Trad. Ricardo García Pérez. Periférica, Cáceres. 2008. 201 pp. 16 €
Marta Sanz
Cuando abrí este libro, pensé que nunca iba a poder memorizar el nombre de quien lo escribió. Cuando lo acabé, estaba segura de que no se me iba a olvidar fácilmente. Mary Cholmondeley —he sido capaz de escribir el nombre sin mirarlo: eso es un síntoma—, además de mantener un vínculo amistoso con Henry James, consiguió fascinar con sus narraciones —las fantasmagóricas, las realistas, las autobiográficas...— a personalidades tan dispares como George Orwell, Mark Twain o Virginia Woolf. Mary Cholmondeley vivió a caballo entre dos siglos y, como otros escritores de su generación, entre dos mundos, uno a cada lado del océano Atlántico. También mantuvo un firme compromiso con la causa feminista.
La polilla y la herrumbre es un texto aparentemente sencillo, pero profundamente extraño. Algunas veces, la extrañeza reside en las fluctuaciones de tono: la chispa cómica, la mordacidad, el ritmo trepidante se entreveran con el timbre poético y con la contención —ese decir y no decir a la vez o ese decir no diciendo— de algunos diálogos que pueden llegar a enervar a un lector que, si tuviera un alfiler, pincharía el trasero de los que se muerden la lengua o mantienen su dignidad caiga quien caiga. La extrañeza se anuncia desde su título: la polilla y la herrumbre son metáforas de la degradación, pero de una degradación que se produce en el territorio de lo doméstico, sobre las telas de los cortinones, la ropa de cama, los abalorios o los pomos de las puertas, sobre las cosas de las que también están hechas las personas, sobre la materia de la que está tejida eso que llaman el alma. En ese caldo de cultivo, las relaciones sentimentales son un objeto precioso o un colgante de latón –un valor de cambio-, el manjar para la voracidad de la polilla, el polvo oxidado de la herrumbre: «Hemos sufrido lo que hemos sufrido. La persona por la que se sufrió no volverá a escuchar una palabra nuestra./ La polilla y la herrumbre han corroído. / Han entrado los ladrones y han robado.» Sobre el amor, hasta sobre el más romántico, se van sedimentando posesiones inmateriales —la confianza, el cariño, la sensualidad—, pero también las capas de lo tangible: el dinero, la tierra, el poder, las casas, los árboles genealógicos. La conciencia de esa realidad atenta contra la placidez idílica de la versión más blanda del enamoramiento: la que derriba todas las barreras y sobrevive a todas las tempestades. Cholmondeley desvela las mentiras de la pasión romántica en una pirueta realista de la novela sentimental: los pagarés, el efectivo, la quiebra rasguñan la fe y estrechan los contornos del amor inocente.
Cholmondeley recrea, a través de dos historias sentimentales, un mundo en el que la frontera entre el abolengo aristocrático y el espíritu empresarial del capitalista emprendedor se va difuminando, mientras que otras contradicciones no se resuelven con la misma facilidad. Anne calibra los movimientos que ha de hacer para conseguir al hombre amado, labrando una confianza basada en el desinterés absoluto, una confianza en la que el cariño que Anne profesa no es el vehículo para una transacción: cada aproximación o alejamiento entre Anne, la aristócrata, y Stephen, el hombre hecho a sí mismo, da calambre por su romanticismo cool. Son dos pieles condenadas a entenderse en el espacio de sus privilegios, pese a la psicología acomplejada de Stephen, en definitiva, un advenedizo.
La inteligencia de Anne —una inteligencia fría que la autora hace brillar— se contrapone a la sencillez de Janet que, por falta de malicia, pierde a su amor. La contraposición de Anne y Janet no juega en perjuicio de ninguna: no se trata de que una simbolice la oscuridad y la otra, la luz. Anne y Janet son dos voluntades enamoradas capaces de enfrentarse a lo que venga con mayor o menor lucidez, pero siempre desde el ejercicio de la dignidad y del honor. También desde dos posiciones diferentes que son un punto de partida y un factor decisivo para la consecución de la felicidad romántica. Anne y Janet poseen distintos capitales simbólicos y no simbólicos: el de Anne es su inteligencia, pero sobre todo su pertenencia a una clase, la aristocracia, que la convierte en una mujer elegante, distinguida y cultivada; el de Janet consiste en su belleza, en su bondad, en su naturaleza sin doblez y en su pertenencia a otra clase: una lampante, empobrecida. Cholmondeley, sin timidez y a contracorriente respecto a estereotipos narrativos que aún perviven y cimientan una ideología del amor que en su ingenuidad hace daño, sugiere que con la belleza y la bondad no se va a ninguna parte —como mucho se consigue la admiración de los artistas o de los excéntricos, siempre en la periferia del auténtico poder— en un mundo cuyos valores son la virilidad, el capital, la posesión de tierra, el afán especulativo. El falso sentido del honor y la obcecación también infligen daño y roen las relaciones, frente a la flexibilidad, la mano izquierda y el sano disimulo. Janet trepa por el esqueleto incendiado de un edificio, todo polilla, todo herrumbre, para cumplir una promesa, una misión heroica, que la llevará de cabeza hacia la infelicidad. Cholmondeley ha puesto en marcha su martillo desmitificador para brindarnos una enseñanza: no a todos los seres humanos se les perdonan las mismas cosas ni se les permite ser dignos de la misma manera. No a todos los seres humanos se les mide, en definitiva, con el mismo rasero.
Cholmondeley retrata dialécticamente un modelo social basado en oposiciones que cristalizan en una trama fascinante tanto por sus dualidades y diálogos, como por sus malentendidos, su final y, sobre todo, por la construcción de personajes, especialmente por la construcción de madres: quizá no haya mejor madre que la madre muerta, como las de las heroínas de los libros, las madres ausentes de Evelina, Jane Eyre, Aurora Leigh que la autora menciona al hablar de la orfandad de la pobre Janet.... Aunque Cholmondeley pone todo su empeño en que los libros no mientan y se parezcan cada vez más a la vida, en un momento señala «Ojalá la vida se asemejara más a las historias que leemos»: a estas alturas, querida Mary, no sabría yo qué decirle.
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