Páginas de Espuma, Madrid, 2007. 240 pp. 15 €
Alejandro Luque
Merino es un astro raro en la galaxia literaria española: perseverante, siempre en su propia órbita, ha logrado brillar con luz propia sin efectos de bisutería, sin depender de familias, sin necesitar de pelotazos mediáticos. Lo que escribe gustará más o menos, pero ha conquistado un respeto muy difícil de negar. A partir de ahí, su obra tiene dos preferencias con las que simpatizo sin reservas: la fantasía, tan desprestigiada en España, y las formas breves de la narrativa, que si bien van cobrando caché, todavía son empeños muy poco rentables y no dan tanto pisto como la poesía o la novela. Pues bien, para reafirmarse en estas militancias, el coruñés acaba de reunir en un volumen su minificción completa —él gusta de llamarlos, guiñando a la física, nanocuentos—, algunos inéditos incluidos. Bravo por la editorial Páginas de Espuma y su cabeza visible, Juan Casamayor, que más que un astro raro, por calidad y riesgo, sencillamente no parece de este mundo.
Quiero empezar el libro por el final, por el epígrafe titulado La glorieta miniatura, donde Merino mezcla con buen humor el tono ficcional y el ensayístico. Tiendo a rechazar los recetarios —mi primo Andrés Neuman estará harto de que le reproche sus decálogos—, aunque admito que casi siempre manejan buenos ingredientes y ayudan a poner orden en la cocina. La teoría de la creación, pienso, no tiene nada de pernicioso, siempre que sepa acotar el terreno y no se obstine en poner puertas al campo.
Entre las muchas ideas valiosas que aporta Merino, encuentro ésta: «Las buenas ficciones mínimas pueden recordar notablemente a los abuelos, pero jamás tener sus mismos rasgos». Ahí disiento. Las piezas de este libro, sin ser en absoluto clónicas, sin parecer “el vivo retrato” de los antepasados, tienen marcadísimos los rasgos del clan que reúne a los mejores del género. ¿Cómo no reconocer en ellos la nariz de Monterroso, la frente de Arreola, el bigote de Denevi, por decir algunos? Esto, lejos de ser un lastre, es un atractivo añadido, un estímulo extra para el lector. También en la vida ponemos distancia, rechazamos a nuestros mayores, afirmamos así nuestra legítima individualidad, pero sólo para abrazarlos más fuerte a la hora de la reconciliación.
Señalado este único matiz, el resto es puro disfrute. Merino es espléndido en el uso del lenguaje —austero y fino, como precisa el formato—, de una imaginación más que fértil, muy hábil en el manejo de referencias y, a poco que nos fijemos, enormemente reflexivo. Cuando recrea un final feliz para la singladura del Titanic, las tribulaciones del niño ante la mosca muerta, un epílogo para la Cenicienta o versiones actualizadas de los cuentos de navidad, el escritor tiene siempre un pie en la fábula y otro en la más feroz realidad. Nunca se abandona al lirismo facilón, no se deja hipnotizar por su propia voz, no pierde un segundo en practicar retóricas sobre el vacío. La lectura disfrutona de sus textos siempre lleva aparejada una meditación, optimista o angustiosa, pero ineludible.
Hace falta mucho oficio, mucho emborronar y tirar, mucha faena de ebanistería, vista de relojero y devoción de belenista, mucha lectura paciente, en fin, para encontrarse al cabo de los años con un hatillo de brevedades tan sustancioso como éste. Y no digo más: ya me pasé, al menos tres mil caracteres, del nanoelogio entusiasta que pretendía hacerle.
Alejandro Luque
Merino es un astro raro en la galaxia literaria española: perseverante, siempre en su propia órbita, ha logrado brillar con luz propia sin efectos de bisutería, sin depender de familias, sin necesitar de pelotazos mediáticos. Lo que escribe gustará más o menos, pero ha conquistado un respeto muy difícil de negar. A partir de ahí, su obra tiene dos preferencias con las que simpatizo sin reservas: la fantasía, tan desprestigiada en España, y las formas breves de la narrativa, que si bien van cobrando caché, todavía son empeños muy poco rentables y no dan tanto pisto como la poesía o la novela. Pues bien, para reafirmarse en estas militancias, el coruñés acaba de reunir en un volumen su minificción completa —él gusta de llamarlos, guiñando a la física, nanocuentos—, algunos inéditos incluidos. Bravo por la editorial Páginas de Espuma y su cabeza visible, Juan Casamayor, que más que un astro raro, por calidad y riesgo, sencillamente no parece de este mundo.
Quiero empezar el libro por el final, por el epígrafe titulado La glorieta miniatura, donde Merino mezcla con buen humor el tono ficcional y el ensayístico. Tiendo a rechazar los recetarios —mi primo Andrés Neuman estará harto de que le reproche sus decálogos—, aunque admito que casi siempre manejan buenos ingredientes y ayudan a poner orden en la cocina. La teoría de la creación, pienso, no tiene nada de pernicioso, siempre que sepa acotar el terreno y no se obstine en poner puertas al campo.
Entre las muchas ideas valiosas que aporta Merino, encuentro ésta: «Las buenas ficciones mínimas pueden recordar notablemente a los abuelos, pero jamás tener sus mismos rasgos». Ahí disiento. Las piezas de este libro, sin ser en absoluto clónicas, sin parecer “el vivo retrato” de los antepasados, tienen marcadísimos los rasgos del clan que reúne a los mejores del género. ¿Cómo no reconocer en ellos la nariz de Monterroso, la frente de Arreola, el bigote de Denevi, por decir algunos? Esto, lejos de ser un lastre, es un atractivo añadido, un estímulo extra para el lector. También en la vida ponemos distancia, rechazamos a nuestros mayores, afirmamos así nuestra legítima individualidad, pero sólo para abrazarlos más fuerte a la hora de la reconciliación.
Señalado este único matiz, el resto es puro disfrute. Merino es espléndido en el uso del lenguaje —austero y fino, como precisa el formato—, de una imaginación más que fértil, muy hábil en el manejo de referencias y, a poco que nos fijemos, enormemente reflexivo. Cuando recrea un final feliz para la singladura del Titanic, las tribulaciones del niño ante la mosca muerta, un epílogo para la Cenicienta o versiones actualizadas de los cuentos de navidad, el escritor tiene siempre un pie en la fábula y otro en la más feroz realidad. Nunca se abandona al lirismo facilón, no se deja hipnotizar por su propia voz, no pierde un segundo en practicar retóricas sobre el vacío. La lectura disfrutona de sus textos siempre lleva aparejada una meditación, optimista o angustiosa, pero ineludible.
Hace falta mucho oficio, mucho emborronar y tirar, mucha faena de ebanistería, vista de relojero y devoción de belenista, mucha lectura paciente, en fin, para encontrarse al cabo de los años con un hatillo de brevedades tan sustancioso como éste. Y no digo más: ya me pasé, al menos tres mil caracteres, del nanoelogio entusiasta que pretendía hacerle.
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