Trad. Jorge Seca. Introd. Marisa Siguan. Nórdica, Madrid, 2007. 153 pp. 14,50 €
Marta Sanz
E.T.A. Hoffmann es el artífice, recreador o difusor de muchos de los símbolos que aún perviven en el género fantástico. El hombre de la arena, que inspira el conocido ensayo de Freud sobre Lo siniestro, o Los elixires del diablo, que surge en la estela del éxito de El monje de Matthew Gregory Lewis, encierran imágenes que se han repetido y se repiten hasta la saciedad en las muestras literarias y cinematográficas del género: el espejo; el doble; el sueño y el sonambulismo; el delirio; los aparatos ópticos —gafas, prismáticos— a través de los que se ve la realidad; el monstruo y el espectro; los autómatas... En El hombre de la arena, su narrador principal y protagonista, Nataniel, saca a bailar a la bella y articulada Olimpia, dando lugar a una de las escenas más conmovedoras, ridículas y siniestras —tantas veces aparecen unidos lo cómico y lo terrible sintetizados en lo grotesco o lo macabro— de la Historia de la literatura, sólo equiparable a ese momento en el que el protagonista de La piedad peligrosa saca a bailar a la muchacha paralítica: el oficial no se ha dado cuenta de que la chica permanece inmóvil en una silla, del mismo modo que Nataniel, en su delirio, no se ha apercibido de la rigidez de Olimpia, de la vaciedad brillante de sus ojos de vidrio.
En El mayorazgo, Hoffmann no defrauda al lector amante del género, un lector muy especial dispuesto a disfrutar del miedo como experiencia física y psicológica, como preaviso constante de nuestra vulnerabilidad y de esa inminencia de la muerte que Hoffmann anuncia en su texto en forma de presagios: la cinta blanca de Seraphine, las gotas de sangre que de pronto la ensucian, la eficacia de un elemento narrativo proléptico dentro del juego temporal de una historia que hace del pasado y del futuro un anillo perfectamente engarzado, y por eso mismo claustrofóbico, dentro del que los personajes no pueden escaparse. Hoffmann avisa al lector de lo que puede ocurrir y le explica analépticamente lo que ocurrió, y todo el relato es de una coherencia fría y devastadora. Hoffmann, muy consciente de que los lectores y los escritores de historias fantásticas son seres con una sensibilidad que les encanta agudizar aún más si cabe para percibir lo imperceptible, lo oculto que habita también lo real, coloca a su protagonista, a su alter ego, a su doble de ficción, en una situación de lectura justo cuando adivina por primera vez la presencia del espectro: el narrador lee el Visionario de Schiller y además está bebiendo ponche —otro estímulo hiperestésico—.
En el eje de simetría de esta pequeña novela, el autor coloca un beso porque el erotismo y su relación con la muerte son un punto de inflexión importante para comprender esta obra en particular y el género terrorífico en su conjunto; el personaje anciano advierte a su sobrino, el protagonista, cuando éste le confiesa su pasión por Seraphine: estás caminando sobre una fina capa de hielo... La autora del prólogo —que sabe a poco por la inteligencia con la que está escrito—, Marisa Siguán, pone al lector sobre esta pista y sobre algunas otras para entender la producción literaria de Hoffmann. A los dos lados del eje de simetría, quedan en el papel los tópicos y colores del paisaje romántico —la elección de un cuadro de Caspar David Friedrich como pórtico del texto es una muestra del buen gusto y de la coherencia de los editores—: la noche, la tormenta, los destellos y la sombra, los altos y los abismos, los bosques y una intimidad poblada de voces y de fuegos encendidos que son, al mismo tiempo, la amenaza de un fuego inminente, todos estos lugares comunes del paisajismo romántico actúan como correlatos de los personajes, de sus pulsiones y de los acontecimientos que están por venir.
La música —no podía ser de otra manera en el caso de Hoffmann— tiene una importancia fundamental a lo largo de las páginas de El mayorazgo: la música remueve e impresiona a las almas sensibles que, a través de ella, se funden mientras se van acercando a ese espacio desconocido, innombrable, pero con tanto peso y materialidad que marca el derrotero de estas vidas de ficción.
Pero si por algo resulta estremecedor El mayorazgo es por la presencia del espectro, del monstruo, que se construye con una riqueza de matices tal que lleva a experimentar al lector todo tipo de emociones: miedo, desaprobación, compasión, repugnancia, comprensión... Daniel, el viejo sirviente, mata desde el instinto de venganza, la codicia y el despecho: lo fantasmal se asienta sobre la base de un conflicto económico y de la crítica a una institución venenosa, el mayorazgo, que “historiza” el relato de Hoffmann. El espectro es un espectro de resentimiento de clase, de avaricia y de derecho de propiedad. El espectro, premonición de los desastres y huella de los terribles acontecimientos pasados, analepsis y prolepsis en sí mismo, encarnación de un tiempo descompuesto en los granos de un reloj de arena, de un tiempo borrado, está unido a lo bestial a través de una larga cadena metafórica: sus quejidos, su manera de arañar los muros, su fidelidad de perro...
Daniel muere cuando, en estado de sonambulismo, alguien pronuncia su nombre. No se puede pronunciar el nombre de los sonámbulos mientras deambulan por las casas de noche, haciendo sus cosas, porque entonces mueren. La descripción del sonambulismo como enfermedad y su vinculación a las supersticiones aúnan el ámbito de lo científico y de lo sobrenatural en la narrativa de Hoffmann. «¡Daniel, Daniel! ¿Qué haces aquí a estas horas?» es el conjuro, la palabra mágica, como el inocente leitmotiv de los cuentos infantiles que pone a los niños los pelillos de punta, que produce miedo y, sin embargo, aniquila a la bestia. La sola repetición de un nombre, un ritmo musical, remite a lo oculto y crea inquietud porque se pronuncia dos veces y ya sabemos que, en el género fantástico todo lo doble —el espejo, el amante, el gemelo, el otro...— evoca la muerte y nuestra dolorosa e inevitable fragmentación.
Marta Sanz
E.T.A. Hoffmann es el artífice, recreador o difusor de muchos de los símbolos que aún perviven en el género fantástico. El hombre de la arena, que inspira el conocido ensayo de Freud sobre Lo siniestro, o Los elixires del diablo, que surge en la estela del éxito de El monje de Matthew Gregory Lewis, encierran imágenes que se han repetido y se repiten hasta la saciedad en las muestras literarias y cinematográficas del género: el espejo; el doble; el sueño y el sonambulismo; el delirio; los aparatos ópticos —gafas, prismáticos— a través de los que se ve la realidad; el monstruo y el espectro; los autómatas... En El hombre de la arena, su narrador principal y protagonista, Nataniel, saca a bailar a la bella y articulada Olimpia, dando lugar a una de las escenas más conmovedoras, ridículas y siniestras —tantas veces aparecen unidos lo cómico y lo terrible sintetizados en lo grotesco o lo macabro— de la Historia de la literatura, sólo equiparable a ese momento en el que el protagonista de La piedad peligrosa saca a bailar a la muchacha paralítica: el oficial no se ha dado cuenta de que la chica permanece inmóvil en una silla, del mismo modo que Nataniel, en su delirio, no se ha apercibido de la rigidez de Olimpia, de la vaciedad brillante de sus ojos de vidrio.
En El mayorazgo, Hoffmann no defrauda al lector amante del género, un lector muy especial dispuesto a disfrutar del miedo como experiencia física y psicológica, como preaviso constante de nuestra vulnerabilidad y de esa inminencia de la muerte que Hoffmann anuncia en su texto en forma de presagios: la cinta blanca de Seraphine, las gotas de sangre que de pronto la ensucian, la eficacia de un elemento narrativo proléptico dentro del juego temporal de una historia que hace del pasado y del futuro un anillo perfectamente engarzado, y por eso mismo claustrofóbico, dentro del que los personajes no pueden escaparse. Hoffmann avisa al lector de lo que puede ocurrir y le explica analépticamente lo que ocurrió, y todo el relato es de una coherencia fría y devastadora. Hoffmann, muy consciente de que los lectores y los escritores de historias fantásticas son seres con una sensibilidad que les encanta agudizar aún más si cabe para percibir lo imperceptible, lo oculto que habita también lo real, coloca a su protagonista, a su alter ego, a su doble de ficción, en una situación de lectura justo cuando adivina por primera vez la presencia del espectro: el narrador lee el Visionario de Schiller y además está bebiendo ponche —otro estímulo hiperestésico—.
En el eje de simetría de esta pequeña novela, el autor coloca un beso porque el erotismo y su relación con la muerte son un punto de inflexión importante para comprender esta obra en particular y el género terrorífico en su conjunto; el personaje anciano advierte a su sobrino, el protagonista, cuando éste le confiesa su pasión por Seraphine: estás caminando sobre una fina capa de hielo... La autora del prólogo —que sabe a poco por la inteligencia con la que está escrito—, Marisa Siguán, pone al lector sobre esta pista y sobre algunas otras para entender la producción literaria de Hoffmann. A los dos lados del eje de simetría, quedan en el papel los tópicos y colores del paisaje romántico —la elección de un cuadro de Caspar David Friedrich como pórtico del texto es una muestra del buen gusto y de la coherencia de los editores—: la noche, la tormenta, los destellos y la sombra, los altos y los abismos, los bosques y una intimidad poblada de voces y de fuegos encendidos que son, al mismo tiempo, la amenaza de un fuego inminente, todos estos lugares comunes del paisajismo romántico actúan como correlatos de los personajes, de sus pulsiones y de los acontecimientos que están por venir.
La música —no podía ser de otra manera en el caso de Hoffmann— tiene una importancia fundamental a lo largo de las páginas de El mayorazgo: la música remueve e impresiona a las almas sensibles que, a través de ella, se funden mientras se van acercando a ese espacio desconocido, innombrable, pero con tanto peso y materialidad que marca el derrotero de estas vidas de ficción.
Pero si por algo resulta estremecedor El mayorazgo es por la presencia del espectro, del monstruo, que se construye con una riqueza de matices tal que lleva a experimentar al lector todo tipo de emociones: miedo, desaprobación, compasión, repugnancia, comprensión... Daniel, el viejo sirviente, mata desde el instinto de venganza, la codicia y el despecho: lo fantasmal se asienta sobre la base de un conflicto económico y de la crítica a una institución venenosa, el mayorazgo, que “historiza” el relato de Hoffmann. El espectro es un espectro de resentimiento de clase, de avaricia y de derecho de propiedad. El espectro, premonición de los desastres y huella de los terribles acontecimientos pasados, analepsis y prolepsis en sí mismo, encarnación de un tiempo descompuesto en los granos de un reloj de arena, de un tiempo borrado, está unido a lo bestial a través de una larga cadena metafórica: sus quejidos, su manera de arañar los muros, su fidelidad de perro...
Daniel muere cuando, en estado de sonambulismo, alguien pronuncia su nombre. No se puede pronunciar el nombre de los sonámbulos mientras deambulan por las casas de noche, haciendo sus cosas, porque entonces mueren. La descripción del sonambulismo como enfermedad y su vinculación a las supersticiones aúnan el ámbito de lo científico y de lo sobrenatural en la narrativa de Hoffmann. «¡Daniel, Daniel! ¿Qué haces aquí a estas horas?» es el conjuro, la palabra mágica, como el inocente leitmotiv de los cuentos infantiles que pone a los niños los pelillos de punta, que produce miedo y, sin embargo, aniquila a la bestia. La sola repetición de un nombre, un ritmo musical, remite a lo oculto y crea inquietud porque se pronuncia dos veces y ya sabemos que, en el género fantástico todo lo doble —el espejo, el amante, el gemelo, el otro...— evoca la muerte y nuestra dolorosa e inevitable fragmentación.
2 comentarios:
Pues yo creo que la obra ha envejecido mal. La he leído con cierto distanciamiento. En fin.
Ritmo narrativo sustancial. Lenguaje de peso. Ojalá los narradores noveles elijan acertadamente a sus maestros.
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