XXXII Premio Jaén de Novela
Almuzara, Córdoba, 2016. 260 pp. 17 €
Pedro M. Domene
Alejandro López Andrada (Villanueva del Duque, Córdoba, 1957) construye su literatura ahondando en los recuerdos de su infancia y de su juventud, los comprometidos años del franquismo, y el ambiente difícil de ese mundo rural en extinción que sobrelleva con tanto amor como odio, con sostenida emoción y con acertada ternura. Al mismo tiempo, sus relatos se complementan con paisajes de una belleza inusitada, convertida en imágenes de una emotividad absoluta; y el suyo es, ni más ni menos, un universo narrativo tan propio como solo los grandes narradores son capaces de crear.
La última apuesta del narrador cordobés, obtenía el XXXII Premio Jaén de Novela, y ofrece una lectura serena, el retrato de una España contemporánea, con los claroscuros diarios que desvelan nuestro sueño cotidiano, y así debe leerse, Los perros de la eternidad (2016), sin duda, una arriesgada propuesta narrativa que nos obliga a realizar un reflexivo recorrido por ese universo personal, de emocionada inspiración, y con el firme compromiso de una denuncia explícita y manifiesta. Y paralelamente, la mirada del narrador se detiene y dibuja con la palabra un mágico itinerario: nos describe barrios y rincones de una Córdoba califal y cosmopolita, y aunque en su conjunto la visión del narrador se vislumbra melancólica, el recuerdo de la madre-suicida, el reencuentro con el padre enfermo, las primeras experiencias sexuales, el valor de la amistad, o el testimonio de aquellos años comprometidos políticamente, los 70 y el comienzo de la democracia, nos resulta una lectura plácida y, como en la mejor tradición lírica, pese a un constante pesimismo persiste el gozo de vivir de cada día, tanto en lo cotidiano como en lo anodino, lo gozoso o incluso aquellos aspectos más desoladores.
La novela subraya el declive de ese bienestar conseguido en las últimas décadas de la democracia porque en las noticias, y a golpe de telediario, se anuncian continuos desahucios, se ofrecen esperpénticos datos del paro, y se muestra como la clase obrera y la sociedad traspasa el umbral de la pobreza. El protagonista repasa desde la cama de un hospital el devenir de toda una vida, mezcla secuencias del pasado con un presente más inmediato, y su discurso se convierte en un valiente testimonio sobre la corrupción política y la degradación de la cultura, en una ciudad que queda expresamente nombrada: Córdoba. Desde el comienzo, postrado en esa cama de hospital y desde donde ofrece su relato, el protagonista advierte al lector que hace tiempo ocurrió algo grave en el entorno familiar y esa razón, no otra le han llevado a una extraña y compleja existencia. A lo largo de las páginas subyace siempre esa inquietud para solucionar el conflicto que atormentaba al joven Moisés y, por añadidura, a justificar una no menos inexplicable relación paterna que gradualmente se degradaría a lo largo de los años, hasta el momento mismo en que comienza a reseñar su vida, y cuando la muerte aparece como importante trasfondo.
La perspectiva narrativa empleada, el tiempo y los espacios, se exponen de una forma lineal, aunque resulta muy importante la visión retrospectiva de los capítulos y acontecimientos que se van sucediendo, con algunos que otros paréntesis felices, Alicia su novia y futura mujer, los amigos de la infancia y juventud, frente a los duros años del posfranquismo y la lucha social, y lo mejor su entrega a la enseñanza pública, visto todo como parte de un mundo de ficción verosímil. Tan solo cuando los acontecimientos se precipitan, su encuentro con la anciana Genoveva, o la soledad a la que se verá sometido tras la muerte de la esposa, el relato se desdobla en otro modelo de mundo para el protagonista que se sumerge en el delirio, e incluso se confunde con la realidad, porque la vida de Moisés se ha convertido inesperadamente en una pesadilla desde el momento inflexivo en que la imagen del lago le ha perseguido durante toda su existencia. Cuando irrumpen los recuerdos en la vida del protagonista, López Andrada propone una superposición de estrategias tanto descriptivas como narrativas, y ofrece al lector esas vivencias que provienen del pasado del personaje, y sus recuerdos se construyen en imágenes que justifican el presente. En ocasiones, los sueños, las pesadillas, incluso las alucinaciones del enfermo calan tanto en la narración que, pese a su halo de misterio o locura, complementan el sentido de algunos de los personajes que van apareciendo, sobre todo porque el protagonista se considera un prisionero que nunca consigue escapar, nunca ha logrado liberarse de los recuerdos de su pasado para instalarse en el mundo real. Cuando el personaje es capaz de reestructurar su existencia, entierre su odio y perdone, solo así le será posible recuperar los años difíciles malgastados a lo largo de tanto tiempo. La lectura de Los perros de la eternidad emociona, combina tanto odio como amor, y asegura la ternura de algunos pasajes de sobrecogedora belleza.
1 comentario:
Me gusta muchísimo esta crítica. Coincide punto por punto con mis impresiones (profundisimas, muy conmovidas) al leer esta novela. Para mi uno de los libros, de esa docena, que me ha dejado una huella trasformadora.
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