Lumen, Barcelona, 2016. 354 pp. 23,90 €
Fermín Herrero
Algo tiene que andar mal en la literatura española cuando un escritor, además de músico y musicólogo de excepción, como Ramón Andrés no ha obtenido, salvo el premio Príncipe de Viana, con ocasión del que hizo, dicho sea de paso, un discurso ejemplar, ni uno solo de los reconocimientos que su obra merece. A veces he pensado, bromeándome, en la posible maldición del apellido, pues lo mismo podría decirse del ostracismo en el que se encuentra el también poeta y ensayista Enrique Andrés.
Antes de entrar en las materias aforística y poética, que armonizan y conjugan muy bien en el libro que nos ocupa y de las que hablaré a seguido, se debe recordar que R. Andrés es, aparte, autor de libros sencillamente extraordinarios, compendios de erudición y gracia, casi todos publicados por la editorial Acantilado. Citaré –cuánto he disfrutado y aprendido con su lectura- sus escritos sobre Bach o Mozart; El luthier de Delft, con Spinoza y Vermeer de fondo; El mundo en el oído; un volumen completo en todos los sentidos sobre el suicidio en nuestra civilización o un estudio exhaustivo, de investigación, sobre el silencio en la mística. Hace pocas fechas ha reunido ensayos diversos en Pensar y no caer.
Abundan en la segunda parte del libro los aforismos magistrales. Conocía la parte titulada 'Los extremos', que se deja para postre; los otros dos apartados, ‘Malas raíces’, cuyo estremecedor comienzo, por más que etimológico como el resto de la compilación, de ahí el título, no se olvida fácilmente, y ‘Puntos de fuga’, parece, por la cronología, que han sido escritos en paralelo. Tanto da. En ellos vierte el tarro de sus sabias esencias. Cada página requiere una rumia concienzuda y gozosa, un tiempo largo y reflexivo para escanciarla como es debido, con el aprovechamiento que ofrece. No se puede desperdiciar ni una entrada.
Se puede abrir el libro al azar, a la manera dadaísta, al no ser intonsos ahora no se necesita ni cuchillo, caer en las páginas 222-223 y encontrarse con: «Cada uno siente una secreta eternidad: es la mente que escarba en la infancia»; «El pastor conduce los rebaños al campo como la soberbia nos lleva a la muerte, apacibles»; «No el azar, no los dedos: la rotación del mundo moldea las vasijas», por poner alguno. Al ser largos omito dos aforismos antológicos sobre el espléndido Diario del año de la peste de Defoe y sobre Santa Teresa de Jesús y su retratista Juan de la Miseria.
Ahí van, espigadas a voleo, de la primera parte, otras perlas: «Dejar las creencias y las utopías no significa abdicar, sino purificarse sin necesidad de entrar en el Ganges»; «La salvación: hallar a quien admirar»; «El poder es una forma de tristeza», «La muerte no está al final de la vida, está en su centro»; «Twitter: de cada uno han hecho una jaula y piamos contentos»; «Creernos trascendentes nos hace fatuos»; «Todo está escrito in memoriam»; «Ni en una silla darse por sentado».
De su alta exigencia da buena cuenta asimismo el hecho de que lo que llama poesía reunida sea en realidad su poesía podada. Se presenta de inicio un libro inédito, circular, con Whitman de abertura y de cierre, Siempre génesis, escrito del 2013 al 2015, en el que la sintaxis se ha adelgazado en beneficio de la condensación, pero los versos siguen siendo igual de precisos y permanece el tono meditativo, muy original. Sin embargo, los tres anteriores, Imagen de mudanza, La línea de las cosas y La amplitud del límite, por orden de aparición, han sido desmochados, sobre todo el primero, del que ha indultado sólo tres poemas, de manera inmisericorde. E injusta, a mi escaso entender, aunque el propio poeta declare que de no ser por el editor los hubiera esquimado a matarrasa. La mayoría de los poemas nuevos, aunque algunos son glosas de obras de arte o de autores, se centra en la naturaleza: paseos por los montes y valles navarros, escenas junto al mar cántabro, contemplaciones de sus árboles tutelares…
Tal vez, por ponerle un pero, -«¿quién es del todo defendible?», se pregunta en uno de sus apotegmas- pueda objetarse, aunque en sí sea una barbaridad, que R. Andrés escribe en verso demasiado bien, con una corrección y finura que a veces se entienden enemigas del estro lírico, caracterizado por derrapar por abajo o por arriba. Pero esto no deja de ser una boutade en cuanto la expresión debe aproximarse con la máxima exactitud posible, casi siempre, por desgracia, escasa, al sentir o el pensar del poeta.
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