Alfaguara, Madrid, 2007. 227 pp. 15 €
Guillermo Ruiz Villagordo
Elisa y Gabriela pasan por una aguda crisis personal. La de Gabriela nace de su fallida relación con un hombre casado, demasiado reciente. La de Elisa, que en realidad nunca le ha abandonado, de los abusos a los que fue sometida por su padre en la infancia.
Aunque la suya no es más que una amistad superficial entre simples conocidas, deciden emprender un viaje por el desierto. ¿Es una excusa, una manera de evadirse de sus circunstancias personales? No parece que sea precisamente eso lo que ofrezca la asfixiante aridez de la nada. Más bien se trata del purgatorio perfecto, un lugar propicio a la exposición y expiación de pecados ajenos, a la purificación, la sanación. Nos sumergimos, pues, en un peculiar ambiente de intimidad forzada y sus delicadas reglas, ya que ambas son seres heridos con una sensibilidad a flor de piel y por decisión propia no van a contar más que una con la otra y consigo mismas.
El viacrucis de Gabriela será ir desvelando primero casi por casualidad y después a tientas el secreto que esconde Elisa, que no conoce, mientras lidia con su propio dolor, ante el que sólo aparentemente parece resistir, y lo sopesa mediante las denigrantes pruebas que se autoinflinge, lo que demostrará que su fuerza no es tanta y que su pena, a priori más pasajera, puede que sea más profunda.
Para Elisa (que es quien ejerce de narradora y es por tanto la única de quien conocemos a ciencia cierta lo que pasa por su cabeza) es incluso más difícil. Sabe que llegará el momento de la confesión, y lo anhela y lo teme al mismo tiempo. Contínuamente le da vueltas a cómo ocurrirá, si podrá soltarlo todo de un golpe en un discurso milimétricamente construido, si apenas conseguirá balbucearlo, y sobre todo qué pregunta dejará el campo abierto si es que es capaz de aprovechar la oportunidad. También a los lectores nos irá dosificando su historia mediante las impresiones y recuerdos que van surgiendo fustigados por los roces positivos y negativos de la convivencia en su mente torturada, de modo que descubramos que, aunque un peso descomunal le impide avanzar en la dirección que quisiera, mantiene, sin embargo, una sorprendente claridad a la hora de analizar su experiencia, incluso cuando no logra penetrar lo suficiente en ella.
Las dos se someterán por tanto a un duro análisis interior que les permita medir el daño que han sufrido para poder repararlo adecuadamente y deberán conocer su propia psicología a la vez que la de su compañera, por lo que la novela se vuelve una especie de sombrío, tenso y por momentos angustiante thiller psicológico donde lo que está en juego es ni más ni menos que eso que gran parte de nosotros creemos tener resuelto: la estabilidad de sus vidas. Maturana elabora así un auténtico catálogo del dolor y examina con una considerable delicadeza que no puede más que encomiarse cómo se instala, cómo arraiga, cómo se necesita y se rechaza, cómo se intenta exorcizar con o sin éxito.
El daño está dedicada a Vinka Jackson, psicóloga clínica infantil amiga de la novelista, quien sufrió en primera persona un caso de incesto y lo contó en el libro Agua fresca en los espejos (no sabría esto sin esta bendita herramienta que es internet). En una de las entrevistas realizadas a raíz de su publicación encuentro unas palabras suyas que bien pueden servir de esperanzada reflexión última sobre este tema tan terrible: «Sé que en el gran esquema de los dolores humanos mi historia es un microátomo, así como son un privilegio, y un lujo, en verdad, todas las oportunidades de sobrevivencia y de vida con las cuales he contado».
Aunque la suya no es más que una amistad superficial entre simples conocidas, deciden emprender un viaje por el desierto. ¿Es una excusa, una manera de evadirse de sus circunstancias personales? No parece que sea precisamente eso lo que ofrezca la asfixiante aridez de la nada. Más bien se trata del purgatorio perfecto, un lugar propicio a la exposición y expiación de pecados ajenos, a la purificación, la sanación. Nos sumergimos, pues, en un peculiar ambiente de intimidad forzada y sus delicadas reglas, ya que ambas son seres heridos con una sensibilidad a flor de piel y por decisión propia no van a contar más que una con la otra y consigo mismas.
El viacrucis de Gabriela será ir desvelando primero casi por casualidad y después a tientas el secreto que esconde Elisa, que no conoce, mientras lidia con su propio dolor, ante el que sólo aparentemente parece resistir, y lo sopesa mediante las denigrantes pruebas que se autoinflinge, lo que demostrará que su fuerza no es tanta y que su pena, a priori más pasajera, puede que sea más profunda.
Para Elisa (que es quien ejerce de narradora y es por tanto la única de quien conocemos a ciencia cierta lo que pasa por su cabeza) es incluso más difícil. Sabe que llegará el momento de la confesión, y lo anhela y lo teme al mismo tiempo. Contínuamente le da vueltas a cómo ocurrirá, si podrá soltarlo todo de un golpe en un discurso milimétricamente construido, si apenas conseguirá balbucearlo, y sobre todo qué pregunta dejará el campo abierto si es que es capaz de aprovechar la oportunidad. También a los lectores nos irá dosificando su historia mediante las impresiones y recuerdos que van surgiendo fustigados por los roces positivos y negativos de la convivencia en su mente torturada, de modo que descubramos que, aunque un peso descomunal le impide avanzar en la dirección que quisiera, mantiene, sin embargo, una sorprendente claridad a la hora de analizar su experiencia, incluso cuando no logra penetrar lo suficiente en ella.
Las dos se someterán por tanto a un duro análisis interior que les permita medir el daño que han sufrido para poder repararlo adecuadamente y deberán conocer su propia psicología a la vez que la de su compañera, por lo que la novela se vuelve una especie de sombrío, tenso y por momentos angustiante thiller psicológico donde lo que está en juego es ni más ni menos que eso que gran parte de nosotros creemos tener resuelto: la estabilidad de sus vidas. Maturana elabora así un auténtico catálogo del dolor y examina con una considerable delicadeza que no puede más que encomiarse cómo se instala, cómo arraiga, cómo se necesita y se rechaza, cómo se intenta exorcizar con o sin éxito.
El daño está dedicada a Vinka Jackson, psicóloga clínica infantil amiga de la novelista, quien sufrió en primera persona un caso de incesto y lo contó en el libro Agua fresca en los espejos (no sabría esto sin esta bendita herramienta que es internet). En una de las entrevistas realizadas a raíz de su publicación encuentro unas palabras suyas que bien pueden servir de esperanzada reflexión última sobre este tema tan terrible: «Sé que en el gran esquema de los dolores humanos mi historia es un microátomo, así como son un privilegio, y un lujo, en verdad, todas las oportunidades de sobrevivencia y de vida con las cuales he contado».
1 comentario:
una pregunta con respecto a la identidad de genero acabo de terminar al libro hoy 25/4/12 me gusto mucho pero no logro comprender un aspecto muy importante que es la identidad de genero inserta en este libro
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