Trad. María Antonia Menini Pagès. Salamandra, Barcelona, 2007. 251 pp. 14 €
No soy muy relector, salvo casos muy especiales de admiración estética o de simpatía. Por eso, uno de los mejores elogios que puedo hacer a estas alturas de la serie del comisario de la imaginaria localidad siciliana de Vigata, Salvo Montalbano, es que abrigo la certeza de que volveré, de manera ordenada y consecutiva, a sus relatos. De igual forma que lo haré con las historias de Sherlock Holmes o las de Philip Marlowe, aunque por razones distintas, puesto que admito que resulta difícil colocar la obra de Camilleri al lado de las citadas en términos de pura calidad.
El acierto básico del octogenario italiano es de características ambientales. Es inevitable referirse al hecho de que Camilleri fue durante gran parte de su carrera profesional un hombre de televisión. Lo que ha hecho con esta serie, tal vez al principio de forma casual pero sin duda de manera progresivamente consciente, es dotar a sus novelas de las características de las mejores producciones televisivas. Como en House —por poner un ejemplo bien conocido—, la solución del caso en las novelas del comisario Montalbano terminar por ser un elemento de segundo orden para los auténticos seguidores, en comparación con la evolución de los personajes y de la ambientación.
Con Montalbano, Camilleri ha conseguido crear un protagonista que procura la máxima complicidad con el lector. Novela tras novela, relato tras relato, disfruto casi como propias las pantagruélicas experiencias culinarias del comisario, sus paseos junto al mar, sus quebraderos de cabeza amorosos, su fastidio por los burócratas y los políticos, la progresiva obsesión que se apodera de él por los casos en que se implica, a medida que profundiza en ellos. A la vez, aguardo con impaciencia los nuevos disparates del telefonista e idiot savant Catarella, los berrinches de la novia Livia, las pesquisas enciclopédicas del sabueso Fazio, las irritantes llamadas del dottore Lattes...
En La luna de papel, como en algunos de los títulos inmediatamente previos de la serie, la intriga termina por resultar diáfana para el lector despierto mediada la trama, si bien en esta ocasión el caso tiene más enjundia y elementos de interés que, por ejemplo, en la precedente La paciencia de la araña. Un visitador médico aparece con los calzones bajados y un disparo en la cara, sin que un primer vistazo se adivinen razones claras para el crimen. Sin embargo, la historia se enturbiara pronto, en parte por cierto por la pérdida de condiciones de un Montalbano al que la edad le ha hecho perder algo de picardía, y dos mujeres —decididamente camillerianas— surgen como ejes de la investigación: la hermana, Michela, que oculta su voluptuosidad bajo ropajes monjiles; y la descarada y seductora Elena, joven esposa consentida de un profesor sexagenario y amante del fallecido.
Las dos enemigas cruzan fintas y contrafintas ante los ojos de Montalbano, que sufre ante ellas una vez más de sus entrañables pasioncitas y sofocos. Pronto intuiremos que la investigación paralela sobre drogas que sigue el segundo de Montalbano, Mimi Augello —uno de los personajes de la serie que, en cambio, está difuminándose en un mar de felicidad personal—, terminará por cruzarse con la que lleva a cabo el comisario, que aprovechará la coyuntura para ofrecernos varias de sus perlas de crudo realismo policial.
Como casi siempre, la solución que puede encontrar Montalbano para el caso es sólo parcial, es un espejismo que satisface antes su sentido de la justicia que los convencionalismos. La vida en Sicilia, nos dice de nuevo Camilleri, encuentra mejores sendas en la honestidad y el respeto que en unos cauces establecidos asaeteados por la corrupción. No hay duda de que no se trata de una filosofía recomendable, pero Camilleri no presenta la justicia como un camino fácil en la Italia de la mafia y Berlusconi, esa Povera patria cantada por su paisano Franco Batiatto.
El acierto básico del octogenario italiano es de características ambientales. Es inevitable referirse al hecho de que Camilleri fue durante gran parte de su carrera profesional un hombre de televisión. Lo que ha hecho con esta serie, tal vez al principio de forma casual pero sin duda de manera progresivamente consciente, es dotar a sus novelas de las características de las mejores producciones televisivas. Como en House —por poner un ejemplo bien conocido—, la solución del caso en las novelas del comisario Montalbano terminar por ser un elemento de segundo orden para los auténticos seguidores, en comparación con la evolución de los personajes y de la ambientación.
Con Montalbano, Camilleri ha conseguido crear un protagonista que procura la máxima complicidad con el lector. Novela tras novela, relato tras relato, disfruto casi como propias las pantagruélicas experiencias culinarias del comisario, sus paseos junto al mar, sus quebraderos de cabeza amorosos, su fastidio por los burócratas y los políticos, la progresiva obsesión que se apodera de él por los casos en que se implica, a medida que profundiza en ellos. A la vez, aguardo con impaciencia los nuevos disparates del telefonista e idiot savant Catarella, los berrinches de la novia Livia, las pesquisas enciclopédicas del sabueso Fazio, las irritantes llamadas del dottore Lattes...
En La luna de papel, como en algunos de los títulos inmediatamente previos de la serie, la intriga termina por resultar diáfana para el lector despierto mediada la trama, si bien en esta ocasión el caso tiene más enjundia y elementos de interés que, por ejemplo, en la precedente La paciencia de la araña. Un visitador médico aparece con los calzones bajados y un disparo en la cara, sin que un primer vistazo se adivinen razones claras para el crimen. Sin embargo, la historia se enturbiara pronto, en parte por cierto por la pérdida de condiciones de un Montalbano al que la edad le ha hecho perder algo de picardía, y dos mujeres —decididamente camillerianas— surgen como ejes de la investigación: la hermana, Michela, que oculta su voluptuosidad bajo ropajes monjiles; y la descarada y seductora Elena, joven esposa consentida de un profesor sexagenario y amante del fallecido.
Las dos enemigas cruzan fintas y contrafintas ante los ojos de Montalbano, que sufre ante ellas una vez más de sus entrañables pasioncitas y sofocos. Pronto intuiremos que la investigación paralela sobre drogas que sigue el segundo de Montalbano, Mimi Augello —uno de los personajes de la serie que, en cambio, está difuminándose en un mar de felicidad personal—, terminará por cruzarse con la que lleva a cabo el comisario, que aprovechará la coyuntura para ofrecernos varias de sus perlas de crudo realismo policial.
Como casi siempre, la solución que puede encontrar Montalbano para el caso es sólo parcial, es un espejismo que satisface antes su sentido de la justicia que los convencionalismos. La vida en Sicilia, nos dice de nuevo Camilleri, encuentra mejores sendas en la honestidad y el respeto que en unos cauces establecidos asaeteados por la corrupción. No hay duda de que no se trata de una filosofía recomendable, pero Camilleri no presenta la justicia como un camino fácil en la Italia de la mafia y Berlusconi, esa Povera patria cantada por su paisano Franco Batiatto.
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