Trad. Juan Antonio Gutiérrez-Larraya. Península. Barcelona, 2006. 350 pp. 19,90 €
Alberto Luque Cortina
Inglaterra es una nación prolífica en héroes. Sólo en la primera mitad del siglo XX despuntan tres nombres en el imaginario popular, y en los tres se confirma que la mejor amiga del héroe es la tragedia: Robert Falcon Scott murió en 1912 en su desastrosa expedición al Polo Sur; George Mallory murió en 1924, en su descabellado intento por alcanzar la cumbre del Everest; y por último, T.E. Lawrence, que fracasó en su pretenciosa empresa de crear una nación árabe, y que moriría prematuramente en accidente de tráfico en 1935. De los tres, sin duda es este último quien más interés reviste para los biógrafos por su controvertida personalidad. Personaje contradictorio o tal vez incomprendido, dedicó parte de su vida a crear su propia leyenda, y el resto a huir de ella. Así, tras la Gran Guerra, en el apogeo de su fama, rechazando honores, medallas, y su rango de coronel, cambió su nombre por el de Shaw y se alistó anónimamente como soldado raso.
Antes, a modo de testamento, había escrito su gran obra, Los sietes pilares de la sabiduría, lectura altamente recomendable a pesar de algunos excesos, que narra los hechos de la guerra del desierto durante la Primera Guerra Mundial. Esta obra, sin embargo, sólo vería la luz en su integridad tras su muerte, ya que Lawrence se negó a comercializar su relato, del que se hizo una edición muy limitada para su círculo íntimo.
Precisamente para llenar ese vacío, Lawrence permitió que el poeta Robert Graves (1895-1985), quien por cierto también fue amigo de Mallory, escribiera en 1927 un relato sobre sus aventuras. Graves había conocido a Lawrence a su regreso de Arabia y sin duda había sido captado por la magnética personalidad del personaje, como pone de manifiesto en su obra autobiográfica Adiós a todo eso (1929), un fascinante relato de la Primera Guerra Mundial, que es a la literatura lo que Senderos de Gloria (1957), de Stanley Kubrick, a la cinematografía.
Para quienes, como Graves, sufrieron el horror anónimo de las trincheras de Francia, la figura romántica y rabiosamente individualista de Lawrence galopando por los exóticos parajes de Arabia constituía una imagen irresistible. Desde esta admiración el autor de la novela histórica Yo Claudio ofrece al lector una vida fascinante. Como asesor de Faisal, Lawrence, llamado por los árabes “Emir Dinamita” promovió levantamientos, sabotajes, batallas, y ayudó a consolidar el incipiente nacionalismo árabe en beneficio de los intereses ingleses y franceses en la zona. La prosa de Graves es muy efectiva, y así, en su mano, la expedición para volar uno de los puentes del río Yarmuk se convierte en una excitante historia de aventuras, no siempre exitosas. Por contra, Graves soslaya algunas oscuras aristas de la personalidad del protagonista, así como determinados pasajes, como los abusos sexuales que sufrió por parte de los turcos, y que el propio Lawrence no evita en su autobiografía.
Frente a algunas imprecisiones y tópicos, y en comparación con algunas de las biografías canónicas de Lawrence (John Mack, Malcolm Brown, entre otros), ésta cuenta con el atractivo de la escritura siempre inteligente y divertida, por momentos apasionante, de Graves. Obra, pues, recomendable, a pesar de algunos descuidos en la actual edición, que ofrece una perspectiva subjetiva sobre un hombre del que Winston Churchill dijo que era «un animal raro, que no medra entre barrotes». Quizá sea preferible, ante cualquier intento de aproximarse al personaje, recordar las propias palabras del “gran” Lawrence —medía un metro sesenta y cinco centímetros—, cuando afirmó: «No creo que existan los héroes o que hayan existido; sospecho que todos fueron unos farsantes».
Alberto Luque Cortina
Inglaterra es una nación prolífica en héroes. Sólo en la primera mitad del siglo XX despuntan tres nombres en el imaginario popular, y en los tres se confirma que la mejor amiga del héroe es la tragedia: Robert Falcon Scott murió en 1912 en su desastrosa expedición al Polo Sur; George Mallory murió en 1924, en su descabellado intento por alcanzar la cumbre del Everest; y por último, T.E. Lawrence, que fracasó en su pretenciosa empresa de crear una nación árabe, y que moriría prematuramente en accidente de tráfico en 1935. De los tres, sin duda es este último quien más interés reviste para los biógrafos por su controvertida personalidad. Personaje contradictorio o tal vez incomprendido, dedicó parte de su vida a crear su propia leyenda, y el resto a huir de ella. Así, tras la Gran Guerra, en el apogeo de su fama, rechazando honores, medallas, y su rango de coronel, cambió su nombre por el de Shaw y se alistó anónimamente como soldado raso.
Antes, a modo de testamento, había escrito su gran obra, Los sietes pilares de la sabiduría, lectura altamente recomendable a pesar de algunos excesos, que narra los hechos de la guerra del desierto durante la Primera Guerra Mundial. Esta obra, sin embargo, sólo vería la luz en su integridad tras su muerte, ya que Lawrence se negó a comercializar su relato, del que se hizo una edición muy limitada para su círculo íntimo.
Precisamente para llenar ese vacío, Lawrence permitió que el poeta Robert Graves (1895-1985), quien por cierto también fue amigo de Mallory, escribiera en 1927 un relato sobre sus aventuras. Graves había conocido a Lawrence a su regreso de Arabia y sin duda había sido captado por la magnética personalidad del personaje, como pone de manifiesto en su obra autobiográfica Adiós a todo eso (1929), un fascinante relato de la Primera Guerra Mundial, que es a la literatura lo que Senderos de Gloria (1957), de Stanley Kubrick, a la cinematografía.
Para quienes, como Graves, sufrieron el horror anónimo de las trincheras de Francia, la figura romántica y rabiosamente individualista de Lawrence galopando por los exóticos parajes de Arabia constituía una imagen irresistible. Desde esta admiración el autor de la novela histórica Yo Claudio ofrece al lector una vida fascinante. Como asesor de Faisal, Lawrence, llamado por los árabes “Emir Dinamita” promovió levantamientos, sabotajes, batallas, y ayudó a consolidar el incipiente nacionalismo árabe en beneficio de los intereses ingleses y franceses en la zona. La prosa de Graves es muy efectiva, y así, en su mano, la expedición para volar uno de los puentes del río Yarmuk se convierte en una excitante historia de aventuras, no siempre exitosas. Por contra, Graves soslaya algunas oscuras aristas de la personalidad del protagonista, así como determinados pasajes, como los abusos sexuales que sufrió por parte de los turcos, y que el propio Lawrence no evita en su autobiografía.
Frente a algunas imprecisiones y tópicos, y en comparación con algunas de las biografías canónicas de Lawrence (John Mack, Malcolm Brown, entre otros), ésta cuenta con el atractivo de la escritura siempre inteligente y divertida, por momentos apasionante, de Graves. Obra, pues, recomendable, a pesar de algunos descuidos en la actual edición, que ofrece una perspectiva subjetiva sobre un hombre del que Winston Churchill dijo que era «un animal raro, que no medra entre barrotes». Quizá sea preferible, ante cualquier intento de aproximarse al personaje, recordar las propias palabras del “gran” Lawrence —medía un metro sesenta y cinco centímetros—, cuando afirmó: «No creo que existan los héroes o que hayan existido; sospecho que todos fueron unos farsantes».
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