jueves, agosto 24, 2006

Poética musical, Igor Stravinski

Trad. Eduardo Grau. El Acantilado, Barcelona, 2006. 125 pp. 13 €

Ferran Esteve

Uno de los debates más estériles en los que podemos aventurarnos a altas horas de la madrugada es el de la modernidad. ¿Qué es moderno? ¿Qué no lo es? ¿Por qué estigmatizamos en ocasiones lo que suena antiguo y perdemos el oremus —la dignidad, como diría Makinavaja— ante lo que parece (y en ocasiones lo es) el último grito en cualquier forma de arte, y viceversa?
Ese es, en el fondo, el tema de las seis conferencias que componen esta Poética musical de Stravinski, un libro que se añade a las Crónicas de mi vida (Alba), publicadas meses atrás, a la hora de situar en el lugar que le corresponde a uno de los compositores más sensacionales del siglo XX. Dictadas en septiembre de 1939 en la Universidad de Harvard, las seis sesiones abordan temas tan aparentemente dispares como el fenómeno musical, la transformación en la música rusa, la interpretación o la composición, siempre con una misma idea subyacente en todo momento y expresada de las más diversas maneras: «El arte es constructivo por esencia. La revolución implica una ruptura de equilibrio» (p. 22). Arte y caos, tradición y revolución, armonía y cacofonía, Glinka y Scriabin... Hay una pugna constante en las charlas de Stravinski entre Apolo y Dionisos, entre la música que conoce las reglas y se sirve de ellas para explorar nuevas vías de expresión y la vacuidad del ejecutante, que toma el lugar del compositor a la hora de reinventar con ingredientes de su propia cosecha una obra, plagándola de matices efectistas que no hacen sino perjudicar el espíritu de la obra, entre la razón musical y la sinrazón del arte al servicio de una causa.
Stravinski presenta estas lecciones como una serie de confesiones musicales, no exentas de un rigor incontestable. De ahí que el autor se deje llevar, en algún momento, por algo que ya se advertía en sus apuntes memorialísticos antes mencionados: un cierto afán revanchista que convierte algunos de estos fragmentos, de una lucidez extraordinaria a la hora de juzgar los vicios de los intérpretes del repertorio romántico, por ejemplo, o a esa nueva clase de ejecutante en que, a su entender, se han convertido los directores de orquesta, en una pataleta contra un mundo que, siguiendo la senda apuntada por el compositor, ha perdido la curiosidad por entrenar su oído musical, por un oyente que ha cambiado el paseo hasta el auditorio por la música a través de la radio (curiosamente, 25 años más tarde, Glenn Gould daría carpetazo a su carrera pública alabando las virtudes de la tecnología y denostando el escenario, el lugar menos adecuado a su entender para hacer música).
Y sorprende. Sí, por supuesto que sorprende oír todo esto de boca de alguien que debió de ser el blanco de críticas por el estilo al estrenar, por ejemplo, La consagración de la primavera. Pero no engaña a nadie en el fondo el compositor ruso, pues si algo podemos decir de él es que se mantiene fiel a una manera de concebir el hecho musical: una introspección, un camino sincero y en ocasiones adusto, una defensa de la tradición como única manera de lograr el progreso verdadero del arte, cualquiera que sea su forma.

1 comentario:

Anónimo dijo...

médico de guardia el dia de nochebuena en sorbas en almeria, descubro poética musical de stravinsky;
nobleza