jueves, septiembre 21, 2006

Todos nosotros, Raymond Carver

Selección, traducción y prólogo de Jaime Priede. Introducción de Tess Gallagher. Bartleby, Madrid. 2006. 272 pp. 17 €

Marta Sanz

Todos nosotros es un título sacado de uno de los poemas de Carver, “En Suiza”: Todos nosotros, todos nosotros, todos nosotros/ intentando salvar/ nuestras almas inmortales, por caminos/ en algún caso más sinuosos y misteriosos/ aparentemente/ que otros. Los poemas de Carver son un canto, a causa de sus reiteraciones —no siempre retóricas, sino fundamentalmente temáticas— y son, además, un canto que trasciende la experiencia del yo y alcanza la “mutualidad” —el término es de Tess Gallagher, su colaboradora y amante esposa—. La poesía de Carver es inequívocamente estadounidense, carveriana hasta la médula, habla de una familia particular, de una hija borracha y maltratada por su hombre, de un hijo déspota, de un padre muerto, de una madre claustrofóbica, de una segunda esposa que es una tabla de salvación, de la vivencia del acabamiento manifestada en las formas del alcoholismo, de la necesidad de ruptura con los seres queridos —estremecedor es “El correo”—, de la escritura frustrada por el peso de la cotidianidad, de la bancarrota moral, física y económica y, al mismo tiempo, desvela que todo eso, lo malo y lo bueno, se comparte con el género humano. Así, el interlocutor de este poemario somos todos nosotros, lectores particulares y no tan particulares, pero sin duda lectores no exclusivos, ni difíciles ni raros, lectores que se reconocen en las vulgaridades y rarezas del autor, en sus sentimientos puros —la gratitud, el amor, la necesidad de compartir— y también en los mezquinos, como ese deseo irreprimible de que una madre sea borrada de la faz de la Tierra.
Esta bifurcación sentimental se refleja en poemas de agradecimiento hacia Tess Gallagher (“Protegiendo a la número uno”, “Felicidad”, “Donde el agua se une a otras aguas”) y en otros que expresan el resentimiento, ciertamente puritano, de un ex-bebedor (“Los viejos tiempos”) que recrimina a su hija ( “A mi hija”, “Mi hija y la tarta de manzana”), a su ex-mujer, a su hijo o a su madre (“Madre”, “Qué puedo hacer”) a través de una voz inmisericorde que rebosa intuiciones como la de que morir es ser olvidado por los otros: ése es el esfuerzo que él quizás pretende hacer para borrar a sus seres amados y odiados. En eso consiste la salvación del alma inmortal de Carver, porque, pese a lo que pudiera parecer en los versos de apertura, estamos ante una poesía laica, una poesía como exorcismo imposible de los fantasmas de la existencia tangible, de nosotros mismos como el fantasma de lo que una vez fuimos —un borracho, un cínico, un desgraciado—, escrita desde el paraíso, ya alcanzado, de una nueva existencia (“La propina”) en la que sólo la culpa, nunca explícita, por el deseo de aniquilación, de borrado en la escritura que queda en mero emborronamiento en el papel y en la vida, es una carga de la que el autor, impotente, quiere liberarse.
La mutualidad de la poesía de Carver en su relación con el lector se logra a través de la onda expansiva de esos círculos concéntricos que se van ensanchando hasta rozarnos la piel: el individuo, la primera familia, otras familia posterior y más próxima, los amigos, los escritores (Bukowski, Balzac, Antonio Machado, Seifert, Chejov, Joyce), una ciudad, una región, un país, la naturaleza y sus animales (el salmón, la trucha, el perro, un insecto) el mundo, otra vez todos nosotros... el poeta es capaz de lograr la universalidad por medio de estrategias lingüísticas de concreción: cuando Carver rompe un huevo, no rompe un huevo cualquiera, sino “el espléndido huevo de una gallina de raza Leghorn”. Y el lector, que no tiene ni idea de las peculiaridades de esa raza avícola, siente que esa minuciosa especificidad acerca la experiencia, por ejemplo, del derrumbamiento de un matrimonio a su propia cotidianidad, a ese reparar en los detalles más absurdos y particulares que preñan lo real de significado y que nos llevan a encontrar la trascendencia en las cosas comunes (“Zapatillas”.) La aparente ingenuidad del estilo carveriano —todos los estilos, los soeces y los barrocos, los limpios y los sonámbulos son amaneramientos, al fin, y lo único que al lector ha de importarle es su eficacia— se relativiza no sólo por lo intrincado de un proceso creativo en el que la corrección ocupaba un papel predominante, sino también por la cantidad de poemas que Carver dedica a la escritura; es muy bella la mise en abisme de “Tu perro se muere”: la satisfacción en la que se regodea el autor al comprobar lo bien que le está saliendo un poema a propósito del perro atropellado de su hija le provoca un sentimiento de culpa que puede ser fruto de otro poema, que a su vez puede desembocar en otro y en otro... un rosario alucinado del que sólo se dejan de pasar las cuentas al oír un grito proferido entre las cuatro paredes de la casa; “Domingo por la noche” es una poética que se resume en una invitación identificable también en los relatos carverianos: “Utiliza las cosas que te rodean”; los fanáticos de los cuentos de Carver van a encontrar una realidad complementaria en este libro; los lectores de poesía, una palabra que sobrecoge más allá de su relación con las narraciones breves. En Un sendero nuevo a la cascada se sucede una serie de poemas sobre el proceso creativo en el espacio de la cotidianidad: “Los bolsillos de su albornoz llenos de notas”, “Uno más”, “Carta”. Son sencillos, hermosos y reconocibles en el quehacer de los que se dedican a escribir.
La vitalidad y la generosidad irradian de poemas escritos desde la certeza de la muerte y, a la inversa, los escritos desde la intuición de la muerte o de la salud relativa resultan siniestros. La muerte sobrevuela Todos nosotros y a todos nosotros: en “Un sendero nuevo a la cascada”, tenemos la impresión de asistir a una escritura que es fruto de la mirada de un niño que, en realidad, es un hombre a punto de morir (“Los tirantes”, “Otro misterio”.) La muerte es una tierna profecía, un momento cariñoso y nada solitario, en “Mi muerte”, y algo feroz en su simplicidad coloquial en “Lo que dijo el médico”. Otras veces, la muerte es inasequible en todas sus acepciones: en “La cartera de mi padre”, hasta lo inasequible —el precio de la muerte y la conciencia respecto al hecho de que hay que morir— se pagan sin rechistar. Bien, así es la vida. Pero también la muerte aparece trenzada con una filosofía del amor que emana y se dirige a Tess Gallagher, porque el poeta se aferra a ella antes y después (“Cariño”, “Proposición”, “Ninguna necesidad”) de la noticia de su fin próximo. El amor verdadero, para Carver, radica en un instinto para su conservación, cifrado en conceptos como la prudencia, la bondad, la sinceridad o la lucidez... No sé si tal filosofía me convence, pero estoy segura de que, como todo el poemario, me perturba, y de que si yo fuera Tess Gallagher aún no habría podido dejar de llorar. Tampoco sé si después de leer estas páginas, cuyo atributo más sobresaliente es la autenticidad, su autor me resulta simpático, pero sinceramente, queridos, eso importa poco en el caso de los libros imprescindibles.

3 comentarios:

El detective amaestrado dijo...

Enhorabuena por la precisión de esta reseña. Justo ahora estoy con sus cuentos y la lectura de esta crítica me ha animado a ir a por este poemario

Palomita dijo...

Marta, me gusta tu reseña de Carver, aunque este escritor me resulta cansino en la repetición de sus temas, su mirada a los tranches de vie y en cualquier caso, prefiero la causticidad, manera incisiva de analizar lo doméstico, lo cotidiano y lo aparentemente anodino, de Cheveer. Mucho mejor, además de ser el verdadero creador del realismo sucio.
Saludos

Francisco Ortiz dijo...

Qué texto tan sobresaliente.