Anagrama, Barcelona, 2006. 142 pp. 12 €
Andrés Neuman
Eloy Tizón (Madrid, 1964) es, más que un narrador, un tejedor. Su prosa avanza en delicadas ondas que parecen urdidas con una paciencia distinta, con una labor lenta y colorida que ha deparado un mundo sensorial infrecuente en la narrativa española. Autor de tres novelas y de otra excelente colección de cuentos, Tizón es dueño, o mejor dicho explorador, de una prosa inconfundible hasta en las comas. De un estilo completamente personal cuyo milagro es, sin embargo, el de su propia improvisación: imagino a Tizón poniéndose a escribir como quien se sienta al piano, cerrando los ojos y tanteando una posible melodía. Ángel García Galiano escribió a propósito del autor que la sintaxis es un movimiento del alma; y uno estaría tentado de acusarlo de rimbombante sino fuera porque, efectivamente, al leer a Tizón uno cree asistir no tanto al nacimiento de una historia como a la formación de un ritmo, de una respiración que será, antes que nada, el soporte del cuento. Y qué soporte, demonios, qué soporte.
En su poética incluida en El arquero inmóvil (volumen colectivo de ensayos sobre el relato breve recién editado por Páginas de Espuma), Tizón se refiere a la importancia capital de la voz como eje de su propia escritura. Los cuentos de Tizón no cuentan, cantan. No miran: parpadean. Todo es melodioso, efímero y aéreo en sus narraciones, en cuyo centro despierta un personaje hablador que absorbe la trama y seduce al lector con su ternura agridulce. Vista, voz y caricia son el trinomio, la sinestesia afortunada de toda su obra. Fijándose en la sucesión de los títulos, uno descubre una serie coherente de visiones, tactos y voces súbitas: Velocidad de los jardines, Seda salvaje, Labia, La voz cantante, y finalmente estos Parpadeos.
Estos nuevos parpadeos, que constan de 13 relatos de nivel desigual, aunque de factura primorosa en todos los casos. Para evaluar el nivel medio del conjunto, no se me ocurre mayor elogio que este: cualquier relato flojo de Tizón (y este libro quizá los tenga, como a mi gusto es el caso de “Estrellas, estrellas”, “Cimas blancas…” o “Retrato robot”, donde el ingenio parece desbancar a la sutileza) contiene sí o sí un puñado de intuiciones conmovedoras y pasajes de una altura raramente hallable entre sus contemporáneos. En cuanto a los mejores aciertos del libro, Parpadeos ofrece como mínimo cuatro piezas maestras: “Pájaro llanto”, sobrecogedor soliloquio poemático que abre el libro; “El inspector de equipajes”, cuyo exquisito desenlace le provoca a uno ganas de ir a abrazar a Iriarte, su atribulado protagonista; “Teoría del hueco”, que merecería figurar en cualquier antología tanto de miniaturas narrativas como de reflexiones sobre el cuento; o esa deliciosa evocación titulada “El mercurio de los termómetros”, desarmante elegía cómica sobre una tía de provincias, sobre todas las remotas y universales tías de provincias. Estas cuatro piezas, en especial las dos últimas, suenan escritas en tal estado de gracia literaria que a uno no le queda más remedio (como suspiraba Vallejo) que odiar a su autor con todo afecto.
La química emocional de Tizón, siempre en tenso equilibrio, da lugar a verdaderas perplejidades que lo convierten en un experimentador de primera sin necesidad de alardes obvios o ñoñerías tipográficas: sus páginas logran bondades malvadas, alegrías tristes, distancias íntimas, ironías piadosas, sátiras sin burla, epifanías cómicas. En Parpadeos se despliega un ovillo de vidas mínimas tocadas de un suave surrealismo, un inventario de magias modestas. En uno de los relatos de ciencia–ficción del libro, el narrador nos habla de un fantástico «simulador de presencias» que transporta al usuario a ciertos «islotes benignos». Simulador de presencias, también Eloy Tizón nos abre las compuertas de su nave sensorial y nos persuade para aterrizar en islas tan benignas como insospechadas. El día que averigüe cuál es el combustible del artefacto, prometo fugarme bien lejos y birlarle a Tizón sus cuentos y sus cantos. De momento, eso es lo que se ve desde la ventanilla. Y ahora pueden volver a parpadear.
Andrés Neuman
Eloy Tizón (Madrid, 1964) es, más que un narrador, un tejedor. Su prosa avanza en delicadas ondas que parecen urdidas con una paciencia distinta, con una labor lenta y colorida que ha deparado un mundo sensorial infrecuente en la narrativa española. Autor de tres novelas y de otra excelente colección de cuentos, Tizón es dueño, o mejor dicho explorador, de una prosa inconfundible hasta en las comas. De un estilo completamente personal cuyo milagro es, sin embargo, el de su propia improvisación: imagino a Tizón poniéndose a escribir como quien se sienta al piano, cerrando los ojos y tanteando una posible melodía. Ángel García Galiano escribió a propósito del autor que la sintaxis es un movimiento del alma; y uno estaría tentado de acusarlo de rimbombante sino fuera porque, efectivamente, al leer a Tizón uno cree asistir no tanto al nacimiento de una historia como a la formación de un ritmo, de una respiración que será, antes que nada, el soporte del cuento. Y qué soporte, demonios, qué soporte.
En su poética incluida en El arquero inmóvil (volumen colectivo de ensayos sobre el relato breve recién editado por Páginas de Espuma), Tizón se refiere a la importancia capital de la voz como eje de su propia escritura. Los cuentos de Tizón no cuentan, cantan. No miran: parpadean. Todo es melodioso, efímero y aéreo en sus narraciones, en cuyo centro despierta un personaje hablador que absorbe la trama y seduce al lector con su ternura agridulce. Vista, voz y caricia son el trinomio, la sinestesia afortunada de toda su obra. Fijándose en la sucesión de los títulos, uno descubre una serie coherente de visiones, tactos y voces súbitas: Velocidad de los jardines, Seda salvaje, Labia, La voz cantante, y finalmente estos Parpadeos.
Estos nuevos parpadeos, que constan de 13 relatos de nivel desigual, aunque de factura primorosa en todos los casos. Para evaluar el nivel medio del conjunto, no se me ocurre mayor elogio que este: cualquier relato flojo de Tizón (y este libro quizá los tenga, como a mi gusto es el caso de “Estrellas, estrellas”, “Cimas blancas…” o “Retrato robot”, donde el ingenio parece desbancar a la sutileza) contiene sí o sí un puñado de intuiciones conmovedoras y pasajes de una altura raramente hallable entre sus contemporáneos. En cuanto a los mejores aciertos del libro, Parpadeos ofrece como mínimo cuatro piezas maestras: “Pájaro llanto”, sobrecogedor soliloquio poemático que abre el libro; “El inspector de equipajes”, cuyo exquisito desenlace le provoca a uno ganas de ir a abrazar a Iriarte, su atribulado protagonista; “Teoría del hueco”, que merecería figurar en cualquier antología tanto de miniaturas narrativas como de reflexiones sobre el cuento; o esa deliciosa evocación titulada “El mercurio de los termómetros”, desarmante elegía cómica sobre una tía de provincias, sobre todas las remotas y universales tías de provincias. Estas cuatro piezas, en especial las dos últimas, suenan escritas en tal estado de gracia literaria que a uno no le queda más remedio (como suspiraba Vallejo) que odiar a su autor con todo afecto.
La química emocional de Tizón, siempre en tenso equilibrio, da lugar a verdaderas perplejidades que lo convierten en un experimentador de primera sin necesidad de alardes obvios o ñoñerías tipográficas: sus páginas logran bondades malvadas, alegrías tristes, distancias íntimas, ironías piadosas, sátiras sin burla, epifanías cómicas. En Parpadeos se despliega un ovillo de vidas mínimas tocadas de un suave surrealismo, un inventario de magias modestas. En uno de los relatos de ciencia–ficción del libro, el narrador nos habla de un fantástico «simulador de presencias» que transporta al usuario a ciertos «islotes benignos». Simulador de presencias, también Eloy Tizón nos abre las compuertas de su nave sensorial y nos persuade para aterrizar en islas tan benignas como insospechadas. El día que averigüe cuál es el combustible del artefacto, prometo fugarme bien lejos y birlarle a Tizón sus cuentos y sus cantos. De momento, eso es lo que se ve desde la ventanilla. Y ahora pueden volver a parpadear.
3 comentarios:
Estoy deseando leer este libro de Tizón. Uno de los mejores cuentos que haya leído nunca es "Velocidad de los jardines". Si estos cuentos son así, pues...ya me estoy relamiendo.
Yo, como Andrés, también odio a este autor.
Él ha sido el culpable de que dejase de cantar en la ducha a cambio de perder mis primeros minutos recitando su "Oh dulce, dulce, dulce tía de privincias, de visillos siempre echados y primores de aguja...", una y otra vez, una y otra vez.
Una delicia.
Y cómo le cambia a uno una especie de habitación secreta del cuerpo después de leer pájaro llanto, ¿verdad?
El mejor del libro sin duda.
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