Trad. Juli Peradejordi. Obelisco, Barcelona, 2006. 80 pp. 5,70 €
Hilario J. Rodríguez
De pronto abrimos un libro que nos lleva en direcciones totalmente opuestas, dividiéndonos en lugar de unificarnos, confundiéndonos en lugar de aclararnos. Como en sus páginas no somos capaces de encontrar lo que fuimos descubriendo en nuestras lecturas hasta ese momento, respondemos con rechazo o perplejidad. ¿Dónde se han quedado las certezas que creíamos tener? Muchas dudas se agolpan entonces. Aunque defendemos una idea firme de la literatura, también buscamos nuevos horizontes; el problema es cómo conciliar dos posturas tan opuestas. A menudo, todo este clima de incertidumbre se resuelve con el tiempo. Yo, por ejemplo, en las novelas de Louis-Ferdinand Céline o Pierre Drieu La Rochelle, que antes adoraba, ahora veo actitudes puritanas y descripciones decadentes que justifican la venganza o el asesinato, cosas que no soy capaz de conciliar con mi visión del mundo aunque no me impiden seguir admirando la brillantez estilística de esos autores.
Si me he detenido en lo anterior es para dejar claro que hay algo en la obra de Agota Kristof que nunca me ha abandonado y que todavía hoy me emociona, a pesar del carácter extremo de su escritura. Si la frialdad de Fleur Jeggy ha dejado de iluminarme y el objetivismo de Unica Zürn ha ido resultándome cada vez más plano, los problemas de identidad que describe la trilogía Claus y Lucas (El Aleph, 2007) me siguen pareciendo pertinentes para entender la sensación de extranjería de mucha gente y las cosas que uno más echa en falta cuando se ve obligado a huir de su hogar. En La analfabeta, Agota Kristof nos recuerda con insistencia lo que nos sucede cuando los seres queridos quedan atrás, cuando los olores familiares se disipan, cuando el clima y los colores cambian, cuando los vecinos nos resultan extraños y nosotros les resultamos extraños a ellos... «Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.» Esa sensación de pérdida la mantuvo en silencio durante dos décadas, mientras vivía en Suiza e iba aprendiendo el francés con lentitud, a la vez que trabajaba en una fábrica. Para ella fue una experiencia parecida a la de un viajero perdido en un enorme desierto, un «desierto cultural». Su propia hija, educada en un país diferente, la veía como a una extraña. Hablaban lenguas distintas. ¿Quién eres? ¿Quién soy? «Sé que nunca escribiré el francés como lo escriben los escritores franceses de nacimiento, pero lo escribiré como pueda. No he escogido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias.»
Hoy en día, cuando algunos escritores demuestran una longevidad creativa realmente asombrosa, Agota Kristof da por cerrada su obra. A sus setenta y dos años ni se plantea terminar una historia de amor que tiene comenzada desde hace tiempo. Prefiere leer novelas policíacas o ver la televisión. No se nota lo bastante fuerte para borrar. Si se despistase, podría caer en las trampas de sus poemas de juventud, llenos de lirismo. Y eso es parte del pasado. La vida le acostumbró a sintetizar, a «escribir sin grasa», para así concentrarse en lo esencial. Además, nunca fue una escritora reactiva, con ganas de denunciar, sino más bien una escritora reflexiva, que sólo quería constatar la suerte que corrieron ella y otros muchos europeos del Este durante los «años de plomo» en que el régimen soviético les dio a elegir entre la cárcel o el exilio. Por eso su voz resulta cualquier cosa menos ideológica o moralista. Jamás deseó describir las adversidades de quienes luchan en primera línea. En ese sentido, está a años luz de Irène Némirovsky y Anna Politkovskaya. La historia y la política apenas le interesan. Tampoco su memoria personal. Se arrepiente de publicar La analfabeta. Sus capítulos son en realidad una serie de textos breves sobre su vida, que ella escribió para revistas sin pensar que algún día fuesen a convertirse en un libro. Sin embargo, en ellos se aprecia la misma división interna de sus novelas. Hay una sucesión de fragmentos. Piezas de un rompecabezas. Eso no impide que las partes, por disgregadas que parezcan estar, consigan dar forma a un todo. Puede decirse, de hecho, que si el libro funciona es por la interacción de sus partes. Construyen algo sólido, cohesionado. Da igual lo breves que sean, porque con la brevedad Agota Kristof consigue cosas que la retórica difumina. Aunque su estilo carezca de exactitud visual y de geometría compositiva, gana a cambio todo lo que proporcionan la claridad y la inmediatez.
D. H. Lawrence decía que, en asuntos literarios, «hay que confiar en el cuento y no en el cuentista». Algo así puede aplicarse a La analfabeta y su autora. Yo, desde luego, me conformo con el libro porque en él la memoria y el lenguaje muestran las limitaciones que nunca parecen tener los intelectuales o los escritores comprometidos. Reconozco que sus páginas no nos permitirán enterarnos de lo que sucedió en Europa del Este entre 1935 y la caída del comunismo, pero a cambio no contribuyen al falseamiento que había (y sigue habiendo) sobre ese periodo. Agota Kristof puede fracasar aquí como narradora, animadora, socióloga o filósofa, sin dejar por ello de triunfar como artista. Su falta de glamour es el antídoto perfecto para huir de la pompa con que muchos autores nos cuentan sus tristes y desoladas existencias. Mientras otros únicamente encuentran en sí mismos una buena causa por la que luchar, Agota Kristof reconoce con cierta amargura que ya no hay nada a lo que quiera dedicar sus esfuerzos, ni siquiera la escritura.
Al pensar en los seres humanos como historias con las que nos tropezamos a diario y de las cuales apenas sabemos nada, entiendo que algunos autores nos cuenten sus vidas como si fueran un libro en blanco con algunos borrones esparcidos en sus páginas. Eso explica que La analfabeta se asemeje al cine mudo. Muchos escritores creen que el silencio les define mejor que cualquier narración; para ellos callar es un signo de pureza, las palabras no les parecen otra cosa que cínicos figurantes que uno encuentra en una fiesta a la cual nadie les invitó a asistir.
Hace treinta años vivía con mis padres en el sexto piso de la calle de las Camelias, en Vigo. Por encima de nosotros, en el séptimo, que era el ático, sólo vivía la señora Bene, una mujer mayor. Como había muchas escaleras para llegar hasta el bajo, yo y mis hermanos cogíamos a menudo el ascensor. También a menudo coincidíamos con la señora Bene, que a todos nos llamaba la atención. Era una mujer de pocas palabras, reacia incluso a las sonrisas de compromiso. Y aquella actitud por su parte acabó fastidiándonos a mis hermanos y a mí, tanto que en ocasiones, cuando la veíamos venir hacia el ascensor, recién llegada de la calle, nos metíamos dentro sin esperarla y luego bloqueábamos la puerta en nuestro piso para que tuviese que subir por las escaleras. Una vez, sin embargo, llamó a nuestra casa y se lo contó a mis padres. A partir de entonces la comenzamos a llamar calva porque yo me di cuenta de que llevaba peluca. Cuando, al cabo de unos meses de nuestra llegada, la señora Bene dejó de dar señales de vida, ninguno de nosotros la echó en falta. «La vieja bruja», pensamos. Sólo unos años más tarde descubrí que aquella mujer estaba por aquel entonces enferma de cáncer, un cáncer de garganta incurable y por culpa del cual se había tenido que someter a tantas sesiones de quimioterapia que se le había caído el pelo.
Hilario J. Rodríguez
De pronto abrimos un libro que nos lleva en direcciones totalmente opuestas, dividiéndonos en lugar de unificarnos, confundiéndonos en lugar de aclararnos. Como en sus páginas no somos capaces de encontrar lo que fuimos descubriendo en nuestras lecturas hasta ese momento, respondemos con rechazo o perplejidad. ¿Dónde se han quedado las certezas que creíamos tener? Muchas dudas se agolpan entonces. Aunque defendemos una idea firme de la literatura, también buscamos nuevos horizontes; el problema es cómo conciliar dos posturas tan opuestas. A menudo, todo este clima de incertidumbre se resuelve con el tiempo. Yo, por ejemplo, en las novelas de Louis-Ferdinand Céline o Pierre Drieu La Rochelle, que antes adoraba, ahora veo actitudes puritanas y descripciones decadentes que justifican la venganza o el asesinato, cosas que no soy capaz de conciliar con mi visión del mundo aunque no me impiden seguir admirando la brillantez estilística de esos autores.
Si me he detenido en lo anterior es para dejar claro que hay algo en la obra de Agota Kristof que nunca me ha abandonado y que todavía hoy me emociona, a pesar del carácter extremo de su escritura. Si la frialdad de Fleur Jeggy ha dejado de iluminarme y el objetivismo de Unica Zürn ha ido resultándome cada vez más plano, los problemas de identidad que describe la trilogía Claus y Lucas (El Aleph, 2007) me siguen pareciendo pertinentes para entender la sensación de extranjería de mucha gente y las cosas que uno más echa en falta cuando se ve obligado a huir de su hogar. En La analfabeta, Agota Kristof nos recuerda con insistencia lo que nos sucede cuando los seres queridos quedan atrás, cuando los olores familiares se disipan, cuando el clima y los colores cambian, cuando los vecinos nos resultan extraños y nosotros les resultamos extraños a ellos... «Me dejé en Hungría mi diario de escritura secreta, y también mis primeros poemas. También dejé a mis hermanos, mis padres; sin avisarles, sin despedirme de ellos, sin decirles adiós. Pero sobre todo, ese día, ese día de finales de noviembre del año 1956, perdí definitivamente mi pertenencia a un pueblo.» Esa sensación de pérdida la mantuvo en silencio durante dos décadas, mientras vivía en Suiza e iba aprendiendo el francés con lentitud, a la vez que trabajaba en una fábrica. Para ella fue una experiencia parecida a la de un viajero perdido en un enorme desierto, un «desierto cultural». Su propia hija, educada en un país diferente, la veía como a una extraña. Hablaban lenguas distintas. ¿Quién eres? ¿Quién soy? «Sé que nunca escribiré el francés como lo escriben los escritores franceses de nacimiento, pero lo escribiré como pueda. No he escogido esta lengua. Me ha sido impuesta por el destino, por la suerte, por las circunstancias.»
Hoy en día, cuando algunos escritores demuestran una longevidad creativa realmente asombrosa, Agota Kristof da por cerrada su obra. A sus setenta y dos años ni se plantea terminar una historia de amor que tiene comenzada desde hace tiempo. Prefiere leer novelas policíacas o ver la televisión. No se nota lo bastante fuerte para borrar. Si se despistase, podría caer en las trampas de sus poemas de juventud, llenos de lirismo. Y eso es parte del pasado. La vida le acostumbró a sintetizar, a «escribir sin grasa», para así concentrarse en lo esencial. Además, nunca fue una escritora reactiva, con ganas de denunciar, sino más bien una escritora reflexiva, que sólo quería constatar la suerte que corrieron ella y otros muchos europeos del Este durante los «años de plomo» en que el régimen soviético les dio a elegir entre la cárcel o el exilio. Por eso su voz resulta cualquier cosa menos ideológica o moralista. Jamás deseó describir las adversidades de quienes luchan en primera línea. En ese sentido, está a años luz de Irène Némirovsky y Anna Politkovskaya. La historia y la política apenas le interesan. Tampoco su memoria personal. Se arrepiente de publicar La analfabeta. Sus capítulos son en realidad una serie de textos breves sobre su vida, que ella escribió para revistas sin pensar que algún día fuesen a convertirse en un libro. Sin embargo, en ellos se aprecia la misma división interna de sus novelas. Hay una sucesión de fragmentos. Piezas de un rompecabezas. Eso no impide que las partes, por disgregadas que parezcan estar, consigan dar forma a un todo. Puede decirse, de hecho, que si el libro funciona es por la interacción de sus partes. Construyen algo sólido, cohesionado. Da igual lo breves que sean, porque con la brevedad Agota Kristof consigue cosas que la retórica difumina. Aunque su estilo carezca de exactitud visual y de geometría compositiva, gana a cambio todo lo que proporcionan la claridad y la inmediatez.
D. H. Lawrence decía que, en asuntos literarios, «hay que confiar en el cuento y no en el cuentista». Algo así puede aplicarse a La analfabeta y su autora. Yo, desde luego, me conformo con el libro porque en él la memoria y el lenguaje muestran las limitaciones que nunca parecen tener los intelectuales o los escritores comprometidos. Reconozco que sus páginas no nos permitirán enterarnos de lo que sucedió en Europa del Este entre 1935 y la caída del comunismo, pero a cambio no contribuyen al falseamiento que había (y sigue habiendo) sobre ese periodo. Agota Kristof puede fracasar aquí como narradora, animadora, socióloga o filósofa, sin dejar por ello de triunfar como artista. Su falta de glamour es el antídoto perfecto para huir de la pompa con que muchos autores nos cuentan sus tristes y desoladas existencias. Mientras otros únicamente encuentran en sí mismos una buena causa por la que luchar, Agota Kristof reconoce con cierta amargura que ya no hay nada a lo que quiera dedicar sus esfuerzos, ni siquiera la escritura.
Al pensar en los seres humanos como historias con las que nos tropezamos a diario y de las cuales apenas sabemos nada, entiendo que algunos autores nos cuenten sus vidas como si fueran un libro en blanco con algunos borrones esparcidos en sus páginas. Eso explica que La analfabeta se asemeje al cine mudo. Muchos escritores creen que el silencio les define mejor que cualquier narración; para ellos callar es un signo de pureza, las palabras no les parecen otra cosa que cínicos figurantes que uno encuentra en una fiesta a la cual nadie les invitó a asistir.
Hace treinta años vivía con mis padres en el sexto piso de la calle de las Camelias, en Vigo. Por encima de nosotros, en el séptimo, que era el ático, sólo vivía la señora Bene, una mujer mayor. Como había muchas escaleras para llegar hasta el bajo, yo y mis hermanos cogíamos a menudo el ascensor. También a menudo coincidíamos con la señora Bene, que a todos nos llamaba la atención. Era una mujer de pocas palabras, reacia incluso a las sonrisas de compromiso. Y aquella actitud por su parte acabó fastidiándonos a mis hermanos y a mí, tanto que en ocasiones, cuando la veíamos venir hacia el ascensor, recién llegada de la calle, nos metíamos dentro sin esperarla y luego bloqueábamos la puerta en nuestro piso para que tuviese que subir por las escaleras. Una vez, sin embargo, llamó a nuestra casa y se lo contó a mis padres. A partir de entonces la comenzamos a llamar calva porque yo me di cuenta de que llevaba peluca. Cuando, al cabo de unos meses de nuestra llegada, la señora Bene dejó de dar señales de vida, ninguno de nosotros la echó en falta. «La vieja bruja», pensamos. Sólo unos años más tarde descubrí que aquella mujer estaba por aquel entonces enferma de cáncer, un cáncer de garganta incurable y por culpa del cual se había tenido que someter a tantas sesiones de quimioterapia que se le había caído el pelo.