ciego, mujer dormida, porque en cada relato yo he ido viendo la novela que no se escribió. Dice el autor que suele componer tiradas de cuentos entre una novela y otra, como si fuera un refresco o un laboratorio, probando y probando hasta que uno de esos cuentos se estira tanto que deja de serlo. Es divertido buscar semejanzas, adivinar qué falló, imaginar si ese pequeño personaje no es el reflejo o el origen de Ôshima, de Midori, de Reiko. Tal vez yo no sea un buen lector de cuentos, porque cuando leo uno tan bueno como “Los gatos antropófagos” me da lástima que Izumi desaparezca tan pronto, diez páginas son nada para Izumi, yo quiero doscientas, trescientas páginas de Izumi.
Como en sus novelas, los personajes que habitan los cuentos de Murakami siempre guardan silencio sobre lo que les muerde. No se atreven o no pueden decirlo, o tal vez ni siquiera saben con certeza qué les ocurre. Los lectores —al menos los lectores occidentales—, en ese acto tan racional que supone leer una narración, intentamos componer la pieza, buscar causas, motivaciones, impulsos ocultos: sentido. Como detectives sentimentales, trazamos hipótesis y conjeturas que deseamos ver confirmadas un poco más adelante. Los personajes de las novelas de Murakami suelen desconcertarnos pero, después de perseguirlos un tiempo, casi siempre atrapamos la clave: a Watanabe lo que le pasaba era que... en realidad Nakata no era sino...Por desgracia, ¡nada de eso es posible en el suspirillo de los relatos! Y el desconcierto para nuestras pobres mentes cartesianas es atroz: ¿qué le ha ocurrido a éste?, ¿por qué aquél dice eso? Hay un consuelo: un cuento termina exactamente donde empieza el siguiente, y en el siguiente puede que encontremos algo como: «Durante unos instantes permanecieron en silencio. Sobre la mesa, el café seguía enfriándose, perdiendo su transparencia. La tierra giraba sobre su eje, la luna alteraba de forma secreta la fuerza de la gravedad y decidía las mareas. En medio del silencio, el tiempo transcurría y los trenes pasaban de largo.»
«Otra cosa buena de los cuentos —dice también Murakami en el prólogo— es que no tienes que preocuparte por el fracaso. Si la idea no sale como esperabas, te encoges de hombros y dices que no todas pueden salir bien.» Para el lector esto es igual de bueno. Si en uno no encuentras el mágico señuelo, no hay problema, otro te espera al pasar la página. Y ese anzuelo quizá aguarde en “La luciérnaga”, o en “El séptimo hombre”, y muy posiblemente en “Un día perfecto para los canguros” y “El cuchillo de caza”.
jueves, mayo 15, 2008
Sauce ciego, mujer dormida, Haruki Murakami
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3 comentarios:
Y sí.
Es inevitable.
Me gustó, aunque prefiero a Murakami en las distancias largas (Novelas)
Me gusta más leer novelas que cuentos pero con Murakami yo hice el mismo recorrido, quería prestarle los libros a todos para poder hablar de Murakami después. Tokio blues lo leí en un viaje de 22 horas a Tilcara así que fue toda una experiencia y ahora conseguí la caza del carnero salvaje así que estoy en buenas manos.
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