Trad. Rosa Alapont. Ediciones del Bronce, Barcelona, 2008. 160 pág. 15 €
María Ruisánchez
Imagina que eres un buzo sumergido en un océano, sin posibilidad de escapar, que una escafandra, pesada, cerca tu cuello y que sólo ves el mundo a través de un cristal empañado que es tu propio ojo. Con esta metáfora visual, Jean-Dominique Bauby describe su propio cautiverio. Encerrado en su cuerpo debido a un accidente cardiovascular que le impide moverse, tragar, hablar... ser, Bauby consigue comunicarse a través del parpadeo de su único ojo sano. Es así como dicta las páginas de esta autobiografía del cautiverio, letra a letra, en un laborioso vaivén de palabras que se convierten en frases, y luego en capítulos. El libro, llevado al cine por Julian Schnabel, ha conseguido captar, por medio de angustiosos y claustrofóbicos planos subjetivos, la realidad de este hombre encerrado en sí mismo.
A pesar de ser una historia real, muy cruda y desgarradora, hay en este libro un canto a la vida, que consigue que apreciemos lo sublime de las pequeñas cosas. Después de asistir a semejante narración, ya no es lo mismo andar, rascarse la cabeza, sonreír o dar un beso. Jean-Dominique se refugia en la imaginación, salvavidas que le permite viajar por el mundo, hacerle el amor a su amante, cenar en los mejores restaurantes de París, jugar con sus hijos... Esos devaneos ilusorios son lo único que le mantiene con vida, sin perder el norte. En cuanto a la película ahonda en la adaptación del hombre al nuevo medio, en ese aferrarse desesperadamente a la vida. Ambas nos muestran como la comunicación es imprescindible para el ser humano. Se use el lenguaje que se use, en este caso un guiño al pasar del abecedario, letras, pacientemente recitadas por médicos y amigos.
En el libro, Jean-Dominique se replantea su pasado y nos llama la atención sobre lo fundamental de vivir. Como en un flash back onírico, el autor nos cuenta su día a día, sin caer en repeticiones ni tópicos, pues su libro es un libro a imagen y semejanza de su imaginación, no de sus acciones. En el cohabitan la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III, los vecinos de camilla, morabitos cameruneses, fastuosas reuniones en la revista Elle o la virgen de Lourdes iluminando a los tullidos, con un parpadeo eléctrico de neón y escepticismo. Desde su despertar angustioso, Bauby nos va narrando su mundo, su es y su era, haciendo hincapié en sus arrebatos imaginativos hasta llegar a las horas previas del accidente, punto de inflexión en su vida. Por el contrario, la película, sin renunciar a ese elemento surrealista, onírico, mágico y privado, construye y preserva las relaciones humanas: Bauby y sus médicos, Bauby y sus hijos, Bauby y su exmujer, Bauby y su padre. De esta manera, dotan de conflicto y humanidad al filme. Crean un abanico más amplio y objetivo de los lazos afectivos que envuelven ahora al enfermo. Lo cual nos da, a la vez, una visión externa de lo que supone esa enfermedad para quienes lo tratan, lo compadecen o lo aman, con quienes el público quizá pueda identificarse más.
Es curioso, como el propio autor considera que su enfermedad es una venganza literaria por querer escribir, antes del accidente, una versión posmodernista de El Conde de Montecristo, con una mujer como heroína, que finalmente cambió por este relato de guiños. En el clásico francés hay un personaje, al que Bauby terriblemente se asemeja, Noirtier de Villefort, que describe, parafraseando a Dumas como «un cadáver de viva mirada, un hombre moldeado ya en sus tres cuartas partes para la tumba, ese minusválido profundo no induce a soñar sino a estremecerse. Depositario impotente y mudo de los más terribles secretos, se pasa la vida postrado en una silla de ruedas y sólo se comunica guiñando los ojos: un guiño significa sí, dos no». Ironías como estas ilustran la resignación estoica de Bauby con respecto a su propio destino.
Si algo transmite este libro es esa calmada, inteligente, y por qué no humorística manera de tomarse la vida, aun habiéndolo perdido todo, menos la imaginación. Lo cual nos lleva a plantearnos qué es un hombre. La única respuesta posible, tras haber escuchado la voz en off de Bauby, es que un hombre es mucho más que un cuerpo, una psique poderosa, capaz de crear su propio mundo por el que revolotear a gusto en una efímero existencia. No le podría ir mejor el título a este autobiografía que entremezcla el dramatismo hiperrealista del que pende de un hilo de oxigeno, anclado en el fondo de un ser difícilmente escrutable, con la delicadeza y hermosura de ese batir de alas, volar libre, sin renunciar a nada, mientras dure el viaje.
A pesar de ser una historia real, muy cruda y desgarradora, hay en este libro un canto a la vida, que consigue que apreciemos lo sublime de las pequeñas cosas. Después de asistir a semejante narración, ya no es lo mismo andar, rascarse la cabeza, sonreír o dar un beso. Jean-Dominique se refugia en la imaginación, salvavidas que le permite viajar por el mundo, hacerle el amor a su amante, cenar en los mejores restaurantes de París, jugar con sus hijos... Esos devaneos ilusorios son lo único que le mantiene con vida, sin perder el norte. En cuanto a la película ahonda en la adaptación del hombre al nuevo medio, en ese aferrarse desesperadamente a la vida. Ambas nos muestran como la comunicación es imprescindible para el ser humano. Se use el lenguaje que se use, en este caso un guiño al pasar del abecedario, letras, pacientemente recitadas por médicos y amigos.
En el libro, Jean-Dominique se replantea su pasado y nos llama la atención sobre lo fundamental de vivir. Como en un flash back onírico, el autor nos cuenta su día a día, sin caer en repeticiones ni tópicos, pues su libro es un libro a imagen y semejanza de su imaginación, no de sus acciones. En el cohabitan la emperatriz Eugenia, esposa de Napoleón III, los vecinos de camilla, morabitos cameruneses, fastuosas reuniones en la revista Elle o la virgen de Lourdes iluminando a los tullidos, con un parpadeo eléctrico de neón y escepticismo. Desde su despertar angustioso, Bauby nos va narrando su mundo, su es y su era, haciendo hincapié en sus arrebatos imaginativos hasta llegar a las horas previas del accidente, punto de inflexión en su vida. Por el contrario, la película, sin renunciar a ese elemento surrealista, onírico, mágico y privado, construye y preserva las relaciones humanas: Bauby y sus médicos, Bauby y sus hijos, Bauby y su exmujer, Bauby y su padre. De esta manera, dotan de conflicto y humanidad al filme. Crean un abanico más amplio y objetivo de los lazos afectivos que envuelven ahora al enfermo. Lo cual nos da, a la vez, una visión externa de lo que supone esa enfermedad para quienes lo tratan, lo compadecen o lo aman, con quienes el público quizá pueda identificarse más.
Es curioso, como el propio autor considera que su enfermedad es una venganza literaria por querer escribir, antes del accidente, una versión posmodernista de El Conde de Montecristo, con una mujer como heroína, que finalmente cambió por este relato de guiños. En el clásico francés hay un personaje, al que Bauby terriblemente se asemeja, Noirtier de Villefort, que describe, parafraseando a Dumas como «un cadáver de viva mirada, un hombre moldeado ya en sus tres cuartas partes para la tumba, ese minusválido profundo no induce a soñar sino a estremecerse. Depositario impotente y mudo de los más terribles secretos, se pasa la vida postrado en una silla de ruedas y sólo se comunica guiñando los ojos: un guiño significa sí, dos no». Ironías como estas ilustran la resignación estoica de Bauby con respecto a su propio destino.
Si algo transmite este libro es esa calmada, inteligente, y por qué no humorística manera de tomarse la vida, aun habiéndolo perdido todo, menos la imaginación. Lo cual nos lleva a plantearnos qué es un hombre. La única respuesta posible, tras haber escuchado la voz en off de Bauby, es que un hombre es mucho más que un cuerpo, una psique poderosa, capaz de crear su propio mundo por el que revolotear a gusto en una efímero existencia. No le podría ir mejor el título a este autobiografía que entremezcla el dramatismo hiperrealista del que pende de un hilo de oxigeno, anclado en el fondo de un ser difícilmente escrutable, con la delicadeza y hermosura de ese batir de alas, volar libre, sin renunciar a nada, mientras dure el viaje.
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